Algunos pretendían en el pasado, y continúan pensándolo en el presente, que conceptos como belleza y arte eran más que sinónimos y homólogos. Nada más lejos de la realidad y eso es porque a partir de entonces empezaron a arbitrarse otras definiciones –no hace falta referirnos a que actualmente esta concepción está considerada como alucinación de los tiempos en que los contextos pasados eran demasiado fijos y canonizados-, como la de Benedetto Croce, por ejemplo, que instituía el arte como fruto de la intuición y el lirismo.
¿La belleza nace de un ideal clásico, de una idealización de la figura del hombre, a la que aspiraban filósofos, estetas, artistas, políticos, pensadores, etc.? Nada más cierto y nada más falso. A lo que se postulaba como utopía le faltaba sincronía y una verdad sin aspavientos de relatividad.
Entendámonos, el arte no es sólo una actividad intelectual, sino también una acción instintiva, organizativa, geométrica, simbólica, visionaria, misteriosa, etc. Y también delirante, monstruosa, desesperada y artificiosa. Desde el primitivismo hasta el gótico, desde el bizantino hasta el escandinavo o celta, desde el chino al persa o al de Oriente, la plástica no es una mera mímesis en que lo bello prime, sino una representación que aparece dictada por la voluntad de crear una nueva forma por parte del artista,acompañando o no a su propia época, adelantándose a ella o situándose dentro de un ámbito que comienza y acaba con él o marca una trayectoria independiente.
Belleza, entonces, ¿para qué? ¿Quizás para seguir engañándonos? Si es necesario, sea, pero que lo sepamos, no nos andemos de rama en rama y acabemos pegándonosla. •
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