Lisyanet Rodriguez en equilibrio perfecto
En equilibrio perfecto
El equilibrio de la obra de Lisyanet Rodriguez
ARTEPOLI tiene en este número el placer de presentar a sus lectores la obra de una artista que en muy poco tiempo ha conseguido, además de una evidente madurez en su obra, el reconocimiento de la crítica especializada. Lisyanet Rodriguez Damas (Sancti Spíritus /1987) nos manifiesta, con su muy peculiar modo de representación, que sólo siguiendo un camino propio podemos llegar a profundizar verdaderamente una propuesta artística.
La estructura formal que ampara su ruta ha sido descrita por Daniel G. Alfonso en el catálogo para su muestra personal Historias en Blanco y Negro cuando expresa:
«Cada representación sigue un eje temático trazado por la artista y en el que vemos la pericia utilizada a través de formas y tonalidades que le posibilitan componer sus retratos y exteriorizar el interior oculto de sus personajes. En cada cuadro están expresados sus sentimientos a través de sus actores (retratados) que, en ocasiones, es la misma artista autorrepresentada; son seres amorfos que se mueven dentro de la bidimensionalidad de la tela, cuellos alargados que rememoran al manierismo desde una óptica más gótica (mirada desde la contemporaneidad), figuras y decorados que aluden al simbolismo, rostros (con un nivel de detalle excepcionante) y miradas intensas que hacen que nos conectemos con la narración y la expresión de sus almas.
Otro aspecto que hay que remarcar es el uso del dibujo (junto con el acrílico) en sus pinturas, todo es perfecto, cada trazo está en el lugar que le corresponde.»
Las palabras citadas narran con precisión el aspecto visual de la obra, se concentra en lo formal, aunque también esboza con agudeza lo que sucede por dentro. Otro texto enfatiza más en este aspecto interior, me refiero a Crisálida, escrito por Andrés Isaac Santana. Es éste un fragmento de su análisis, volcado al espíritu interno de la obra de Lisyanet:
«Es una hacedora de metáforas y de rizomas. Su obra, a sus anchas, goza de una doble condición: la centralización de la belleza confesada en tanto que pulsión manifiesta, de una parte; de otra, el encumbramiento de la extrañeza convertida en el espacio en el que se produce la fruición de lo inquietante. Sus piezas se revelan como auténticas metáforas, tejidos alegóricos que no remiten precisamente a la ficción, como pudiera pensarse, sino que, por el contrario, se acercan a su propia vida a modo de biografía visual de lo que fue su infancia. Estas obras no deberían ser leídas solo, o no únicamente, como formalizaciones estéticas relatoras de un gran virtuosismo técnico. Deberían ser leídas, por el contrario, como revelaciones simbólicas de su historia personal y familiar, como el tratado enfático en el que se registran las pistas e indicios de una particular existencia, la radiografía de un presente que procura el cruce con el pasado. En la misma medida en que yo idolatro las palabras y las invito a formar parte sustancial de mi mundo; Lisyanet, a su manera, convierte la ficción del arte en esencia de vida, se forja una mitología privada que habita a su voluntad y a su antojo. Los personajes que, junto a ella, pueblan ese mundo, parecen liberados de una tierra extraña, una isla tal vez. El silencio de sus espacios y su ceguera, les revelan desprovistos de sus atributos y de sus prerrogativas. Esos personajes, en apariencia, se manifiestan contra los mundos esteriotipados, anuncian su felicidad al tiempo que cantan sus amarguras confusas, sus vidas oscilan entre lo fútil y lo fúnebre, entre la densidad verbal y la epifanía».
Si bien las palabras de Daniel G. Alfonso apuntan más a su mano -protagonista de la ejecución- y las palabras de Andrés Isaac Santana encarnan principalmente el proceso mental -los conceptos que sostienen su propuesta, el campo de las ideas- , es posible que la función del texto de Magela Garcés titulado Carta a una señorita en Ginebra sea la de enfocarse en el corazón, en lo emotivo, es por eso que manifiesta:
«Mis dolores, mis miedos, mis tormentos, mis ansiedades… Lis los refleja, y mejor todavía, los reivindica. Sus pinturas me identifican como nada lo había hecho. Percibo una sinceridad aplastante en esas imágenes, acaso porque las veo como una extensión de mi ser, y las he vivido como mi mejor manera de expresión, de evasión, de conexión conmigo misma.” Y más adelante agrega: “Lis logra hacer hermoso lo grotesco, lo desviado, lo anormal, pero no edulcorándolo con maquillaje, sino presentando la deformidad en toda su magnificencia».
Quizás es esa composición equilibrada entre cerebro-concepto, corazón-emoción y mano-realización lo que más nos asombra de la obra de Lisyanet Rodriguez. Recordemos aquella regla de las matemáticas que nos decía: tres puntos en el espacio arman un plano. Por eso una mesa de tres patas nunca cojea.