Tiempo de lectura
I
En una página, como en un lienzo en blanco, está toda la historia de la literatura, el pensamiento y el arte; desentrañarla, quizás sea la más ardua de las tareas, si se es honesto. Pero si en una página en blanco está toda la historia de la humanidad, desconocerla, acarreará un malentendido profundo que nada tiene que ver con las potencias sustanciales que subyacen en toda ficción.
El discurso de la postmodernidad maquetó como normatividad una suerte de reciclaje y apropiación acrítica que pretendía una perspectiva conciliadora más cercana a los consensos y a las militancias ideológicas que ha desembocado en lo que Byung-Chul Han ha llamado «el totalitarismo de lo idéntico», cuyo correlato transita de lo disciplinario como sociedad del control [Foucault] a lo que el propio autor surcoreano denomina «sociedad del rendimiento», una sociedad donde el «inconsciente social y colectivo», prevalece sobre la tradición, la herencia simbólica y conceptual. Y aunque la página, como el lienzo o la partitura en blanco, pueden ser el soporte para cualquier cosa, deben ser, sobre todo, un ejercicio de pensamiento que intente poner en cuestión la enfermiza fascinación que rodea hoy cualquier ejercicio de creación.
Martin Heidegger decía que pensar es trabajar, es decir, el pensamiento es un oficio manual, un ejercicio que se ejecuta con las manos y que se traduce y se hace evidente a través de las palabras. La escritura a mano —apuntaba— se acerca al dominio esencial de las palabras; es, si así se quiere, una pulsión que abarca todo el cuerpo.
La argumentación de Heidegger es casi premonitoria, sobre todo si pensamos en el manejo lúdico de la experiencia contemporánea, donde todo —o casi todo— es instantáneo, perecedero y ausente de identidad.
Quizás cierta literatura, como cierta producción en los campos de las artes visuales, por la propia arquitectura intemporal de la página en blanco, no ha sido aún subyugada por la dictadura de los algoritmos que rigen hoy el universo de la esfera pública desde el poder simbólico que emana de las redes sociales.
La fuerza de la página en blanco es una epifanía en la mente de un creador, pero, sobre todo, es una intensidad que trastorna al pensamiento, pero también es un dispositivo que encara a los falsos ídolos y pone en perspectiva la decadencia, la incivilidad, la falta de disciplina, la incapacidad de reconocer lo inútil, el sentido de la dispersión y la ausencia de una relación integral con el lenguaje y con la escritura. Orlando Luis Pardo Lazo, habla de sujetos ágrafos, sujetos que acceden a la información de otra manera, es decir, el lenguaje no está en ellos, por cuanto, carecen de memoria, son sujetos atemporales y a la deriva.
II
En torno a estas disquisiciones, Juan Manuel Gil acaba de publicar su nueva novela La flor del rayo, un texto donde la página en blanco, la resistencia creativa, el bloqueo del escritor, los miedos y la precaria sensación de minusvalía son los verdaderos protagonistas de una historia articulada desde los dispositivos de la ficción.
El rayo que estremece el cielo y que deja una huella en la piel es un muy buen comienzo —qué duda cabe— pero también puede ser un buen final. En todo caso, el estruendo asociado a la luz fulminante del rayo, es también la intuición, pero, sobre todo, el deseo de un escritor que va cotejando situaciones que solo pretenden cavar un espacio en la memoria como patrimonio indeleble. Es un atajo simbólico donde la intención del autor, adquiere una significación entendida como trascendencia. Porque la literatura, como todo ejercicio de pensamiento, es también un desgarramiento, es hacer evidente la somatización del desconcierto, la ingravidez de una pulsión que aún sin cuerpo, yace a la deriva.
La flor del rayo pone en perspectiva la naturaleza del proceso creativo después que el entusiasmo, la alegría, el frenesí han pasado y el escritor, una vez más se enfrenta a la página en blanco. La página en blanco una y otra vez, una página que hay que desandar sin saber que destino depara esa trayectoria agónica.
El juego simbólico que Juan Manuel Gil teje entre realidad y ficción, no puede ser, sino que honesto. El narrador, esa entidad tan recurrente en la auto-ficción, hace público un pánico que lo consume todo. Y aunque el personaje-narrador somatiza el ejercicio literario al punto que «las cosas esenciales de la vida casi nunca están en primer plano», no escapa a la fragilidad que significa reinventarse. La escritura «no se reduce a una mera gimnasia. No es como fortalecer glúteos, —dice el autor— la escritura, por sobre todas las cosas, es un ejercicio de singularidad que solo se desentraña desde un dominio profundo de las tradiciones. Por eso, como bien coteja el protagonista de la novela, «escribir no solo es escribir». Hay una pasión en el ejercicio de la escritura, la pasión como deseo, como voluntad, pero también la pasión en el sentido litúrgico cuando hablamos de la pasión reflejada en el cuerpo vejado de Cristo. «Un escritor se debe a su escritura» dice el protagonista.
Un puñado de personajes muy bien construidos soportan la dramaturgia de una historia donde la escritura, como desafío simbólico, está en el centro de la narración. Desde T, o la Doctora Wilkes, Seve, pasando por la desconcertante Helena hasta sus padres, y Boludo, el fiel animal que ancla al narrador a una realidad porosa y decadente, todo, absolutamente todo está en función de pensar un proceso —la escritura— que le es sustancial a la vida del personaje.
Solo cuando escribimos nos sentimos conmovidos por las afecciones de este sujeto que, para poder escribir, transgrede todas las fronteras entre «la realidad y la ficción, la memoria y la imaginación, la vida y la literatura.»
El desarraigo, la soledad, la sublime abstracción, la necesidad de la libertad son, para todo escritor, sustancias que tienen su raíz en un lugar inefable que no será nunca una tribuna. La hoja en blanco, —como diría Reinaldo Arenas— por más tortuosa que esta sea, es la patria del escritor.
La tensión entre la voluntad de poder, y el dejarse arrastrar por una «sociedad del rendimiento», una sociedad donde prevalece el like o el dislike, donde los sujetos comienzan a ser avatares de sí mismo y donde el lenguaje ha dado paso a los emoticons, la figura del escritor cobra aún más relevancia.
La trama de emociones que genera La flor del rayo, esboza la fisonomía de un narrador extraviado, aturdido en su necesidad literaria. Sin embargo, en los diálogos con la Doctora Wilkes, —quien funciona como una suerte de conciencia crítica— hay un intento por pensar, pero, sobre todo, por reconocer que el bloqueo es inherente a eso que se hace, siempre que el proceso sea creativo y honesto. «El día que no te preocupe caer en ese bloqueo, será un buen momento para comenzar a poner ladrillo visto». La pulsión entre lo «lleno» y el «vacío», una noción que ha vagado como eidolon por la historia de la literatura y que tiene, en la temeridad de escribir lo que se piensa o lo que se pretende escribir como lo pensado, genera una pulsión de rivalidad con el propio ser del escritor. Así cavilaba en las gélidas nieves totalitarias Boris Pasternak, de camino, una vez más, a un interrogatorio, al tiempo que pensaba en el resguardo de su Doctor Zhivago, es decir, en la condena de una hoja escrita en clave silente.
Juan Manuel Gil con La flor del rayo no solo se inmiscuye en los intersticios del proceso creativo, que son sus procesos, sino que mediante la ficción construye una narratividad en la que sus personajes —más allá de las fidelidades de unos u otros— tratan de racionalizar un proceso en el cual, como dice el propio protagonista, no todos tienen cobijo.
Madrugar, escribir, borrar, pasar horas contemplando la pertinencia de una coma —se dice que Hemingway dedicaba horas al entendimiento de la eficacia de la pausa en lo narrativo— son claves para éxito literario, pero también lo son la persistencia, la tozudez y sobre todo la voluntad de vivir, como vivió Borges, todas las vidas del mundo.
«Los finales también se construyen» enfatiza la Doctora Wilker al narrador, para recordarle también que «hay que picar mucha piedra para asistir al final de cualquier cosa». Pese a todo, incluso pese a los reclamos paternos —«no se puede ser escritor todo el rato. Porque eso cansa. Y no me refiero a ti. Nos cansa a nosotros»— el escritor, en la figura de un narrador agobiado ante la página en blanco, comienza a reconocer que la incertidumbre en la cual vive, quizás sea su única certidumbre. Entonces aparece la ambulancia, la casa, el jardín, la enigmática mujer, los gatos que ronronean en los rincones, la voz del niño; una historia paralela que, a intervalos, va generando, para el narrador, las primeras notas, síntomas de un extravío de donde comienza a emerger la escritura.
Juan Manuel Gil con su nueva novela crea un mapa sobre el ejercicio de la escritura, pero por sobre todas las cosas, genera una voz, una mirada sobre aquellos que, desde la escritura, se rehúsan a la validación per-se del mundo de las cosas, ese mundo de objetos disponibles y consumibles, donde la debilidad metafísica del sujeto, radica precisamente en su carencia de identidad. En una sociedad que pretende expulsar lo diferente, lo raro, una sociedad que pretender racionalizar e informatizar las acciones humanas, en una sociedad donde la inteligencia artificial pretender suplantar a la inteligencia humana, La flor del rayo deja una arborescencia en la piel que llamaremos memoria. •
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