Destierro, añoranza y fascinación en la pintura de Alejandro Justiz

Por. Antonio Correa Iglesias

Si en ¿Ruinas o deconstrucción?1 abordamos el fenómeno y la narrativa de la ciudad en cierto arte cubano contemporáneo, hoy queremos detenernos en la obra de Alejandro Justiz tan sustancial a esta discursividad.

Con una sólida formación en pintura, fotografía y en los new media, Alejandro es un artista que genera un territorio visual donde la ciudad está en el centro como imagen. Pero la de Justiz es una ciudad mirada desde el extrañamiento del sujeto migrante, un sujeto que ha sido desterrado de una tradición, de una tierra. En su pintura todo es extrañamiento, todo parece escapar, diluirse, como quien rehúsa echar raíces, como quien en el desarraigo, encuentra un modo de vida, una forma de existencia. Son verticalidades punzantes, a la deriva, como las agujas góticas que pretenden llegar al cielo para encontrar a Dios. Si su pintura es estilizada e infinita, ausente de arraigos naturales, es también escenográfica, suerte de delirio fantasmal y psíquico, o pesadilla recursiva.

Lo rizomático y lo fractal son fuertes influencias en la composición de su trabajo y en su conceptualización. Estos generan una visualidad en la que los elementos «aislados» construyen una totalidad donde el movimiento deja de ser lineal y teleológico para ser caósmico, como diría Joyce en su Ulises. Son patrones que se repiten una y otra vez, suerte de «estandarización» o reproductibilidad. Pero al mismo tiempo todo parece ajeno a lo humano, el hombre ha venido a ser un residuo dentro del entramado citadino. Como ya dije anteriormente: «sus ciudades están deshabitadas, no hay hombres en ella, todo a-parece consumido, o reducido a un patrón recurrente, como un déjà vu, líneas que cruzan y entrecruzan una narratividad agobiante».

En la pintura de Alejandro Justiz el exilio y la memoria crean un extrañamiento. Alejandro deja una tierra para renacer en una ciudad escurridiza, una ciudad ajena a los recuerdos. Justiz es la encarnación de un sujeto proscripto, y aunque en su pintura genera centros de irradiación, uno tiene la percepción de la ambivalencia, una ambivalencia incluso museográfica. Todo parece expandirse, pero también todo parece concentrarse en un punto de irrupción, donde todo puede terminar.

Su pintura «geométrica» rompe la teleología y secularidad euclidiana. El trazo inicial, el esbozo de la escritura se bifurca indefinidamente. Es una línea que teje una trama sin levantar su cabeza del lienzo. Es casi un ejercicio de meditación, una introspección, una abstracción profunda en busca de un recuerdo traspapelado.

Por eso hay tanto de cinematográfico en su obra. Todo parece una secuencia en yuxtaposición, planos en slow motion de una memoria plagada de los residuos de la alegría, mapas de un territorio desolado, ruinas de lo que un día fue. La ciudad vive y se descompone al mismo tiempo. Cambia, pero no deja huellas a su paso, por eso el hombre es un residuo, una pieza que se desgasta en el engranaje. Son criaturas «minúsculas» ante la inmensidad del concreto, son un fragmento intercambiable en la totalidad del sistema. A diferencia de los hombres-ángeles de Wings of Desire de Wim Wenders que escuchan los pensamientos de los otros, estos mal-viven en el hacinamiento de una super-población decadente, plagada por una cultura de lo gestual y el consumo. Por eso son residuos intercambiables, por eso sus ciudades están deshabitadas porque no existe en ellas una identidad fundacional.

Hay mucho color en su obra, es cierto, pero solo es la ilusión de una festividad dramática. Su paleta cromática es solo la incitación a una felicidad y gozo camuflado, es el placer congelado en los tubos de neón, es la hedónica ilusión del querer, del desear, es el consumo de una esperanza que aún no es. No nos dejemos engañar, Justiz aceita el engranaje de su trampa y en ella caemos, una y otra vez como niños o moscas cautivados por la «luz».

El espectáculo de la ciudad que Alejandro Justiz a través de su pintura nos muestra es exasperante. Frente al lienzo, la falta de oxígeno, el hacinamiento, lo herrumbroso de la vida, llena toda su superficie. Son estructuras aglutinadas, aglutinantes, ausentes de equilibrio, mostrando una fragilidad fundante. Todo parece a punto de desmoronarse, sin embargo, la ciudad postmoderna sigue creciendo, robando espacio cada vez más a otras existencias.

Si el exilio de Alejandro Justiz lo ha «alejado» de su memoria primordial, de aquello que lo debió formar como identidad, su pintura -que es una extensión de su más inmediata existencia- lo ha acercado a una realidad que -cada vez más- es innegable.

Justiz, como yo, es también una de esas criaturas «minúsculas» ante la inmensidad del concreto; la única diferencia con los otros es que ante el destierro, la añoranza y la fascinación, nosotros levantamos la cabeza y decimos no. 

 1._ https://artepoli.com/ruinas-o-deconstruccion/

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