LOS MUSEOS EN LA ÉPOCA FRANQUISTA
Hablar de política museística a partir del sentido de providencia, transmisión o revelación (tal y como nos lo presenta José Ferreter Mora en su Diccionario de Filosofía, en referencia al tradicionalismo), bajo el yugo de una dictadura no es fácil y más teniendo en cuenta que el propio hecho de la dictadura implicó la negación de unos derechos culturales y artísticos en un periodo en el que España se estaba sacrificando enormemente por estar a la altura de las circunstancias que le tocaba vivir. Sin embargo, hemos decidido aquí que para explicar este hecho, nada mejor que establecer los principios que determinaron esa cultura tradicionalista a partir de unas coordenadas ideológicas y políticas determinadas.
Para ello, diremos en primer lugar que el fascismo representaba un movimiento que reclamaba para si determinadas connotaciones religiosas. En el marco de un carácter esencialista, introspectivo y pesimista, la cultura franquista se centraba de forma obsesiva en el nacionalismo y la religión. Esta era, evidentemente, una postura radical ya que después de criticar la hermenéutica liberal, el franquismo se enfrentó a una especie de páramo metafísico, en la que entró y del que, por supuesto, nunca llegó a salir del todo. Así, se produce en este país una paradoja donde el franquismo y, junto a él, el fascismo se caracteriza en un momento dado por su ahistoricidad pero basándose en una toma de poder. La nación ritualizada es su bandera en el marco de un tipo de ilustración que utiliza solamente como apoyo auxiliar. Pese a ello, esa era visión de un mundo trascendental aunque se tratara, asimismo, de una visión estática de la historia.
Hechas estas puntualizaciones, hablar de aspectos positivos en relación con la política cultural franquista es, como decíamos al principio, francamente difícil. Pese a ello, intentaremos esbozar una suerte de aproximación empírica al fenómeno. De entrada, parece una obviedad decir que no solo fue el mundo cultural el que sufrió una transformación sino también el conjunto de la nación. Hay que entender esa revalorización hermenéutica para contextualizar el marco conceptual en el que se desenvuelve el fascismo en toda Europa, que nace como reacción al mundo demo-liberal y marxista. Siguiendo el modelo de otros países fascistas, el modelo español creó órganos, instituciones y aparatos culturales con la intención de que florecieran futuros intelectuales bajo el binomio cultura-política o lenguaje y acción, como sucediera también desde el lado marxista. En el caso italiano, de mayor experiencia, se desarrollaron aspectos relacionados con la sociedad, la ciudad, el arte, el deporte, la universidad, los medios de comunicación, la raza y la juventud a partir del modelo Risorgimento, que implicaba no solo la personificación de la figura del Duce sino que también buscaba modificar la historia a partir de conceptos como civilización, liturgia, conocimiento, tradición, etcétera. En el caso alemán, los nacionalsocialistas identificaban a esa cultura con estas máximas: expansión, soberanía, conservación y propagación. Su interés no radicaba en las cualidades intelectuales sino en el sentido de poner la capacidad propia al servicio de la comunidad.
Evidentemente, esta era una posición de fuerza en relación con un contexto determinado. Esta posición le aparta, digamos, de una línea ortodoxa de la cultura entendida como algo genérico. Aquí, se establece el papel metahistórico del fascismo. Si la memoria se anula, el proceso identitario no puede sentirse como tal. El recurso utilizado es que en un mundo de iguales desaparecen las categorías morales y bajo ese postulado hay que extirpar a partir de un modelo de concreción. Pero, lo que surge de ello es la diferencia. Como apunta Ana Rubio en “Los nazis y el mal: la destrucción del ser humano”, el modelo de civilización propuesto es la generalización del mal y su representación la antítesis del sujeto frente al objeto. Aquí, desde mi humilde opinión, el fascismo hace su función de predicado nominal. De punto y aparte, si queremos. Cuando eso pasa, los artífices de ese plano han de cambiar. En el teatro, viene a suceder lo mismo.
El desenlace, es la obra en sí misma.En resumen, tenemos un valor hermenéutico en alza. Una mutación. Y con ello un régimen fascista desarrolla siempre ciertos aspectos sensibles en el marco de la institucionalidad. A partir de aquí, la historia se encuentra descontextualizada. Génesis, pues, de un renacimiento que se alía con el capital romántico pero que desestima al liberalismo y al cosmopolitismo (de nuevo, José Ferreter Mora analiza esto en lo que tiene el hecho de que la idea o el Espíritu absoluto tiende a autorevelarse a través de un proceso). En ese sentido, el fascismo considera al derecho natural como un sincretismo incapaz de formar nada nuevo a la vez que desde un plano religioso se exonera de toda culpa contemporánea. Es, sencillamente, contingente (la razón se queda en el ser) y gestantico en el sentido hegeliano del término porque representa a la consciencia. La forma (Gestalt) es lo que existe. No debe extrañarnos que la política cultural franquista estuviera siempre vinculada con las vanguardias hasta el mismo periodo democrático, de la misma forma que el fascismo italiano lo estuvo con relación al futurismo y el nacionalsocialismo alemán al naturalismo racial. El fascismo adopta, así, el vocabulario hegeliano de realización y lenguaje. Disocia la relación entre el individuo y su verdad. Su papel es interferir en lo universal a partir de esa individualidad. De ello, se hace extraño versar un discurso sobre genealogía del mal cuando es, precisamente, el fascismo quien adopta ese papel modulador. Pero, no voy a entrar a debatir aquí esta cuestión ni con la teología oficial ni con Hanah Arendt ni con nadie parecido.
(Fin de la primera parte)