Descubriendo al conde Waldeck
Descubriendo al conde Waldeck
(Apuntes breves)
L
a historia del arte está llena de personajes curiosos y peculiares que parecen salidos de una novela de ficción. Ahí tenemos el caso de ese grande del barroco italiano que responde al nombre de Caravaggio, o del mismísimo Miguel de Cervantes. O de tantos poetas “malditos” como el triste y lírico Fraçois Villon.
Jean Frédéric Maximilien de Waldeck, también conocido como el conde Waldeck, es uno de estos personajes que parecieran salidos de la pluma de un imaginativo escritor. Sus vivencias se debaten entre la realidad y la ficción, ficción con la que el mismo se encargó de vestirlas. Es difícil corroborar muchos de los hechos que pueblan su biografía de explorador, arqueólogo, viajero, anticuario, escritor, ingeniero de minas, escenógrafo, cartógrafo y artista. Y es esta última faceta la que llamó mi atención y me fascinó, porque este personaje fue un dibujante de indiscutible talento. El conde Waldeck decía que había sido discípulo de Jacques-Louis David y, si dijo la verdad, fue sin dudas un magnífico alumno. Lo que sí podemos afirmar (así lo he comprobado en toda la bibliografía consultada) es que era un hombre muy talentoso y de vastísima cultura.
Leyendo el libro Sonetos Lujuriosos, de Pietro Aretino, figura importantísima del panorama literario renacentista, a quien recordaréis seguramente por el famoso retrato que le hizo Tiziano, descubrí a Waldeck, pues esta edición estaba ilustrada por el polifacético conde. Aretino escribió estos sonetos como écfrasis a una serie de 16 dibujos eróticos bastante explícitos, podríamos decir que de índole pornográfica, realizados originalmente por Giulio Romano, llamados “I Modi” (Los modos o Las maneras), y que Marcantonio Raimondi estampó al buril; estamos hablando del año 1524. La tirada original fue mandada a destruir por orden del papa Clemente VII, por lo que casi todos estos grabados se creían perdidos, y es aquí donde entra nuestro personaje: el Conde Waldeck, que rescató y volvió a dar vida a estas ilustraciones en el siglo XIX, basándose en un libro que, según él, había encontrado en un convento de Palenque, en México, durante una de sus misiones como explorador y arqueólogo. La historia del convento no se ha podido confirmar, pero sí se ha comprobado que los dibujos de Waldeck son, sin lugar a duda, una reconstrucción de los de Romano y Raimondi. En su versión Waldeck no hizo una copia idéntica de estos grabados sino que los impregnó de su estilo. El resultado son unas ilustraciones de aura neoclásica que me han gustado mucho, a pesar que considero que no es de lo mejor de su trabajo, sin embargo, copias de ellas las atesora el British Museum como oro en paño.
Donde mejor se puede comprobar su virtuosismo para el dibujo es en todas las ilustraciones que hizo de la cultura maya, las cuales publicó en su libro “Viaje pintoresco y arqueológico a la provincia de Yucatán”. No sólo estas llegaron a la imprenta, también las que realizó para otros autores, además de una serie de láminas con el título de “Colección de las antigüedades mexicanas que existen en el Museo Nacional…”, que fueron publicadas, por el propio museo, en fascículos. Él era algo fabulador e incorporó en muchos de estos dibujos (no en los del museo, en las otros) elementos que difícilmente podían formar parte del acervo maya, como por ejemplo ciertos objetos, indumentaria o animales (léase aquí elefantes, leones, etc.) que eran propios de otras culturas.
En un excelente artículo del historiador de arte Pablo Diener, publicado por la Universidad Federal de Mato Groso, titulado “Jean-Frédéric Waldeck y sus invenciones de Palenque” se lee:
“Los dibujos, las pinturas y los grabados de Waldeck nos colocan frente a un artista viajero extraordinario, con mucho oficio técnico, y ante un singular intérprete de la realidad que visita. Particularmente atractivo resulta constatar cómo la corriente del pensamiento difusionista guió su mano. Él dibuja creyendo que copia fielmente su objeto; sin embargo, desde la tribuna privilegiada que nos concede la distancia del tiempo, vemos de manera inequívoca cómo el mundo de las ideas interfiere en el proceso de su registro y lo transforma, a pesar de la convicción del propio autor, en un proceso de invención.”
No obstante, a pesar de estas inverosimilitudes, su labor artística, como afirma Diener, es meritoria, sólo hay que acercarse a su obra para constatarlo. Creo que en esa fabulación (y es una valoración personal), aunque estuviera alejada de la realidad científica, histórica y arqueológica que se suponía debía transmitir, es donde reside el verdadero encanto de su obra. Tanto en sus dibujos, grabados, litografías y óleos, se observa la labor de un dibujante minucioso, dueño de una portentosa imaginación, y esto, a mi modo de ver, es totalmente enriquecedor desde el punto de vista artístico, aunque para nuestro conde, respondiera sólo a su necesidad de validar, a toda costa, su corriente de pensamiento.
Jean Frédéric Maximilien de Waldeck nació en 1766, en Praga (así se cree) y murió en París en 1875 a los 109 años de edad, dejando para la posteridad un importante legado artístico y una vida plena de azares, aventuras y fabulaciones; una vida donde destacó su pasión como explorador, arqueólogo y artista. Como artista se mantuvo activo casi hasta su muerte, pues unos años antes de morir, ya pasaba de los cien años de edad, terminó su ambicioso óleo “Sacrifice Gladiatorial”, un tributo a la cultura maya que tanto había estudiado y dibujado. Hoy se le sigue recordando como uno de los grandes estudiosos de esta civilización precolombina y como uno de los mejores y más importantes artistas viajeros de entre los tantos que estuvieron en boga durante su época.