Tiempo de lectura
En esta galería de obras que hoy nos revela Leonardo Eymil, hay miles de pinceladas y ninguna concesión. Bien ha comprendido el artista, que tan importante como los ardides del oficio, es el soporte reflexivo que sostiene cada acto pictórico, cada gesto que intenta dialogar con el presente, acaso tan inasible, tan gota de mercurio como el mismo porvenir. Solo el artista sabe cuán altos volúmenes de soledad es preciso acopiar con tal de retener un instante la mirada del espectador-transeúnte: es por ello que eleva aquí un discurso que no cede un palmo al facilismo ni a la demostración narcisista del superdotado, se trata en esencia, de un incesante diálogo con la belleza torturada, de un llamado de auxilio frente al efecto corrosivo de la violencia, frente al ser acorralado por su propia fragilidad.
Bajo cada veladura de pigmento se expande la onda neuronal de una preocupación filosófica: el enigma de la mujer como centro que nos absorbe hacia la entraña del misterio; la tecnologización del sentir, la administración de la fe como una sutil estrategia empresarial, la cotidianidad como una mutilación lenta e indolora, la memoria amenazada ante la progresión de lo amnésico; todo esto en un universo (el nuestro) dulcemente distópico, regido por la inmediatez y la sobresaturación de lo banal.
Más allá de las peroratas feministas y el consignismo vacío de quienes proyectan su ego sobre la plataforma del dolor ajeno, el autor de estas piezas nos conduce hipnóticamente hacia el traspatio de nuestra propia conciencia, haciendo uso de la escatología, la crudeza y el hiperrealismo como recursos eficaces para quebrar el blindaje de nuestro cascarón psíquico, de nuestros prejuicios amurallados tras la costra de la normalidad.
No son las obras de Leonardo Eymil un panfleto visual donde lo transgresor busca ser una marca, sino una forma de empujar al espectador hacia el abismo del yo, hacia las delicias del inminente riesgo de pensar y sentir con la piel del otro. Con cierta paráfrasis de malicia nietzscheana, parece advertirnos: «Cuando miras a la profundidad de estos seres, ellos también se asoman a la tuya». Bienvenidas sean sus bellezas sangrantes, sus muchachas sin otra arma que la pupila abierta de sus senos en vigilia; bienvenidas sean sus soledades de artista, ahora, tan oportunamente acompañadas. ■
Comenta el artículo. Gracias