Sarah Sze y la imagen del universo

Por: Marcos Pérez-Sauquillo Muñoz

Como una versión deconstruida de la doble hélice del genoma humano, donde las cadenas de aminoácidos hubieran explosionado en una multitud de objetos cotidianos y banales con la desenvoltura de los signos y constelaciones de Joan Miró: bastoncillos para los oídos, cucharas, cordeles, cables, alambres, contrachapados, tubos de plástico, rocas, agua, sal, plantas, ventiladores, fotografías rasgadas y pequeñas proyecciones… todos orbitando a la manera de ondas-corpúsculo de un singular modelo atómico atravesado por las leyes del caos de un atractor extraño. Impresiones verbalizadas ante la obra de Sarah Sze (Boston, 1969).

Considerada una de las artistas contemporáneas más relevantes de su generación, la estadounidense es una creadora indispensable que sintetiza en sus instalaciones la atomización cultural de la hipermodernidad líquida con una plástica real, de naturaleza bastarda que se sirve de materiales heterogéneos y objetos encontrados para ensamblarlos con riesgo experimental en misteriosos ecosistemas teñidos con la melancolía del experimento fallido o del esfuerzo titánico e inútil, pero que despierta nuestra fascinación por su delicadeza frágil y escala inmersiva, similar a la que experimentaríamos ante un colosal castillo de naipes.

Estas configuraciones revelan un espíritu racional y un afán metódico que hunde sus raíces en el empirismo de pioneros de la ciencia y la astronomía moderna como Nicolás Copérnico, Galileo Galilei y Johannes Kepler. Bajo estas directrices, Sze realiza exploraciones plásticas en torno a conceptos como la apropiación del espacio, el equilibrio y la trascendencia, operando desde una lógica heredera del constructivismo aditivo. No obstante, a pesar de la sensibilidad miniaturista de sus primorosos montajes, la deliberada falta de refinamiento material de los mismos subraya la inmediatez bricoleur de su manufactura intuitiva frente a la búsqueda de la perfección impecable del mecanismo de precisión, el instrumento de medida o el objeto industrial cuyos títulos y referentes podrían hacernos evocar. En el fondo, sus aglomeraciones tienen tanto de caótico y compulsivo como de refinado y compuesto. Pero, ante todo, la obra de Sze no se agota en la depuración del objeto final, sino que ostenta siempre un grado de imperfecta perfección, abierta a la permanente intervención de la artista, que la revisita, modifica y amplia in situ durante la mayoría de sus proyectos para lugares específicos, entendiendo la escultura siempre como un proceso de exploración suspendido. 

Así, en su propuesta para el pabellón estadounidense de la 55ª edición de la Bienal de Venecia (2013), los montajes en cada estancia evocaban conceptos o herramientas que nos sirven para comprender y asentarnos en el universo, bajo títulos genéricos como Planetario, Péndulo, Observatorio, Eclipse… El conjunto de la intervención, bautizado como Triple Point, remitía tanto a la técnica de la triangulación, que define la posición específica de un punto en el espacio a través de sus coordenadas cartesianas, como –y especialmente- a las condiciones ideales termodinámicas en las que los tres estados de una sustancia (sólido, líquido y gaseoso) podrían coexistir en perfecto equilibrio. También sus series de piedras (Stone Series, 2013-2015) subrayan una doble lectura: por un lado, su mera presencia material actúa como mojón que marca simbólicamente el territorio; por otro, sus falsas piedras artesanales se mezclan con otras reales y con patrones impresos generados digitalmente a partir de la superficie de las mismas, en una interacción permanente entre realidades y modelos. Todavía hoy, obras como Twice Twilight y Tracing Fallen Sky, realizadas para la muestra Night into Day (Fondation Cartier pour l’art contemporain, 2020-2021) pueden considerarse como variantes híbridas del observatorio y el péndulo respectivamente, que evolucionan cada vez más hacia la desmaterialización de la imagen virtual proyectada. Aunque también, estas obras pertenecen a una nueva categoría de trabajos, unificados bajo el título común de Timekeeper, que profundizan desde 2015 en la idea de la obra de arte como guardián o reservorio de tiempo; testimonios o cápsulas que nos permiten recuperar el pensamiento y el sentir de otras épocas, momentos y lugares, a la vez que trascender lanzando un mensaje a las generaciones futuras.

Sus permanentes inquietudes sobre el espacio y lo público, sin duda reforzadas por su formación temprana como arquitecta, se remontan a su primera infancia entre planos y maquetas del estudio de su padre, el arquitecto Chia-Ming Sze, nacido en Shanghái pero emigrado y formado en los Estados Unidos, donde continúa ejerciendo principalmente en el Boston natal de Sarah. Desde esta perspectiva, podríamos también leer las obras de su hija, no solo cómo instrumentos, sino también como maquetas; modelos del mundo que evidencian un afán de control y un juego de escalas, a la vez que pivotan entre la atención al detalle del objeto-miniatura y el tamaño ambicioso de sus instalaciones. El observatorio y el péndulo son, en efecto, mecanismos que necesitan de un contenedor espacial. Este interés por crear un lugar aflora bajo enfoques muy diversos en toda una serie de trabajos urbanos, ya sea la intervención en el parque de la High Line o las recientes piezas para la estación 96th Street & 2nd Avenue y el aeropuerto de LaGuardia, todas neoyorquinas. En Still Life with Landscape (Model for a Habitat) (2011-2012), su propuesta para el parque lineal establecido en una antigua plataforma elevada de la red de ferrocarriles de Nueva York, crea un hábitat a escala; una aparente ciudad en miniatura formada por una multitud de cubículos de madera dispuestos sobre una trama de varillas que recuerdan las mallas generativas subyacentes en muchos proyectos arquitectónicos y que, extendiéndose a ambos lados del recorrido peatonal, conforman una nueva infraestructura de nidos, comederos, bebederos y espalderas para la fauna y flora urbanas, un paso más allá en la recolonización del antiguo espacio hostil de la vía férrea. En cambio, Blueprint for a Landscape (2017), partiendo de la sencilla operación decorativa de revestimiento mural de las paredes de la estación del metro, consigue con paneles porcelánicos impresos un diseño envolvente evocador de los complejos flujos y densidades urbanos, partiendo de inspiraciones constructivistas y dinámicas, como el sencillo patrón de unas hojas de papel impulsadas por la bocanada de aire que emana de los túneles al paso de los trenes. Sin embargo, su recientemente inaugurada pieza permanente para el aeropuerto de LaGuardia, Shorter than the Day (2020), reacciona ante el vértigo acelerado y frenético de la vida moderna, creando una pieza reposada; un oasis de calma y contemplación pero que a su vez, en consonancia con el espacio de tránsito en el que se emplaza, evoca la fugacidad y el paso del tiempo, materializado en una suerte de cuerpo esferoidal hueco y suspendido que sirve de soporte a cientos de instantáneas que muestran la evolución del cielo cambiante de Nueva York en un día cualquiera. Así, la obra deviene una suerte de observatorio-memento mori, bajo la advocación de un fragmento del Como no pude detenerme ante la muerte de Emily Dickinson, que reza «(…) Pasamos la puesta de sol- O más bien- Ella nos pasó a nosotros-(…) Desde entonces – son siglos – y aun así se sienten más breves que el día (…)». 

Siempre en ese territorio fértil que difumina los límites entre disciplinas, sus referentes plásticos son también múltiples y ricos. Podríamos partir de la sintaxis formal y combinatoria del suprematismo pictórico de Malévich enriquecida con la vitalidad minimalista y urbana latente en las últimas obras neoyorquinas de Piet Mondrian, como Broadway Boogie-Woogie (1942-1943). El salto al espacio de sus aéreas estructuras de varillas, arriesgados vuelos y despliegues arremolinados parecen bendecidos por el hálito de Aleksander Calder y sus móviles, a la vez que remitirnos directamente a clásicos utópicos del ya mencionado constructivismo ruso, como la Tribuna de Lenin (1920) de El Lissitzky, el Monumento a la III Internacional (1921) de Vladimir Tatlin o los diseños de Iakov Chernikhov. Pero, su profusión formal y el desvanecimiento descoyuntado de las formas en el espacio nos llevan más allá, hasta herederas directas de aquellos, como el grafismo de los primeros proyectos de la deconstructivista iraní Zaha Hadid, como Victoria City Areal (1988). Sin duda, resulta fácil encontrar similitudes con el imaginario de Constant Nieuwenhuis en los primeros sesenta, tanto en su obra escultórica de Nebulosas Mecánicas o estudios de sectores para el Urbanismo Unitario situacionista y la Nueva Babilonia, como en su obra gráfica de construcciones y laberintos de escaleras, fáciles de rastrear en piezas de Sze como Second Means of Egress (Orange) (2004) o The art of losing (2004). Entre sus coetáneos, podríamos encontrar afinidades tanto en los murales de desechos de los años ochenta de Tony Cragg, como en los Equilibrios (1984-86) precarios y sorprendentes de los primeros Fischli & Weiss y las extensiones caóticas de su malogrado compatriota Jason Rhoades, si bien de un modo menos lúdico y provocador. 

En el fondo, las obras de Sarah Sze son esperanzadoras pues, a pesar del rigor pseudocientífico, reivindican y alumbran la verdad inconmensurable y espiritual del arte: esa búsqueda a tientas por destilar algo valioso. Aún inmersos en la vorágine de nuestras sociedades saturadas de información, es posible bucear en los restos del naufragio y recomponer con las cosas más nimias el retrato de lo que realmente somos.

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