Por: Malu Rivero (MALV)
Hacer el paripé en un museo está mal. Pero más allá de la falta de decoro, me he topado con que la ofensa cobraba mayor gravedad por la carencia de relación con la causa ecologista. Es curioso como en las mentes de muchos de nosotros, lo que más nos contrariaba era la falta de coherencia — ¡¿Pero qué tendrá que ver la Monalisa con la tala del Amazonas, qué culpa tiene ella?!— exclamábamos furiosos, como expertos jefes de marketing insatisfechos con la estrategia. Un amigo con un cargo institucional me confesó que no se habría molestado tanto si el cuadro atacado tuviera relación con la causa o fuera un símbolo relacionado con lo que quieren reivindicar. Por ejemplo, si quieren salvar ballenas y la toman con un cuadro que represente embarcaciones de balleneros.
Recuerdo cómo de manera anárquica y revelándose contra el establishment Banksy destruyó una obra suya cuando la intentaron subastar en la emblemática Sotheby’s, rechazando plausiblemente ese marco solemne y el mercado del arte, del que claramente no quiere participar. Le debió exasperar ver su obra tan fuera de lugar y del contexto en el que él decide concienzudamente enmarcarlas. Al ubicar la obra de este artista urbano fuera de su localización automáticamente pierde su sentido, su función y su razón de ser. Así que él, muy amablemente, puso remedio al malentendido con una trituradora. ¿Pero por qué la incoherencia nos provoca rabia? ¿Será por nuestra falta de aceptación de lo inesperado?
Inesperadas imágenes de Puccini con su amante en la ópera Tosca que se representaba en el Liceo de Barcelona han despertado gran revuelo entre los asistentes, ciertamente se llevaron una imagen «tosca» del músico practicando sexo que no tenían previsto visionar. La masa salió del teatro perceptiblemente violentada. En ese caso el público ha tenido muy poquita capacidad de adaptación, y quizás tenga razón, porque no se le ha dado lo que ha pagado por ver, lo prometido. Y lo prometido es deuda, y bien que lo recordará este atrevido director cuando tenga deudas por la insolvencia del espectáculo si no acude más gente a dejarse sorprender después de este mal recibimiento. Cada día tenemos menos aguante a la sorpresa y más mimo por la seguridad. Es creciente la venta de protección en la sociedad actual, se aprovechan de nuestra necesidad de control —falsa sensación de control—. El resultado de esto es que cada vez somos más amigos de las instituciones porque nos dan confianza, son un pilar, un dolmen que nos gustaría inamovible, intocable, innegociable. Por eso nos sentimos tan ultrajados cuando alguien se atreve a vandalizar algo tan sagrado como el museo, nuestro templo del arte, abriendo así una pequeña grieta en esa divina armadura invisible por donde puede empezar a colarse la barbarie, dando vía libre a próximos actos fuera de lugar e inadmisibles, incongruentes para nosotros.
Lo malo es que con ese acto vandálico surgen ideas, malas ideas; se abre una baza para el desconcierto en un espacio en el que no queremos perturbación ninguna, causandonos gran desasosiego (quede dañada la obra o no). Lo que sí queda resquebrajada es su respetabilidad, se ha cruzado una línea. ¿Sufrimos de suspensión voluntaria de la incredulidad delante de la realidad para salvaguardar nuestros más preciados tesoros?
Cabe recordar, como bien nos señaló Duchamp con su urinario, que le otorgamos relevancia a la pieza de arte en función de la importancia de la institución en la que se encuentre expuesta, siendo ese el único criterio. A ojos del público pasar ese filtro las hace no sé si mejores o más bellas, pero sí más arte. Dickie en su teoría institucional del arte también destacaba que, aparte de la forma de presentarla, la participación crédula de los espectadores también forma parte de esta especie de bautismo que la obra tiene que pasar para ser considerada arte. Y si el ejemplo de Banksy me devuelve la fe es porque él en sí es su propia institución allá donde quiera que vaya por el propio impacto de su obra, gracias a su don de la oportunidad, no necesita una gran casa que lo avale. Si no que se lo digan al ladrón ucraniano que se enfrenta a 12 años de prisión por intentar robar un Banksy de la calle en Kiev. La calle es de todos, el museo es de todos, el arte de nadie.