Estaba yo en plena búsqueda de la genealogía de la idea inoculada de progreso socioeconómico y cultural, tan enraizada en nuestras cabecitas de ciudadano medio occidental, cuando me topé con la irónica definición de eficiencia de Chesterton que reza: lo sabemos todo de la máquina menos para qué sirve. Todo un anticipo de la decadencia de occidente antes del #decay. Y en un ejercicio de traslación, mi diálogo interno decidió llevarla a la IA y a sus subproductos, símbolo del desplazamiento posthumano. Es una herramienta muy poderosa e inteligente, pero sabemos para qué la hemos creado cuando su propio alcance escapa de nuestras humanas garras. ¿Es ahora un instrumento que utilizamos nosotros o nos utiliza ella a nosotros para recabar información para su inconmensurable base de datos? ¿Seguirá trabajando para nosotros o pasará a trabajar para ella misma en una amenaza de la hipotética ASI (superinteligencia artificial)? Me parapeto unos pasitos más allá, y en vez de comparar por enésima vez a la susodicha con el humano, indago en sí cabría la posibilidad de que el producto de una IA (como una ilustración creada a través de un prompt) sea un producto cultural. Podemos pensar que sea una copia de lo que hemos hecho los humanos y lo desechemos como arte, pero el creativo siempre se ha servido de la copia para crear lo inédito. Y si esa acumulación de prompts acaba creando una idiosincrasia digital, en efecto, acabaría creando un producto cultural… ¿Qué nuevo significado fagocitaría la hipertrofiada idea de cultura? Esta res artificialis no necesita del factor humano para entrar en la consideración de cultura, ya que tiene un patrón ordenado en dirección a un fin: la definición aristotélica de sabio por excelencia, ¡y desde luego que estas IAs saben ordenar! ¿Pero qué es cultura entonces? Para ello sería necesario revisar exhaustivamente la siempre acogedora definición de cultura a lo largo de la historia.

Podemos empezar con la idea clásica en la que esperan que nos leamos las grandes obras, tanto las literarias como las teóricas. Porque recordemos que los griegos eran philomythes, y consideraban tanto la Odisea de Homero como los conocimientos de ingeniero fluvial de Tales o sus fórmulas matemáticas con tal de empezar a tener unas mínimas nociones del mundo. Después con la mirada ilustrada relacionada con el cerramiento de la tierra o una cierta privatización porque para Rosseau el primer individuo que dijo «Esto es mío» y logró que los demás respetaran su propiedad fue el fundador de la sociedad civil. (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, 1754). Y por último la idea romántica que asimila todo el acervo popular antes despreciado y «menostenido» por los clásicos hombres de cultura griegos.

Seguramente fue la última entidad histórica en añadirse a la definición por la denostación de la cultura oral, los pueblos nomádicos y todo lo que tenga que ver con el tradere de la tradición, asuntos que solo le atañen a la clase baja. Y como siempre, la historia del vulgo se deja fuera de la narrativa de la historia, para no perder viejas costumbres tusicidianas, así que no iba a ser menos con su cultura.

Afortunadamente, las nuevas tecnologías vienen a poner en primer plano al pueblo y en una democratización masiva de todo producto cultural, el arte también se ve arrollado ante ese torrente de producción desenfrenada del mal-llamado contenido. Ahora hay una profesión con el título de: creador de contenido. Y me pregunto yo, dónde está el contenido cuando la creación de contenido es un fin en sí mismo. Una finalidad priorizada ya no sólo por la máquina, sino por el hombre consumidor y creador al mismo tiempo de ese «contenido», el cual solo tiene que rellenar horas y objetivos o pushing. No tiene la exigencia de contener información (ni mucho menos veraz o verosímil), ni de contener cultura; sin embargo, esa es la verdad de Internet. Eppur si muove. ∙