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ÁLVARO BERMEJO

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STENDHAL O EL VIAJE SENTIMENTAL

Los abismos del corazón humano le fascinaban tanto como la ambición por ir más allá. No escribió novelas de aventuras, menos aún de capa y espada y, sin embargo, tanto como un implacable cirujano de las pasiones, fue un insaciable devorador de espacios. Del Danubio a San Petersburgo, de Inglaterra a Prusia, de Calabria a Cataluña, de Berlín a Florencia, a Italia entera, fuese en calesa o en diligencia, a pie o caballo, en barco o en ferrocarril, Stendhal fue uno de los más incombustibles viajeros de su tiempo. “Entre dos amores y dos libros”, como le gustaba definirse, el inventor de la literatura del Yo también inventó la palabra “turista” –derivada del Grand Tour-, creó una nueva modalidad de viaje, el viaje sentimental, y hasta dio nombre a un síndrome, el “Síndrome de Stendhal”. Naturalmente murió caminando, una tarde de marzo de 1842, en París, a causa de un ataque de apoplejía. Monsieur Beyle nos dejaba más de treinta novelas, entre ellas obras capitales como La cartuja de Parma o El rojo y el negro. Todo un itinerario existencial, siempre de viaje en viaje. El de un hombre que jamás se arrepintió de nada y siempre vivió por encima de sus posibilidades.

EL EGOTISTA IMPACIENTE

Todo comenzó en Grenoble, la ciudad donde nació, un 23 de enero de 1783. Los Alpes fueron para él algo más que una frontera natural, un desafío que le proyectaría hacia los cuatro puntos cardinales arrastrado por una fiebre de horizontes solo comparable a su doble pasión narrativa: escribir para los demás pero también para conocerse a sí mismo. Su coartada inicial son las banderas de la Grande Armée, pero su ambición de conquista no tiene nada que ver con la del Gran Corso. Atraviesa las campañas de Prusia, entra en Viena y, poco después de cruzar el puente de Beresina, deserta porque ha entendido que las únicas batallas que le seducen son las del corazón, un vagabundeo incesante de amante en amante, de país en país, pero sin objeto: “Yo no viajo para conocer, sino por puro placer”.

Tanto es así que, a partir de entonces, ese renuente oficial de caballería llamado Henri Beyle se inventa una nueva personalidad y elige el extraño seudónimo de “Stendhal”. Yo soy otro, parece decirnos. Y esa transmutación electiva de sí mismo es precisamente lo que diferencia a Stendhal tanto de de los viajeros ilustrados del XVIII como de los del XIX.

Cierto, también Rousseau celebraba el viaje por el viaje, pero su objeto era la reflexión filosófica que, ya con el XIX y los grandes viajeros del siglo romántico, se trocará en la búsqueda del exotismo. Stendhal no busca una terra incognita, se deja llevar guiado por una fascinación particular y genuina, atenta a los pequeños detalles, cuenta las cosas desde un ángulo furiosamente subjetivo –el famoso Yo que define al “egotista” esencial-. El relato que surge de su pluma cobra así las dimensiones de un retrato en movimiento. Su manera de contar, sus digresiones sin solución de continuidad, su libertad absoluta para saltar de un tema a otro, son las de un escritor que escribe como respira, sin cuidarse de que está inventando la literatura moderna. Bajo el imperio de la primera persona el viajero se convierte en el centro del relato, por encima del viaje mismo.

VIAJO, LUEGO EXISTO

En honor a la verdad, todo eso ya estaba en Lawrence Sterne. Antes de su Tristram Shandy, el excéntrico irlandés compuso un Viaje sentimental en orden a una revolucionaria declaración de principios: “viajo por necesidad, por la necesidad misma de viajar”. Pero la sentimentalidad de Sterne tiene bien poco de sentimental. Es esencialmente paródica, bastante más volteriana que romántica, más cercana a las sátiras de Swift que al análisis de sí mismo. Stendhal, por el contrario, no pretende hacer literatura –no en vano el viaje como tal apenas existe en su obra novelesca-. Escribe como Montaigne, o quizá más como componía Rossini, solo para él y sus amigos. Lo que ve le importa menos que su mirada, la perspectiva más que el panorama, el yo más que el objeto o el objetivo… y su viaje no admite ninguno. “No pretendo contar las cosas, solo las sensaciones que me producen”.

A partir de Stendhal el viaje deja de ser un descubrimiento del mundo para convertirse en una experiencia íntima que tiene mucho que ver con la alquimia de los sentidos, el viajero se erige en el gran protagonista del relato, y este dinamita el género. En adelante se escindirá en dos vectores: el de los cronistas que transcriben lo real y el de los escritores que narran una experiencia personal, en su caso regida tanto por la pasión como por el capricho. Para él la individualidad no es tanto un fin como un medio. Tampoco es el mejor, simplemente el único. Vivir en viaje permanente, sin otro extremo que la degustación de lo diverso, define la máxima manifestación del Yo stendhaliano.

Se trata de un Yo caótico, nómada, asistemático, fragmentario, convulso a veces, pero decididamente hedonista y bonvivant, que prefigura la sentimentalidad contemporánea. Un siglo antes de Peter Handke o Bruce Chatwin, el viaje stendhaliano engendra una novedosa “no-forma” y una manera de pensar deliberadamente peleada con toda norma. Tan libérrimo como su propio estilo, su relato se configura como una digresión permanente. La arbitrariedad de su Yo marca la ruta, pero su prosa opera como una máscara. Nada le complace más que esa metamorfosis, pasar inadvertido, ser solo ese otro Yo anónimo que cuenta: “Mi mayor felicidad es pasearme por una ciudad extranjera a la que acabo de llegar y donde nadie me conoce”. A la libertad de olvidarse del personaje suma la de no ser reconocido. Deliberadamente extraño a sí mismo, en sus diarios de viaje encontramos al Stendhal más esencial y genuino.

EUROPA EXÓTICA, ESPAÑA PARADÓJICA

Lejos de la tentación romántica, hipostasiada en la inmersión en el exotismo, Stendhal no viaja para perderse en los Mares del Sur o en las cumbres del Tíbet. El oriente de las mil y una noches apenas le interesa, América le da pereza. Para él la aventura requiere un cierto raccord con su propia cultura y, en este sentido, Europa resume para él la quintaesencia de lo maravilloso. En 1820, tras visitar Berlín, Viena y Moscú, y a la salida de su enésima representación de las obras de Shakespeare en Londres, se pregunta qué más puede interesarle. Ya había estado en España con las tropas de Napoleón. Devoto bonapartista, chovinista sin saberlo, deja unas palabras para la historia: “Aquella guerra sublime contra Napoleón pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de los demás pueblos de Europa, …y les asignará un segundo lugar después de los franceses”.

Regresa en 1838. Los tiempos han cambiado, pero él sigue siendo idéntico a sí mismo. Lejos de caer en la tentación estupefaciente de tantos ilustres compatriotas, como Gauthier o Merimée, tan fascinados por el arabismo misterioso que llegaron a afirmar que la catedral de Barcelona había sido en tiempos una mezquita árabe, Stendhal redescubre España como el “país de lo imprevisto” –“¿qué país merece más la mirada de un hombre sensible?”-, no precisamente por ese pintoresquismo romántico del que huía como de la peste, sino a cuenta de los muchos cambios que advierte en el país y en sus gentes: “Todo está cambiando en España, el progreso avanza. El miriñaque ha desplazado a las viejas sayas, en lugar de bandoleros y guitarras la industria avanza al compás de los ferrocarriles”.

Eso no le impide sentenciar que Madrid se le antoja “una inmensa oficina”, mientras se reserva su predilección para Barcelona: “delicioso placer de ver lo que nunca había visto”. Pero añade un apunte que parece escrito ayer mismo: «En Barcelona predican la virtud más pura, el beneficio general y a la vez quieren tener un privilegio: una contradicción divertida. Los catalanes piden que todo español que hace uso de telas de algodón pague cuatro francos al año, por el solo hecho de existir Cataluña. Con esta excepción, estas gentes son de fondo republicano y grandes admiradores del Contrato Social. Dicen amar lo que es útil y odiar la injusticia que beneficia a unos pocos. Es decir, están hartos de los privilegios de una clase noble que no tienen, pero quieren seguir disfrutando de los privilegios comerciales que con su influencia lograron extorsionar hace tiempo a la monarquía absoluta. Los catalanes son liberales como el poeta Alfieri, que era conde y detestaba los reyes, pero consideraba sagrados los privilegios de la nobleza.»

Stendhal en estado puro, podríamos decir. O quizá más bien Julian Sorel, el jacobino incombustible, hablando por la pluma de Stendhal –no escribiré que acaso también adelantando las corrosivas agudezas de Josep Plà-. Sea cual sea el registro, ese otro Yo también formaba parte del multiforme yo stendhaliano. Al tiempo que reinventaba la escritura de viajes estaba forjando la literatura moderna en todo lo que tiene de híbrida: cruce de visiones donde el paisaje incluye una mirada que lo mismo puede ser social, económica y hasta política. Lo esencial es la impresión instantánea, la urgencia por registrarlo todo, esa grafomanía adictiva que excluye por igual las retóricas de lo literario y las construcciones demasiado rígidas de lo novelesco. Cuando no tiene pluma escribe a lápiz, si acaso en el tiempo que tardan los postillones en cambiar los caballos de la diligencia. Stendhal, grafómano incurable, siempre tiene prisa por llegar al siguiente descubrimiento. Y el crisol de todos ellos no es otro que la Italia de sus sueños.

EL VIAJE A ITALIA

A comienzos del XIX el viaje a Italia consistía una experiencia obligada para un diletante con aspiraciones culturales: el mito romántico marcaba la ruta. Stendhal se atiene a ella, pero carece de paciencia y hasta de método para sujetarse a lo previsible. Al poco de unas páginas lo que comienza siendo una crónica de un concierto de Cimarosa, acaba derivando en una confesión de los amoríos de los que ha sido testigo en el palco de al lado. No puede evitarlo, su pluma solo se afila en los márgenes del lugar común y de todo lo previsible, en la promesa entrevista en una mirada galante o en una discusión entre dos paisanos a cuanta de cualquier nimiedad, tanto más empáticos cuanto más ridículos.

Los grandes monumentos, el gran arte a la vuelta de cada esquina, le apasionan, sin duda, pero no tanto como frecuentar a las bellas mundanas de cada lugar. ¿Qué nos cuenta de aquella sesión en la Scala? No precisamente la obra que se representaba, sino apuntes como este: “Acudí tres noches seguidas, qué espectáculo tan encantador: cada mujer acude cuando menos con uno de sus amantes”.

De Milán se desplaza a Bolonia: “tiene más carácter, más fuego, más originalidad que la ciudad del Duomo”. ¿Es el mismo Stendhal que hará escribir sobre su tumba en Montparnasse el epitafio “Arrigo Beyle, Milanese”? Por supuesto que sí, pues la contradicción permanente nunca dejó de ser otro de sus tributos.

En Milán, en Bolonia, en Florencia, en Roma, no se pierde las citas obligadas, pero a condición de poder visitarlas solo: “He contemplado las perspectivas de Florencia tantas veces que prefiero caminar sin guía”.

Rendido a sus vagabundeos, Stendhal vive intensamente la noche y todos sus sortilegios. Una suerte de caza de la felicidad siempre con los ojos bien abiertos, pluma en ristre. Escribe como se pasea, y hace de ello toda una propedéutica: “Como verdaderos filósofos, haremos cada día solo aquello que nos apetezca”. Su mirada, sin embargo, sin dejar de ser absolutamente personal, no se sustrae a la tentación de ordenar el paisaje. Roma la ve como un hojaldre de tres capas: La Roma de la Antigüedad, la Roma del Arte y la Roma de los Papas, “con el gobierno y las costumbres que la caracterizan”. Hasta se detiene en contarnos los días que necesitaremos para que la visita sea completa: “En cinco o seis mañanas vuestro cochero os paseará del Coliseo a las salas de Rafael en el Vaticano, del Panteón al taller de Canova. Os aconsejo que seáis vosotros mismos quienes toméis las riendas”.

Él lo hizo de una manera tan completa como arrebatada. Quería conocerlo todo, vivirlo todo, experimentarlo todo. Temiendo sus debilidades, se previene a sí mismo: “Roma es una ciudad tan infinita en todas sus grandezas que puede haceros enfermar. Pretender verlo todo puede abocaros a la locura, pues la saciedad no acaba con la ansiedad volviéndoos incapaces de disfrutar de cada momento”. Antes de inventar el síndrome de Stendhal concibió su antítesis más avanzada: el hastío de la admiración. “Afortunadamente” –escribe-, “también hay una antídoto para eso: perderse por las calles de la ciudad vieja, entre la gente, sus pequeñas cosas y sus conversaciones”. Lástima que no lo recordase cuando visitó Florencia. El antídoto estaba apenas a cuatro pasos de Santa Croce, pero beberse tanta belleza de un solo trago podría provocarle un delirium tremens hasta al David de Miguel Ángel.

EL SINDROME DE STENDHAL

Parte de la culpa la tuvo su ambición por estar a la última. Sus diarios de viajes respondían a un mercado en alza. Una nueva clase social, la burguesía emergente, reclamaba guías detalladas donde se les señalara todo lo que debían visitar para ser considerados cultos, refinados, elegantes. Más que guías al uso, como las de la agencia Cook, Stendhal escribe “récueils de sensations”, compendios de sensaciones, donde intenta abarcarlo todo: lo obligado y lo electivo, lo sustancial y lo personal, lo efímero y lo inmortal. El método le falla por la base, pues el trabajo se le duplica: trasnocha en un café perdido a la sombra de la cúpula de Brunelleschi pero al día siguiente ya queda sin aliento ante el desfile de maravillas de los Ufizzi. Un 27 de enero de 1817 su pasión por Florencia le llevará a un paso de la tumba: “Al fin había llegado a Santa Croce. A la derecha la tumba de Miguel Ángel, un poco más allá la de Alfieri tallada por Canova. Luego la de Maquiavelo, y en frente la de Galileo ¡Qué grandiosa reunión! Me sentí caer en una suerte de éxtasis, absorto en la contemplación de tantas bellezas sublimes. Había llegado a ese punto de emoción donde las sensaciones celestes otorgadas por las bellas artes despiertan los sentimientos más profundos. Al salir de Santa Croce sentí un fuerte latido de mi corazón. Sentí que se me acababa la vida, caminé unos pasos con la sensación de que iba a caer”.

Stendhal acababa de poner nombre a un conjunto de manifestaciones patológicas que, todavía hoy, llevan a decenas de turistas al dispensario de urgencias psiquiátricas del hospital de Santa Maria Nuova. Lo llaman el Síndrome de Stendhal: un trastorno que se manifiesta con una aguda crisis de ansiedad e intensos desequilibrios somáticos provocados por la contemplación de tanta belleza. La terapia recomendada comienza con una buena dosis de ansiolíticos y un billete de vuelta al país de origen. Stendhal hizo justamente lo contrario: tan pronto como recuperó el sentido se sentó en un banco y se puso a leer los versos de Hugo Foscolo, uno de los primeros poetas de la Italia moderna, cuyo culto a los muertos le insufló la energía suficiente para seguir sintiéndose vivo.

En ningún otro de sus libros el autor de La cartuja de Parma dejó una constancia tan fieramente humana de que su corazón no era precisamente de mármol. Pocos días después, a la salida de un baile, anota en su cuaderno: “la belleza suprema no es otra cosa que una promesa de felicidad”. Y en pos de esa promesa siguió entregado a su errancia –“me oculto cuidadosamente de los ministros, esos eunucos que están en cólera permanente contra los libertinos”-. Su mundo era el suyo, libérrimo y caótico, una conquista cotidiana del azar a la caza de un milagro, sin más ambición que seguir viajando, de país en país, de mujer en mujer, de pasión en pasión, sin más ambición que ser obstinadamente uno mismo.

“Pues no hay nada que me produzca más placer que viajar. Y, en cuanto a todo lo demás”, escribe como si se dirigiera a cada uno de nosotros, “¿quién sabe si el mundo durará tres semanas?”. Toda una declaración de principios, la de un diletante exquisito, más liberal que libertino, cosmopolita por elección, para quien la belleza y la felicidad siempre fueron sinónimos de una mirada fieramente personal, pero siempre en tránsito.

 

ISIS, EL CALIFATO DEL APOCALIPSIS’

Pese a que el color del Islam es el verde ellos enarbolan banderas negras, la enseña de guerra del Profeta, la que señalará el advenimiento del Mahdi en la Batalla Final, y visten uniformes negros, los del cuarto caballo del Apocalipsis. El Corán también tiene el suyo, sus hadit cifran claves escatológicas que apuntan a la Consumación de los Tiempos. Los muyahidines del Califato Islámico se aplican a cumplirlas a sangre y fuego, pues se consideran heraldos de un inminente Fin del Mundo.

UNA UTOPÍA REGRESIVA

Tanto bajo su acrónimo árabe –Daesh-, o en su versión occidental –Islamic State of Irak and Siria-, el nombre de Isis nunca se pronuncia en vano. No hablamos de un movimiento de liberación tercermundista ni de una revolución árabe más, nada tiene que ver con la que llevó al poder a Jomeini, ni con la que practican Al Qaeda o Hamás. Para ellos el chiísmo o el alauismo suponen apostasías merecedoras de las mismas decapitaciones que practicaron sobre el periodista estadounidense James Foley o el cooperante británico Alan Henning. Su lectura del Corán es tan literal como estricta, cualquier innovación doctrinal supone negar su perfección original. Su mesianismo augura la parusía del duodécimo imán, el Imán Oculto, cuya misión soteriológica se completará con el advenimiento de un Anticristo Tuerto (Al-Dajjal) y un Redentor (Al-Mahdi), que coincidirán con la segunda venida de Cristo (Isa) sobre la Tierra.

La aparición de La Bestia será la señal. El campo de batalla, un Armagedón coránico que ahogará de sangre la ciudad de Dabiq, cerca de Alepo, en Siria, donde se enfrentarán los ejércitos de la Nueva Roma y los del Último Califato. Más allá de todo el horror que puedan inspirarnos, los iluminados del Estado Islámico son verdaderos creyentes que predican vía Internet un concepto medieval de la Yihad en aras de una utopía regresiva: hacer retroceder la civilización actual al siglo VII y culminar la llegada del Apocalipsis. La suya no es otra que una guerra cósmica en nombre del Islam.

PLAYOFFS SOBRE UN ARSENAL ATÓMICO

Sea a cuenta de la toma de ciudades tan significativas como Nínive, Bosrah o Palmira, o del marketing viral que retransmite sus atroces performances, por más que se habla de él a diario en los medios de comunicación, apenas sabemos nada acerca del Estado Islámico. Con una frivolidad impropia de su relevancia, Barack Obama declaraba hace un mes a The New Yorker: “Si un equipo filial se pone la camiseta de los Lakers, eso no le convierte en Kobe Bryant”. Para él los Lakers del terror islámico son Al Qaeda, y Kobe Bryant, Osama bin Laden. El presidente se equivoca. Esto no es la final de la NBA, pero los playoffs del Daesh pueden acabar jugándose sobre un arsenal atómico. Sin duda, el error más grave pasa por intentar entenderlo desde conceptos y maneras de pensar propias de Occidente.

Para nosotros la religión es un capítulo de la existencia reservado al ámbito de las creencias privadas. Ellos la viven como un absoluto, poseídos de una formidable fuerza de fe que les lleva indistintamente a la guerra como a la inmolación. Se consideran personajes centrales del guión de Dios a partir de una interpretación literal del Corán según la cual hemos entrado en el periodo escatológico que precederá al Apocalipsis. En su credo la palabra Al-Din –la enseñanza sagrada-, se entrelaza con otra, Al-Dunia, que se traduce como el Mundo de las Postrimerías. Casi las mismas letras, apenas permutadas sus vocales. Tan cerca una de otra como la Consumación de los Tiempos. En los hadit del Profeta se afirma que “Su Misión y la Última Hora están tan cerca como el dedo medio y el dedo índice” (1). Cuando alza su mano Abubaker Al-Bagdadi, el líder del Califato Islámico, sabe dónde apunta.

Sus objetivos capitales pasan por la destrucción de la Asiria bíblica –un territorio que comprendería Babilonia y Mesopotamia-, sin importarles que sus habitantes sean musulmanes, pues los consideran apóstatas. También el arrasamiento de Turquía, entendida como el lugar donde impera la Bestia –concretamente en la ciudad de Pérgamo, cuyo altar, no por nada hoy en Berlín, fue uno de los tesoros más codiciados del III Reich-. Y finalmente, una batalla final contra los ejércitos de la Nueva Roma, en Dabiq, para la que les resulta imprescindible que EE.UU. despliegue sus tropas sobre el terreno. Cada una de sus sanguinarias ejecuciones transmitida urbi et orbe implica una provocación evidente: aguijonear a la Casa Blanca para desencadenar el Apocalipsis. Dabiq supondrá el Holocausto de los infieles.

Sabemos lo que nos dicen a nosotros: “Conquistaremos vuestra Roma, romperemos vuestras cruces y esclavizaremos a vuestras mujeres”. No resultan más halagüeñas las amenazas que vierten sobre sus correligionarios extraviados: “Caiga la desgracia sobre los Árabes del Mal, pues entre ellos y el Mahdi no cabrá más que el filo de la Espada.” (2)

AL-DUNIA, LA HORA DE LA PRUEBA

Antes de su presidencia, cuando era un discreto senador del partido Demócrata, Barack Obama visitó por primera vez Jerusalén la noche del 9 de enero de 2006. El 9 de Zu Al-Hijja, según el calendario musulmán. Se trataba del mismo día en que, sobre el monte Arafat, cerca de la Meca, le fue revelada al Profeta la conjunción en que se produciría, trece siglos adelante, la apertura de la Al-Dunia, la Hora de la Prueba, el tiempo previo a la eclosión de las Postrimerías. Seis meses después, siempre dentro de ese mismo año, nacía al norte de Irak el Dawla-Al-Islamiya, una rama del sunismo salafista –de Salaf al Salih, los devotos antepasados-, que sería el embrión del Estado Islámico, en principio auspiciado por Al Qaeda.

Todo eso sucedía mientras un oscuro doctor en teología islámica cumplía una condena de dos años en Camp Bucca. Entonces se llamaba Ibrahim Awwad Al-Badri. Pero ocho años después, el 5 de julio de 2014, cuando subió al púlpito de la mezquita de Mosul para proclamarse como el Último Califa Verdadero, eligió el nombre de guerra de Abubaker Al-Bagdadi, el honor al primer califa del Islam -el suegro de Mahoma-, declaró infieles a los chiítas y rompió sus vínculos con Al Qaeda. Hoy la revista Time lo considera el hombre más peligroso del mundo y tiene sus razones: en apenas dos años de Yihad controla un territorio más grande que el Reino Unido, con más de ocho millones de personas bajo su mando, sus llamamientos a través de la Red no dejan de captar a centenares de hombres y mujeres que desde todos los puntos de Europa ponen rumbo hacia el Califato –solo con billete de ida-, sus franquicias se multiplican por todos los países del sur del Mediterráneo, codicia por igual el arsenal atómico de Pakistán como las plantas enriquecedoras de uranio de Irán, y hasta se comienza a hablar de células del Califato implantadas en México (3) , a las puertas de EE.UU.

Debe ser por eso que según un sondeo reciente de la CNN, el 59% de los norteamericanos creen firmemente estar viviendo los umbrales del Fin de los Tiempos, mientras el Washington Post habla del “Nacimiento de una Edad del Apocalipsis”.

EL TERCER SELLO

Para el Apocalipsis coránico resulta prescriptivo que el Último Mahdi posea un territorio, un Califato homologable al primero, regido por una aplicación estricta de la Sharia, la ley islámica. El mismo Osama bin Laden consideraba su actividad terrorista como el preámbulo de ese Califato escatológico que no esperaba ver en vida. En clave soteriológica, tanto él como Al Qaeda, diseñada como una organización terrorista convencional, ubicua pero no ligada a un territorio concreto, simbolizarían el Caballo Bermejo, aquel que según el texto de Juan aparecería tras la apertura del Segundo Sello –“Le fue dado el poder de quitar de la Tierra la Paz, y se le dio una gran espada (Ap. 6:3-4)-.

El siguiente caballo, el del Tercer Sello, será tan negro como los colores emblemáticos de los yihadistas de Al-Bagdadi, y quien lo monte llevará “una balanza en la mano, donde pesará dos libras de trigo por un denario” (Ap. 6:5-6). ¿A qué alude esta balanza? Sin duda a algo que se puede pesar en bienes contantes y sonantes –trigo y denarios-, lo que bien admite traducirse por una alegoría de la economía mundial.

El Caballo Bermejo derribó las Torres Gemelas del WTC, el Negro tiene el color del petróleo. No parece accidental que la primera gran conquista del Califato fuera la ciudad de Mosul, la antigua Nínive de los asirios, donde se encuentra la tumba del profeta Jonás, que no vacilaron en destruir, pero también el punto nodal del oleoducto Kirkuk-Haifa, el más relevante de Oriente Medio.

Con petróleo se financia el Estado Islámico, por el petróleo se desencadenaron las guerras del Golfo, y el oro negro puede ser el desencadenante de una nueva Recesión global -¿de magnitudes apocalípticas?-.

U.S. ARMY, MILITIA CHRISTI

Según El Corán, la codicia es el emblema de Al-Dajjal, el Anticristo que los ulemas del Califato encarnan en el presidente de los EE.UU., casualmente de raza negra. De su destrucción, paralela a la de los hebreos, dependerá la aparición del mesías islámico, el Mahdi. El Imán Oculto tiene ya escritas las palabras que habrá de pronunciar: “La Hora Suprema no llegará hasta que se produzca una batalla final entre dos ejércitos que predicarán la misma cosa” (4). ¿De qué estamos hablando?

Herbert Röttgen es un prestigioso investigador de las religiones que suele firmar sus libros con un seudónimo muy elocuente: Víctor Trimondi –¿Victoria sobre los Tres Mundos?-. En su último ensayo –“Guerra de religiones, la fe y el terror en los signos del Apocalipsis” (5)-, va un paso más allá de las teorías de Fukuyama sobre el Fin de la Historia, las concilia con las tesis de Samuel Huntington sobre el Choque de Civilizaciones, y habla directamente de la emergencia de un “mesianismo militante”, en las tres religiones monoteístas. La progresiva autoidentificación de la US Army como una nueva Militia Christi, las legitimaciones bíblicas esgrimidas por los sionistas del Likud tendentes a la creación de un Gran Israel, desde el Nilo al Eufrates, comparten una misma “matriz apocalíptica” con los muyahidines del Califato.

La ecúmene mundial y cualquier forma de diálogo político o interreligioso no tendrán efecto alguno si el mainstream que sustenta las tres grandes creencias globales no pone en cuestión los contenidos destructores de sus escrituras apocalípticas y mesiánicas.

Muy lejos de todo eso, la multiplicación de los focos de conflicto parece conducir hacia una escalada bélica cruzada con una self-fullfilling prophecy. Una profecía autocumplida, un delirio apocalíptico que comportaría la inversión del milenio americano en su peor pesadilla.

LOS DIEZ SIGNOS MAYORES

En los Malahim, los relatos de naturaleza escatológica de la tradición musulmana, sus exégetas distinguen entre los Signos Menores -(Alamat Sugrah)-, y los Signos Mayores –(Alamat Kubrah)-, que precederán a la Hora de la Prueba. Entre los sesenta menores destacan señales tales como la guerra entre las naciones musulmanas -¿Primavera Árabe?- pero también el hecho de que “la sierva dominará a la madre” -¿preeminencia de Occidente sobre Oriente?-, o la “construcción de casas cada vez más altas por los pastores” –¿el skyline de Manhattan?-.

Los mayores no resultan menos inquietantes. El hadit 6.931 cuenta cómo el Profeta sorprende a un grupo de fieles preguntándose cuándo será la Hora. Mahoma responde: “Sucederá cuando veáis Diez Signos: la Gran Confusión y el Djaal (El Anticristo), la Bestia y el Falso Profeta, alzarse el sol por donde se pone, el descenso de Jesús, hijo de María, la aparición de Gog y Magog, y tres grandes seísmos: uno en Oriente, otro en Occidente y el último en la Península arábiga. Finalmente, un Gran Fuego surgirá de Yemen y será el comienzo del fin”.

De los seísmos económico-políticos que afligen a Occidente y a Oriente ya está todo dicho. Pero, mientras escribo estas líneas, las casas torre de Sanáa, patrimonio de la humanidad, se derrumban bajo los bombardeos de la aviación saudí. Como la Nigeria de Boko-Haram, la Somalia de Al-Shabah, o el Túnez de los salafistas, Yemen, por medio de las milicias Huthi, configura un nuevo frente de batalla para el Califato que, entre tanto, no deja de desafiar a EE.UU. como a Siria, Jordania, Arabia Saudita o Irán.

AL-ANDALUS, PUERTA DE EUROPA

Tanto como librar una guerra apocalíptica, expandir el territorio es un deber esencial del Califa. Para el Estado Islámico las fronteras son anatema: en su credo no cabe más que una sola nación, hacer ondear el estandarte del Islam sobre los cinco continentes.

Esto se traduce en su fanática voluntad de que las huestes del Profeta vuelvan a Europa vencedoras, después de haber sido expulsadas dos veces. “¿Qué ciudad será la primera en ser conquistada?” –preguntaba recientemente un periodista de The Observer al jeque Qaradawi, una de las voces más influyentes del Islam suní-. La respuesta no pudo ser más perturbadora: “Volveremos a la ciudad de Heracles, y la otra ciudad, Romiyya –Roma-, también será nuestra”.

El periodista apenas acertó una clave, y solo a medias: identificó la nueva Roma con Manhattan, algo relativamente plausible, aunque el propio Al-Bagdadi no se cansa de repetir que hará ondear sus estandartes sobre la cúpula de San Pedro. Se equivocó, clamorosamente, al ubicar la ciudad de Heracles en Estambul. ¿Qué confín de Europa se precia de alzar las columnas de Hércules, cuál lo muestra en su bandera autonómica, verde y blanca? Los estrategas del Daesh tienen a Al-Andalus en su punto de mira.

EL BAUTISMO DE FUEGO

La conquista del reino visigodo a cuenta de los bereberes de Tariq Benzema ibn Ziyad –El Golpeador-, fue un proceso sorprendentemente rápido. En apenas quince años llegaron a ocupar buena parte de la Península. Una conquista tan fulgurante sólo puede explicarse desde la complicidad o la anuencia de los territorios ocupados. Sucede algo semejante con la expansión del Califato de los Últimos Días. Miles de musulmanes sunitas de Siria, Jordania, Somalia, Arabia e Irak se suman a los salafistas de Marruecos, Libia y Argelia con la misma euforia fanatizada que lleva a centenares de europeos a dejar atrás todas las comodidades de una vida a la sombra de la Tour Eiffel, el Bundesbank o el Big Ben, a cambio de retrotraer sus campanadas a la fe de los primeros seguidores del Profeta.

Las mujeres aceptan someterse a la dura regla de la Sharia que consideran un modelo de comportamiento, así en el vestir como en su vida familiar, a veces en condiciones de semiesclavitud. Los hombres no cesan de salmodiar suras coránicas mientras alzan sus AK-47, con tanta hambre de matar como de morir para ascender al séptimo cielo de la Yanna –el Paraíso musulmán-, donde moran los profetas y los mártires. Allá les servirán las huru ein, las doncellas creadas en la perfección que deparan “un placer cientos de veces mayor que el terrenal”.

Así como Abd Al-Rhaman hizo de Córdoba un califato independiente, separándose la tutela de Bagdad, las huestes de Al-Bagdadi aspiran a conquistar los dos extremos del Arco Islámico, incluso a “liberar” La Meca, pues también será aquí donde se manifestará la Bestia de los últimos días, concretamente sobre una de sus colinas, la de Safa. Además de una Guerra Santa, la suya es una conflagración ecuménica propia de una mentalidad medieval que aplican sin fisuras en el presente.

Las excomuniones de musulmanes herejes –tafkir-, las decapitaciones, las crucifixiones, concuerdan con el modelo de las guerras de religión que vivió Europa en el tiempo de los anabaptistas. También los “verdaderos creyentes” del Daesh aspiran a construir una sociedad nueva y a un Nuevo Bautismo en la fe del Corán. El bautismo de fuego que precederá al Cierre de los Tiempos. Los telepredicadores de Iqraa TV –la cadena sunita de El Cairo-, no se equivocan cuando afirman que el Califato no es una mera entidad política sino, fundamentalmente, un “Vehículo de Salvación”.

ISIS PACTA CON ISA

Presunto descendiente de la tribu del Profeta –quarish-, condición indispensable para ser califa, Al-Bagdadi, es plenamente consciente de los genocidios que implementa. Ha retrocedido al primer Islam y reproduce al pie de la letra sus normas bélicas, sin cuidarse de garantizar su supervivencia, decidido a la inmolación, pues se considera un demiurgo del inminente Fin del Mundo.

Las señales comenzaron a producirse durante la ocupación estadounidense de Irak –“el sol que sale por donde se pone”, según la profecía: la ascensión del imperio americano de Occidente-. Fue entonces, precisamente en 2006 –fecha de la creación del Daesh-, cuando irrumpió en la república vecina, Irán, un oscuro ayatolá, Hossein Kazemenyi, que predicaba la separación entre política y religión, es decir, la apostasía suprema. Kazemenyi tenía una particularidad física que lo hacía acreedor de los títulos del Anticristo coránico (Al-Dajjal): era tuerto. “Vosotros debéis saber que el Falso Profeta es tuerto” –dicen los hadit-, “pero Alá no lo es”.

La segunda señal nos lleva a descodificar el nombre del presidente de los Estados Unidos. Pocos saben que Barak o Buraq es un nombre islámico, que se traduce como Rayo, el nombre del caballo de Mahoma. Y concuerda con el primer caballo del Apocalipsis, el Blanco. Según la escatología coránica, el siguiente paso lleva a la emergencia de un Mahdi –Al Bagdadi-, y a la segunda venida de Cristo. Cristo en el Islam es conocido como el profeta Isa. También él juega un papel decisivo en esta historia.

Ya hemos apuntado que la batalla final se producirá en la ciudad siria de Dabiq. Casualmente, es el mismo nombre de la revista de propaganda que difunde las ideas de Isis desde Londres (6) en cinco idiomas y en alta definición. Ya no es noticia afirmar que, pese a su genealogía medieval, el Estado Islámico se sirve de las más avanzadas tecnologías de la comunicación configurando una suerte de Cibercalifato paralelo, tanto más poderoso que el analógico. Lo sorprendente es que, según la profecía, su victoria dependerá de que Isa –Cristo-, venza a Dajjal –el Anticristo-, erigiéndose, en su rango de profeta coránico, en el restaurador de un “Islam de Justicia” en el mundo entero.

HACIA LA BATALLA FINAL

Por más visionarios que nos parezcan, Isis no oculta sus planes. Los difunde de una manera explícita por Facebook y YouTube, a través de sus masacres en vivo y en directo. El pasado junio, apenas inaugurado el Ramadán que conmemoraba la creación del Califato, cuando el yihadista francés Yassin Salhi decapitó a su jefe en la central gasística de Isére y se hizo un selfie junto a su cabeza cortada, operaba dentro de la misma lógica macabra que sancionó la decapitación del estadounidense Peter Kassig un año atrás -esta acompañándola de un desafío al presidente Obama en un inglés genuinamente british-, o al video donde se quemaba vivo, dentro de una jaula, al piloto jordano Muath al-Kasabeh. Si Jordania les declaró la guerra a cuenta de ese crimen, EE.UU. tarde o temprano tendrá que decidirse a una nueva ocupación terrestre de Irak. La proclamación de una Cruzada –en muchos de sus comunicados siguen llamando “cruzados” a los más de cinco mil asesores que el Pentágono mantiene en Bagdad-, seguida de una nueva operación Tormenta del Desierto, ayudaría a reclutar miles de nuevos yihadistas en todo el mundo. Desencadenar la Guerra Total es un deber esencial del Califa, pero también un arma de doble filo: porque si es derrotado y pierde el territorio, este dejará de ser un Califato y la Profecía quedará nuevamente postergada.

EL CABALLO PÁLIDO

El fundamentalismo mesiánico de Isis supone su mejor arma de destrucción masiva, pero también su talón de Aquiles. Por más que el credo sunita englobe a cerca del 90% de los musulmanes del mundo, repudiar al 10% restante equivale a condenar a muerte a doscientos millones de creyentes. No serán pocos los que se pregunten quién es el verdadero Anticristo y quién su Mahdi. Pues el mismo Profeta ha dicho: “Su Paraíso será un Infierno, y su Infierno un Paraíso” (7).

Pero El Corán también valida un viejo mito bíblico según el cual “la emergencia de Gog y Magog devastará Oriente” (8). Algo que corrobora Zacarías al recordarnos la simbología sísmico-política de Jerusalén: “El Eterno aparecerá y combatirá a las naciones. Sus pies se posarán sobre el Monte de los Olivos y este se partirá por la mitad, cayendo una parte sobre Oriente y la otra sobre Occidente” (Zac. 14:3-4)

De toda esta historia para no dormir solo nos cabe la certeza de que millares de musulmanes se han entregado a un escenario milenarista fundado en una teocracia expansiva y abocado a la dominación mundial por parte del Islam. Si hemos entrado en los Tiempos Proféticos ya solo nos queda por mentar al cuarto caballo, el Caballo Pálido, cuyo jinete se llama Muerte, “…y el Hades lo seguía”.

“Dios me ha enviado con una espada para preparar la Hora del Juicio” –dice Mahoma en El Corán-. La espada ha sido desenvainada, los caballos galopan desbocados, hasta la Biblia contempla el ascenso del Islam durante la Edad de las Tinieblas. Todos tenemos la sensación de que se multiplican los signos de una cuenta atrás. Por más que este panorama apocalíptico nos parezca delirante, Occidente no debería permitirse ignorarlo por más tiempo. El choque de civilizaciones vaticinado por Huntingon puede derivar en el fin de la civilización tal como la conocemos. Tal vez en el estricto Fin del Mundo.

 

Álvaro Bermejo –Madrid – 18 de Junio de 2015

EL IMÁN OCULTO

Así como los cristianos esperan la segunda venida de Cristo y los judíos la del Mesías, los musulmanes aguardan a su duodécimo Imán. Las tres creencias sostienen que regresará al final de la historia –en un tiempo de caos y confusión-, pero solo el Ungido por Alá demanda un camino violento para redimir al mundo. Según sus ulemas permanece oculto en una cueva de La Meca, a la espera del Día del Juicio, aunque otros sostienen que saldrá del pozo de la mezquita de Jamkaran, en Irán. Cuando se manifieste, conquistará el Medio Oriente, destruirá Jerusalén, y finalmente establecerá la sede de un Califato Mundial en Irak. Si Al-Bagdadi cree fervientemente en la profecía, no resulta menos inquietante que los ayatolas iraníes sostengan haber “firmado un contrato” con el Imán Oculto, cuya escatología se cifra en su progresiva capacidad nuclear

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EL PAPA EN EL PUNTO DE MIRA

En septiembre de 2014 el International Business Times llevaba a portada un titular muy poco rentable: “Un diplomático iraquí advierte que el asesinato del Papa es inminente”. Se trataba de Habib al-Sadr, el embajador iraquí ante el Vaticano, quien, en vísperas de la visita de Francisco a Albania, alertaba de la presencia de veteranos yihadistas de la guerra de Bosnia al servicio del Califato.

El diplomático iraquí afirmaba textualmente que “El Estado Islámico anhela establecer el califato en Roma y erigir sus banderas negras sobre la cúpula de San Pedro”. Lo subrayaba el periódico italiano Il Tempo, bajo otro titular de impacto: “Italia es un trampolín para los muyahidines”, y a renglón seguido desvelaba que entre las filas del Califato se cuentan decenas de estadounidenses, franceses, británicos, “e incluso italianos”, lo que podría facilitar el magnicidio del sumo Pontífice.

Las alarmas volvieron a dispararse en noviembre del mismo año, durante su viaje a Turquía. Pero fue en el transcurso de su visita a Filipinas, en enero de 2015, cuando una célula de la Jemaah Islamiyah intentó asesinar a Francisco con una bomba al paso de su comitiva por la Kalaw Street de Manila. No consiguieron su objetivo, aunque volvieron a intentarlo dos días después, en Leyte. En esta ocasión, fue la tormenta tropical Amang la que impidió activar los explosivos.

Salvado por la Providencia. ¿Pero hasta cuándo?

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