La presencia de la fealdad física siempre se ha relacionado en el arte con la fealdad moral; lo monstruoso se relaciona con el mal. Por eso, durante la posguerra, el expresionismo surge y toma un gran auge; si el arte es capaz de encarnar la realidad toda, entonces resulta imprescindible que también atienda, no solo a la guerra, la violencia, la tortura y demás ingredientes negativos y desagradables de esa realidad circundante, sino también a nuestras emociones más internas y oscuras.
Manuel Azcuy (1982) apuesta precisamente por esa mirada a lo que no queremos mirar y que habita en nuestro interior. Su obra ha sido relacionada —incluso por el propio autor— con el movimiento expresionista; no obstante a eso hay otras herencias en ella que no están a simple vista, pero que nos ayudarán a desentrañarla. Si queremos encontrar las claves adecuadas para decodificar esta compleja pintura, debemos ir más allá de su semejanza con el expresionismo. Tales asociaciones son, aunque ciertas, muy epidérmicas, Azcuy aplica trucos mucho más antiguos y seductores que los típicos de este movimiento.
Una mirada que se centre en la realización, más que en la representación, descubrirá en esta obra puntos en común con el tenebrismo, no solo por las tonalidades sepias o azuladas que utiliza, también porque el artista ejecuta —o parece ejecutar— ese efecto pos-claro en el que la iluminación es rescatada de la oscuridad retirando parte de la pintura superpuesta a la textura previamente empastada, logrando que las figuras parezcan tener una iluminación propia. La frotación del pincel seco sobre el relieve de la pintura ya seca (seguramente blanca, pues el blanco tiene la cualidad de refractar la luz), el uso del sfumato, las degradaciones de color… son recursos mucho más antiguos que el expresionismo de Bacon o el surrealismo de Dalí.
Más cercanos al surrealismo gótico de Zdzisław Beksiński, los cuadros de Azcuy se caracterizan por lo lúgubre de sus personajes; a menudo se trata de rostros sombríos y diabólicos, intervenidos por elementos cilíndricos y punzantes que parecen causar dolor. Son cuadros hermosos, precisamente porque son capaces de extraer belleza del horror —que es lo que hace Tim Burton en gran parte de su filmografía—. Pero la estetización del horror es también algo mucho más antiguo que la subcultura gótica, quizás podamos acercarnos a sus orígenes en la pintura de Jheronimus Bosch (El Bosco) o en la de Pieter Brueghel el Viejo.
La sublimación de lo trágico está presente en su pintura y es precisamente eso lo que aporta profundidad a su labor, porque más allá de la viril y majestuosa ejecución estamos en presencia de una obra que indaga en los más oscuros sentimientos humanos. Lidiar con el dolor, ser conscientes de la cercana e innegable presencia de la muerte, el miedo a la vejez, provocan en cada mortal pensamientos aterradores; el solo hecho de aceptar la finitud de la vida es algo que toma tiempo naturalizar.
Lo grotesco, desde Goya, ha sido un instrumento de crítica social. Lo chocante siempre molesta al poder, si no fuese así Antonia Eiriz y Umberto Peña no hubiesen sufrido aquella amarga censura. El trasfondo, querámoslo o no, se transforma en político. Es una pintura que interpela, que inquieta y transmite una incomodidad que deriva en la crítica social, en la canalización de una rabia. La pintura de Azcuy es osada e irreverente.
Cuando el artista declara: «Con mis pinturas mi intención es reflejar de manera subjetiva los sentimientos y emociones del hombre», nos hace conscientes de que lo monstruoso que pueda haber en sus personajes, no es otra cosa que nuestra constante ira, nuestro malestar diario, ese grito que se ahoga en nuestro interior a cada paso que damos, ese que está presente en las congestiones del tránsito, en las cafeterías cuando demora el servicio y andamos con prisa, en cada situación estresante de la vida cotidiana. «Trato de capturar la vulnerabilidad y la debilidad del cuerpo humano» —manifiesta el artista—, y esa vulnerabilidad es incurable, no la salva ningún beneficio material, no se erradica con emigrar a un país desarrollado, no la calma ningún fármaco, no se va bajo ninguna circunstancia. Nuestra existencia es lo suficientemente compleja como para prescindir de la angustia.
¿Qué hacer entonces ante esta condición humana? Manuel Azcuy encuentra la cura en su propia producción artística, le da salida a los monstruos interiores en el lienzo, se desintoxica precisamente al dar forma a estos personajes de manos desolladas y aspecto grotesco. Su pintura es su exorcismo, su liberación, la superación de su angustia y su contribución a superar la nuestra. Es una obra curativa, porque expulsa lo no deseado al terreno de la fantasía. •
vamos a conectar