El centralismo
El centralismo moderno, a partir del siglo XVIII, tiene dos variantes. Por un lado el absolutismo representado por Francia, Suecia, España o Prusia; por el otro, las monarquías constitucionales como Inglaterra y Holanda. Desde el punto de vista actual, el centralismo posee un significado estrictamente administrativo y es sinónimo de patria o territorio. En ese sentido, el estado administrativo es un mecanismo burocrático, organizador y gestor de competencias.
Podríamos asociar la idea del centralismo con la del límite natural de un país cualquiera. Una idea que forjó Richelieu en su momento y de la que, para nuestra desgracia, se apropió Adolf Hitler y el partido Nacionalsocialista alemán. Ese caso, se dió a partir de las tesis geopolíticas de pensadores influyentes como Karl Ritter, Rudolf Kjellén, Friedrich Ratzel o Karl Haushofer. Desde entonces, ha habido dos cambios importantes en la política internacional; el final de la Segunda Guerra Mundial y el derrumbe del comunismo, ambos hechos sustituidos por una geopolítica de la complejidad.
Esa complejidad afecta a la conciencia social, que a su vez determina que es centro y que no lo es. Su medio sigue siendo pues la voluntad y la providencia, que se encargan de ordenar aquellos sentimientos con sus elementos geográficos más característicos. Suponemos que todo ello reconocible por la experiencia directa. De aquí surge, como por arte de magia, el simbolismo heredado en sus dos variables; esto es, el de la seguridad y el de la legitimación de sus valores. De momento no existe una tercera vía razonable. Lo que si existe es la emergencia de la globalización que, frente a la alteración de las estructuras tradicionales, opone lo local como espacio de reivindicación y acción. Pero, en ello, lo local no significa la insignificancia del concepto de especie, que no es capaz de hacer frente a un proceso todavía no cerrado de un régimen industrializado. Cuantas veces habremos oído decir aquello de centralicemos y restauremos la unidad, bien como una forma de orden, bien como un modelo universal. El caso es que se corre el riesgo de identificar el tema con un problema de tipo antropológico o cultural. Me refiero al hecho del etnocentrismo que supone diluir al individuo bajo unas pautas de conducta naturales. En ese sentido está empezando a formarse, de nuevo, un cierto consenso en relación al derecho natural; pero esta vez, de si tiene o no legitimidad en seguir en nuestras vidas. Es obvio que el derecho natural se formó, y se sigue formando, como un modelo económico y social; pero la cuestión, quizás, es saber si por si sólo puede seguir el hombre bajo esas hipótesis vigentes de la evolución y su proceso histórico.
Desde mi punto de vista; el derecho natural es determinista y arbitrario, lo que no excusa su utilidad. Vayanos por partes. En su aspecto histórico representa a la unidad. Representa a la monarquía constitucional a partir de un modelo de comunidad. En el aspecto evolutivo se representa a si mismo como pieza de cambio y lugar de creación positiva. ¿Pero, qué ocurre con todo ello?. Que lo positivo sugiere interpretación pero tambien aniquilación del mundo habitado. Lo positivo no se caracteriza por ser singular, sino por ser el espacio de tránsito hacia otra unidad. ¿Por tanto, qué lugar ocupa la comunidad?; y de ser así, ¿cabe toda ella en ese viaje a una realidad futura?. Déjenme dudarlo cartesianamente. Sigue siendo el modelo de unos pocos hacia unos muchos, y, por tanto, impositivo. Además, el derecho natural es demasiado ingenuo. Se deja ver en su evidencia creacionista y evolucionista sin considerar las aristas, que las hay y muchas, dando pie a nuevas teorías cosmológicas que se aprovechan de esa coyuntura bienintencionada. Evidentemente, lo que queda al final es el éxito reproductivo diferencial.
Un dato a tener en cuenta; si os fijáis, toda la cultura del s.XX se basa en ese mismo principio emancipador. ¿A partir de aquí, qué ocurre?. Pues que el aire que respiramos es sano. Es sano, en cuanto que establece puentes de necesidades. Roosevelt utilizó ese sistema, a partir de cuestiones básicas, tanto en su política interior como exterior; libertad, respecto a la necesidad; y libertad, respecto al miedo. Yo añadiría otra; sentimiento de culpa frente a la sociedad del bienestar, tanto material como moral; refrendado, eso si, por las urnas pero incapaz de concebir más allá del síntoma imperioso del deseo.
En realidad es aquí donde falla todo el sistema ético y, precisamente en ese punto anímico, es donde la civilización occidental precisa de un giro. Sin embargo, seguimos suponiendo que ese proceso abierto, que representa el marco político centralista, sigue siendo fundamental para el desarrollo cognitivo de una nación. En la nación no se diluye el sujeto, como afirmaba el nacionalsocialismo y el fascismo en general. Ocurre más bien lo contrario. No existe la extensionalidad porque no hay valor de verdad como tampoco optimidad en su desarrollo, aunque de eso hablaremos más adelante. Un ejemplo de ello, fue el experimento español que se hizo, duró y dura todavía. Y, sin embargo, yo sigo viendo en todo aquello un problema de corta y pega jurásico en el sentido de saltarse la norma.
Pero fuera bromas, estamos, como digo, ante un problema heurístico importante donde el grado de posibilidades que tiene un individuo y su colectividad de realizarse plenamente disminuye, al mismo tiempo que crece su grado de incompetencia. ¿Podemos seguir siendo tan estúpidos como para hacernos pasar por reyes cuando en realidad no somos más que peones? Vosotros diréis; claro es que ahí está la cuestión, y en eso tendréis razón pero, ¿y después, habrá un contraveneno para un futuro cambio de paradigma?. Yo creo que se trata más bien de volver a la antigua clasificación de una administración primitiva. Hacer inventario de lo que se posee y actuar en consecuencia. La ética es normativa; la biología descriptiva, nos decían en la escuela. Cuando vamos a entender que frente a la evolución biológica es necesaria la formación de un modelo cultural diferente. Después del darwinismo, se exige enseñar los dientes. El estado general del mundo viene a ser, pues, una cuestión de esperanza haciendo partícipes (de aquella extensionalidad de la que hablábamos) a los demás, y como tal ha de ser presentada. No como una hermenéutica vacía o de base milenarista propia de otros siglos más oscuros, donde la venida del Anticristo era un tema extremadamente vigente.
Esa visión del mundo empobrecida y de naturaleza apocalíptica, no puede ser la expresión de ningún país que se precie y se tenga por moderno. A no ser que el juego elíptico consista precisamente en buscar una imagen de esa figura final, en cuyo caso habría que replantearse el vínculo con ese destino poco o nada agraciado con la imagen que tenemos de lo ideal y de su envoltorio. Que busca el Estado del siglo XXI sino es la mayor proporcionalidad de todos sus factores. ¿Es alcanzable esa idea? Si, porque su legado basado en axiomas así se lo permite. Hay que entender, y quizás volver a leer, el territorio a partir de la idea darwinista de la evolución pero también bajo el prisma de su origen, lo que no desmiente esa evolución sino que ella misma se recrea en su origen dando cabida a algo más que a su unidad. Por eso, cuando se juega con mecanismos institucionales manejando conceptos como: universalidad, bien común, igualdad, derecho civil, código civil, fraternidad, y todo lo que vosotros queráis; como hacen tantos intelectuales y periodistas de este país, se corre el riego de la mezcla o de la impotencia versus Anima Mundi más allá del nivel ritual propio de las tensiones sociopolíticas, religiosas o territoriales.
Mircea Eliade, decía que un objeto o un acto no es real más que en la medida en que imita o repite un arquetipo, por tanto, aquello que no tiene un modelo ejemplar carece de realidad. Cuando aludiamos al modelo actual de centralismo, dábamos por sentado ese proceso de cambio. Sin embargo, podemos agotar esa doctrina, como parece que está ocurriendo ahora. Aquello que era múltiple en esas sociedades se venía reflejando en la simplicidad de lo uno, a las que se iban sumando influencias históricas. La última de todas ellas; la fenomenología, en cuanto que asocia realidad con materia.
En ese sentido, podemos contemplar el centro como aglutinador de esas realidades, aunque hemos de reconocer en ello un cierto componente mítico en el que, obviamente, no se verán todos reflejados. A ese componente mítico se le irán sumando propiedades, y con ello, nacerá propiamente dicho el mito con sus escenificaciones por las que irá pasando el mundo. Todo mundo supone un despliegue y a partir de aquí también se despliegan sus ejes (Axis Mundi). No por elevación a los cielos o descenso a los infiernos, como se venía pensando hasta ahora, sino por la superación de esa representación de lo natural vertebrada por la mano del hombre. Y todo eso, para alcanzar las metas que se propone.
Se es desde el momento en que se consiguen esas metas. En eso consiste el centralismo, donde las leyes naturales ya poco tienen que ver con la divinidad, ni siquiera en su trazo melancólico. En esa carcasa, que luego utilizaremos como metáfora, existe la idea de la transferencia, pero en esta ocasión no como fórmula; espíritu-imitación-materia. Ahora el caso que nos ocupa es de superación de esa falacia metafórica, pues ya no está en juego la contraposición entre lo material-espacial y lo espiritual-temporal. Ya que el hombre entiende que por si sólo el lenguaje simbólico no es representable de un mundo que pide a gritos algo más que una realidad figurada. Pide veracidad, transparencia, pulcritud en los detalles; además de otras categorías morales que aquí no comentaremos. El hombre está cansado de ver nacer culturas y verlas morir bajo el prisma de dos principios fundamentales: materia y espíritu; y ya es hora de cortar de raíz esta cuestión.
Una historia con un principio y un final iguales eternamente no es una historia. Es por esto que el mundo visible no será el de las cosmovisiones pasadas. Si repasáis algo del pensamiento occidental, en especial el del siglo XX, os daréis cuenta de su pertinaz materialismo sostenido por el mito del eterno retorno y con el la absurda idea de que estamos por encima de todo. Aquella idea agustiniana de unir la libertad con el dogma de la sociedad (Ciudad de Dios) no es otra cosa que perpetuar ese destino inmerecido. Podríamos matizar que ese mito como convencionabilidad no está mal, y si ha funcionado hasta ahora ha sido por su carácter ambiguo; pero de ahí a hacerlo verídico eternamente hay un paso extremo. De hecho, y para acabar, no pretendo insistir más en el tema del centro o del centralismo en mis próximos artículos, por lo que quedará a partir de ahora un poco en el aire, por aquello del diseño universal donde ha de privar el sentido común y la necesidad colectiva (eso que llamaríamos razón de Estado).
Manel Vallés
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