Bellas Artes
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María Aparici no tiene ningún desasosiego en descubrir en esta muestra los dilemas de su confrontación con los cuerpos que anidan en los fantasmas combativos de sus sueños. Ha encontrado su escala a la medida del gesto apropiado a la imagen y el medio que usa, revelándose a sí misma y al mundo como artista a partir de su estado de excitación y correlación de experiencias, arrancando de la psique un campo dinámico en virtud del cual su lucha plástica se desarrolla vinculada a una memoria condensadora de soledad y en contra del poder del tiempo.
La consistencia física y gráfica de sus figuras pasan de una realidad concreta hasta una abstracta —pero siendo una abstracción que incluye la experiencia del cuerpo—, dejando por el camino deformaciones y falsos atributos, tal que apéndices efímeros que impedirían el llegar al fondo de unas imágenes oníricas y primordiales que aparecen como símbolos, visiones y raptos de intuición e inspiración.
Por eso se ha insinuado que la obra de arte dice mucho más de lo que su autor ha tenido la intención de expresar: siempre excede de la limitada contemplación de su creador. En su caso, además, es el fruto de una dimensión generadora que da curso a un quehacer tan deliberado como delirante.
Se percibe, por otro lado, en estas composiciones una carne que es sustancia empastada debajo de una piel que no la contiene, que le dispensa de encerrarse a fin de que se expongan y exterioricen sus texturas de arrugas, engrudos, manchas, masas, grosores de colores rotundos en su sombrías fisonomías —una construcción pictórica la suya en la que el cromatismo (ese color que según Jung es la manifestación primigenia de los arquetipos en los sueños y en el arte) es esa su fuente de vida y de dolor—, y que no engendra un alma nueva, sino una ya vieja y existencialmente desolada. •
No esperamos en su labor una manifestación de belleza, sino una confesión de verdad y libertad que resucita cuerpos —seguramente con actos y gestos la estaban aguardando— y los entrega a la oscuridad de la luz y a una estrategia visual que infunde una sensualidad negándola, que mana visceralidad desde el cuño de una espontaneidad final vehemente y hasta sublime.
Como artista que expresa su pasión con una dicción pictórica que ha dado un ansia ilimitada a su destino, se reconcilia en ella el deseo y la maestría, la pulsión de un pathos festejado por el furor de su impulso.
Y ante su producción es de aplicación la frase de Picasso, respecto a que «siempre que he tenido algo que decir, lo he dicho de la manera en la que sentía que debía decirse». Incluso podría entenderse que la visión del mundo que pretende inspirar revela en sí misma la armazón animista que la sustenta.
Aunque las fuentes de su identidad artística se encuadran dentro de las líneas de la modernidad más torturada —expresionismo abstracto, surrealismo, neoexpresionismo, etc.—, sus retratos se ajustan a una definición vislumbrada y esbozada en conformidad con unos valores estéticos más precisos, pero no menos devastados en su candor y profundidad. Si los hace así es para subconscientemente traicionarse a sí misma, observándose como una desconocida que se asegura de no cerrar la forma ni reducirla sino de abrirla, de hurgar en su espíritu, en su memoria, en sus sentimientos y en esa condición emocional de su trabajo. Como dijo Arshile Gorky, «los sueños son las cerdas del pincel del artista». ■
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