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La manada

La manada

Por: María josé Cortés Robles

Foto : Carmen Garrido

Acabo de terminar de leer a Coetzee – concretamente, “Desgracia”- Durante la lectura, me sobrevino un soterrado caudal de desesperanza que se acaba de desbordar hasta anegarme entera. Sé que no es exactamente así, tan sórdido. Y sé también que esa sordidez es exacta. En algún momento he oído decir que la tragedia, en cuanto a género literario, ya no tiene cabida en nuestro tiempo. Creo que es una apreciación errónea. El caso no es tanto captarla, sino lograr exponerla ante un público distraído en mares de información instantánea, encontrar la forma de concentrar a ese público para que sea capaz de reconocer la tragedia como tal, de reconocerse inmerso en ella. La dificultad estriba en eso, en no intelectualizar ni censurar, en plasmar lo complejo.

Lo que me ha empujado hasta Coetzee, me azuzó la otra tarde también a visitar una sala de teatro singular -en una concatenación de empellones he llegado a escribir este artículo-. Hacía frío en La Puerta Estrecha. El aliento gélido de la tarde alcanzaba a mordisquear los tobillos de los espectadores, sentados dócilmente alrededor de una cocina rústica. Dos sencillos calefactores no fueron capaces de aliviar la baja temperatura con éxito, siendo desconectados justo antes de la función. Cada cual solventó el frío como pudo -supongo-, yo no me sobrepuse a ello, no sé el elenco de actores. En todo momento se jugaba en escena lo contrario, el calor sofocante, el ardor. Si bien es verdad que el agua hervía literalmente en un puchero, también es cierto que se suponía fría cuando lavaban las hortalizas. Impregnaban con ella su propia piel, se posaba frecuentemente sobre la desnudez de sus cuerpos en acción, justo en los lugares donde se desboca el pulso. Al mismo tiempo, un fuego oculto que se propagaba, brotaba de sus bocas y anidaba en sus sexos. La palabra se dibujaba unos instantes en el aire denso, para desmayarse en cada ocasión sobre un cúmulo de cenizas. Las ascuas de lo silenciado, sin embargo, chisporroteaban constantes, amenazando con prender también sobre nuestra presencia expectante. Al acabar la función, el público podría haberse disuelto en columna de humo junto a los actores. Pero, aunque el fuego interno quema, la combustión espontánea no suele ser una reacción habitual. Antes bien, las abrasiones en capas profundas del ser persisten, son delicadas de regenerar, y no hay dolor más vivo que el de esas quemaduras.

No daré más rodeos para afirmar que el texto de Daniel Dimeco es brillante, y que la puesta en escena se ajustaba a la perfección al espacio de La Puerta Estrecha, pese a que la salida que se abatía hacia el patio no dejase adivinar ni horizonte ni desierto. De allí fuera, sin embargo, nos llegaba el hedor de la sangre derramada, las quejas ahogadas y los gritos -la imaginación también juega-. Puerta adentro, carne muerta alimentando carne viva. No es un texto amable, resulta incómodo al encarnarse. Describe el discurrir viciado de una intimidad límite, el encierro de tres almas laceradas desde la infancia, cercadas por una sociedad, por una época, por la convivencia de dos mundos, por la naturaleza salvaje, azuzadas por sus oscuros impulsos, incapaces de romper el círculo perfecto que les aboca a la tragedia. No es que el final sea trágico, es que no hay final, es que son vidas entrelazadas que se tensan sin lograr soltarse ni quebrantarse. Esa es la condena, asfixiarse, asfixiar, cuerpo contra cuerpo, eternamente. La búsqueda imposible de lo placentero cuando el olvido no sacia, la venganza como consecuencia gélida, el horror de lo hermético.

Así, el frío madrileño en febrero fue un invitado más, la otra tarde. Llegó para instalarse en nuestros corazones y congelarlos, para filtrarse en nuestras mentes y ralentizarlas, para involucionarnos en criaturas perplejas ante nuestra propia brutalidad hecha costumbre. El ser entre las fauces del hambre, la sed de poder sobre otros seres. La pura supervivencia. Y deshilvanándose, como una sombra invisible y quebradiza, la esencia de lo humano.

El título de esta producción de Karoo Teatro nos trae reminiscencias de cierta noticia de actualidad. ¿Es casual? ¿Es anterior a la violación en grupo acaecida en 2016 durante los San Fermines? La obra fue Premio Max Aub de Teatro en castellano ese mismo año, 2016. Sin embargo, no puedo desvelar la incógnita, no tengo datos contrastados -quizá no quiera tenerlos… – Creo que el título es el adecuado, sea o no coincidencia. También esta Manada de Dimeco se reúne en torno a la “caza” y al sacrificio, también el abuso y sus consecuencias son potentes ingredientes en esta ficción. Solo que esta manada es mixta, recordándonos que es el género humano el que está a expensas de conformarse como tal en cada ciclo vital, en cada oportunidad de acción individual. Sin embargo, la dificultad para lograrlo no es idéntica para los humanos en su conjunto. Nacer en el seno de una familia o habitar el abandono, ya condiciona. Hasta el clima al que nos vemos expuestos nos influye. ¡Qué decir de los condicionantes de género! Lo que nos acontece nos pone nombre, pero también el origen, las raíces o su ignorancia. ¿Quién lleva el sello de víctima? ¿Quién carga con la culpa? En los escondrijos a la sombra no existe remordimiento, tan solo la estridencia repetitiva del tedio. ¿Cuánto poder nos corresponde? ¿Cómo vamos a ejercerlo?

Me resta destacar el bien hacer de actrices y actor. Los personajes creados por Dimeco requieren del elenco la capacidad de imbuirse en simas opacas y de asirse, al mismo tiempo, a peculiaridades externas que les otorguen realidad y vulnerabilidad –ahí estaría la luz, la posible salida, en lo todavía vulnerable- Las huellas, los impactos, fueron visibles y creíbles en cada uno de ellos. También los procesos individuales, las atmósferas creadas conjuntamente. Me pareció un gran trabajo, y nada fácil.

Aún tienen la oportunidad de vivir esta experiencia en La Puerta Estrecha, los sábados de marzo. No lo duden. Sean valientes. El teatro arriesgado y comprometido es imperdible. 

Edición Sant Jordi

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