Entrar en la obra del artista cubano de la plástica Adalberto Arteaga, es como tirar una sonda a lugares dentro y fuera del Ser, a riesgo que ocurra una dolorosa, pero profunda revelación: que la luz del alma es la llave que abre el horizonte de la esperanza. Una esperanza cautiva, pero viva y latente, que se le viene encima al espectador desde el primer golpe de vista a la nueva serie del artista Donde habita el olvido.
Quienes hemos tenido la oportunidad de seguir la obra de Arteaga, somos testigos del trabajo de un artista autodidacta con una disciplina espartana y un ojo artístico de sensibilidad exquisita. Esto se ratifica en la evolución de su obra, que ha transitado desde conceptos figurativos con elementos fantásticos, hasta su madurez bien establecida, en un depurado estilo ecléctico donde preponderan el hiperrealismo, el surrealismo, y el neoimpresionismo. Cada uno yuxtapuesto en sus obras en rico equilibro entre la línea, la figuración y el uso de los colores.
Dentro de las veintitrés piezas que conforman Donde habita el olvido, destacan los lienzos Encallados, Por el ojo de la cerradura y La llave perdida. Estas piezas serían como la proa, la popa y la vela de un barco. Este ejemplo no es gratuito. En la obra del citado artista, los botes, los barcos, las marinas, los muelles, los estuarios, el mar… son recurrentes, tal como lo demuestra su anterior serie Inalcanzable.
En Encallados Arteaga toma como eje central un buque oxidado, que, por lo imponente de su estructura, vivió días de gloria y admiración en su pasado, pero ahora yace varado en un exiguo y casi ridículo arrecife, como metáfora de que las pequeñas cosas pueden ralentizar una fuerza ciclópea. Se trata de un buque-isla, un buque-vida, envuelto en un aura de hastío, que casi desborda todo el espacio vital de la obra. Un hastío que desgasta a los moradores de ese buque-isla, quienes se asoman en balcones que dan a un crepuscular horizonte gris. La vida de ellos, está tan empequeñecida como el arrecife que aprisiona al buque. Una vida impregnada de indiferencia y desidia. Ninguno de ellos mira hacia arriba, donde, en la proa del buque encallado, hay un faro maltrecho, que aún podría indicar el camino en medio de las tinieblas. La ironía latente de esta obra cae sobre el mar, tranquilo, demasiado tranquilo, como un falso cristal, turbio y cenagoso.
La llave de la persistencia y La llave perdida comparten a su vez elementos recurrentes en la obra de Adalberto, y al mismo tiempo, traen otros nuevos, junto a algunos que desaparecen, como es el caso del mar, cuyo espacio en la obra lo ocupa un acucioso trabajo de espátula y rebordes de pincel, en una escala de grises y ocres. El faro marítimo, como elemento de luz-guía, permanece, pero esta vez, fusionado con las nuevas figuras que Adalberto incorpora a estas obras: la llave y la cerradura, oxidadas, deslucidas por la pátina.
El universo en el cual se mueven estas dos obras, es un acercamiento profundo al surrealismo por parte del artista. Los objetos cobran más importancia que las figuras humanas dentro de la obra. Son personas sin rostro, insignificantes delante de una realidad claustrofóbica que, de manera sutil, los sobrepasa. La luz del faro-guía en estas piezas, contrario a las anteriores, parece absolutamente inútil. La ausencia del mar como vía o ruta de escape, es ahora una pirueta abstracta que el ser humano tiene que decodificar para poder trascenderse a sí mismo. El único camino es la confrontación del alma como llave que abre un nuevo horizonte, oculto del otro lado de la herrumbre de la cerradura-faro.
Donde habita el olvido, la nueva serie de Adalberto Arteaga, implica un profundo giro positivo -no desprovisto de una silenciosa cuota de desgarramiento- en el estilo y la visión conceptual y artística de este joven pintor cubano. •
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