LAS NIÑAS DE BALTHUS
LAS NIÑAS DE BALTHUS
Del libro inédito El desnudo en el arte y en la vida
En el capítulo número diez de El libro de las perversiones (1), el poeta, narrador y ensayista Luis Antonio de Villena, analiza y estudia a fondo la figura y la obra del pintor polaco Baltasar Klossowski de Rola, conocido en los medios artísticos como Balthus. De él dice que desde 1934 (fecha en que realizó su primera exposición), «ha seguido y sigue deleitándose en los aires secretos, en los hechizos femeninos de una adolescencia oculta». Y añade que si hablamos de manera llana –y a priori- antes de entrar de lleno en su obra, «debiéramos afirmar que Balthus es, básicamente, un pintor de niñas en secreto, de muchachitas en el ritual mágico de la soledad y en el borde voyeur de la perversión. (Sus niñas son lolitas nabokovianas, o la niña perseguida en esa otra novela del ruso, anterior a Lolita, pero que se editó tras su muerte, El hechicero: El hombre que no cesa –incluso casándose con la madre viuda- hasta pasar una noche con la adolescente que le enloquece. Las niñas de Balthus saben, también, que hay un hechicero acechando, aunque el lienzo no lo muestre a menudo)» (2).
He citado un poco in extenso para mostrar lo que algunos exegetas de la obra del artista polaco, como Luis A. de Villena, suelen decir de ella al referirse a cuadros como Cathy vistiéndose y Alicia en el espejo (ambos de 1933), y de otros como La falda blanca (1937), Teresa soñando (1938), La víctima (1939-1946), Desnudo con gato (1948-1950), La habitación (1952-1954), Desnudo frente a la chimenea (1955), La toilette (1957), La falena (1959), La habitación turca (1963-1966), Amanecer (1975-1978), Gato en el espejo I (1977-1980), Gran composición con cuervo (1983-1986) y La espera (1995-2001).
Quizás uno deba preguntarse –al margen de lo que pudiera haber de cierto en afirmaciones semejantes- si no hay un poco de exageración en las mismas, y si no podrían ser atenuadas con un razonamiento más natural y menos escandaloso. Ya se sabe que una obra de arte es como un espejo. En él reflejamos con más fidelidad lo que proyecta nuestra psiquis que lo que esconde la psiquis del artista. De manera que nuestro juicio está, en primer término, impregnado de numerosos prejuicios y condicionamientos sociales y culturales que marcan el ritmo y la temperatura de nuestras observaciones. Y solemos atribuir al artista una parte considerable de nuestra propia morbidez, sobre todo en lo que a materia sexual se refiere, algo que hemos visto reiterarse infinidad de veces a lo largo de la Historia.
Por eso, sin restar validez a opiniones como las de Luis Antonio de Villena, ni defender a ultranza a un pintor ambiguo y sutil como Balthus, propongo una posición intermedia entre ambos, un equilibrio entre lo que uno dice y lo que otro refuta.
En el capítulo número 50 de su autobiografía (3), Balthus se refiere a este asunto, y lo hace de manera mesurada y no menos convincente. Al abordar el proyecto de escribir una autobiografía señala sus enormes retos, pues si en todo hombre, como afirma su hermano, el poeta Pierre Klossowski, «hay un fondo invariable que no pertenece a los códigos normativos de lo social, que no puede equipararse a ellos, y hace que el yo sea singular, único», nadie –ni siquiera uno mismo- «puede llegar a ese fondo vertiginoso, idéntico al que el maestro Eckhart, uno de mis autores de cabecera, llamaba fondo abisal».
Esa imposibilidad de explicar el enigma que late en el fondo de una obra es, quizás, la fuente de muchas erradas interpretaciones sobre ella. «Por eso –continúa explicando el pintor- rechazo tajantemente las interpretaciones eróticas que muchos críticos y muchas personas suelen hacer de mis cuadros».
Según Balthus, aunque su obra está integrada por pinturas y dibujos «en los que abundan las niñas desvestidas (4), no responde a una visión erótica que me convertiría en voyeur y me llevaría a exteriorizar, incluso sin darme cuenta (sobre todo sin darme cuenta) ciertas tendencias inconfesables o maniáticas, sino a una realidad profunda, aleatoria, imprevisible e incomprensible, que podría así liberarse y revelar su naturaleza fabulosa, su dimensión mitológica, un mundo onírico que descubriría sus mecanismos».
Y continúa:
«De modo que Thérèse soñando o La habitación no hay que verlos como reflejo de la realidad, actos eróticos en los que la anatomía y la libido se combinarían de manera escabrosa, sino más bien como la necesidad de mostrar y captar algo que sólo puede hallarse en lo imperceptible de la palabra, en lo indescifrable, algo que sin embargo vibra y resuena, participa en lo que Camus llamaba “el corazón palpitante del mundo”».
Estamos, pues, ante dos maneras de entender estos desnudos: una que convierte a las niñas en «aventureras y descubridoras de su cuerpo cambiante», muchachitas que «se contemplan en esa hora mágica y embrujada en que los padres no están en casa y su ausencia abre las puertas secretas de la libertad», criaturas púberes situadas «delante de lo prohibido y sugiriendo lo prohibido, afirmando –mudas- que sin atravesar la frontera no se puede vivir». Y donde se tilda al pintor de ninfulófilo mago, cuyo único interés «es el brotar primerizo de la adolescencia y los secretos que se arrastran de la infancia».
El punto de vista de Balthus pretende, por su parte, descartar la interpretación erótica. Se apoya en el carácter polisémico de la imagen artística y en su relativa independencia con relación al contenido. De esta nueva lectura se desprendería un vínculo menos directo entre el referente y su significado, que daría paso –como expresa el pintor- «a una realidad profunda, aleatoria, imprevisible e incomprensible, que podría así liberarse y revelar su naturaleza fabulosa, su dimensión mitológica, un mundo onírico que descubriría sus mecanismos».
Lo que Balthus se propone es la necesidad de mostrar y captar algo que se encuentra más allá de lo que vemos en la superficie del cuadro, un modo particular de entender el desnudo al margen de los códigos establecidos.
PRIMEROS DESNUDOS
Los primeros desnudos de Balthus se remontan a la década del 30, época de sus comienzos pictóricos. De ese período existe un óleo, La lección de guitarra (1934), que Luis Antonio de Villena toma como ejemplo para demostrar que Balthus ha sido, desde sus inicios, un verdadero transgresor:
«En un interior, junto a un piano, una mujer (quizás la profesora) tiene sobre sus rodillas a una niña, al filo de la pubertad, con el pelo negro. Una mano de la profesora sostiene el pelo de la niña tumbada boca arriba, la otra mano acaricia el clítoris, el sexo sin vello de la muchachita, cuya falda está subida, dejando ver un cuerpo frágil, delicado, marfileño y núbil y unas piernas que enseñan –tan fetichista como las braguitas- los calcetines. La niña es –obviamente- la guitarra que se tañe. Pero la escena se completa con la mano de la niña que, abriendo la blusa de la mujer, acaricia el pezón del seno desnudo. La lección de guitarra no es un cuadro complaciente, tiene algo de rapto, de furia, de sadismo contra la inocencia. Pero más allá de la fuerza o de la sugestión lésbica es el cuerpo lo que atrae: La absoluta nubilidad, el asalto a la inocencia –que consiente, que se deleita- el oscuro deseo de la pedagogía pervertida. En el suelo del cuadro la verdadera guitarra abandonada. Aquí brota nuevamente la atracción por el surgimiento del sexo, pero –tocado quizá por el surrealismo- Balthus grita: No basta la mirada, es necesario obrar, liberar los instintos. La lección de guitarra es una imagen transgresora, une suavidad y violencia, sueño y apetito. Y a la par retrata un instinto: Todos poseemos lo que la sociedad normativa denomina sombra».
Esa sombra que L. A. de Villena observa en el cuadro citado, está igualmente presente, según él, en otros como Teresa soñando (1938) y Los días hermosos (1945-1946), en los que el «lolitismo» y la morbidez de Balthus llevan la voz cantante:
«En un interior que imaginamos con las últimas luces del atardecer o las primeras -artificiales- de la noche, una muchachita de unos doce años (¿no parecen apuntar incipientísimos los senos?) sentada en una sencilla chaise-longue, los ojos cerrados, la cabeza ladeada, los brazos alzados y las manos descansando sobre la cabeza, parece soñar, una pierna en el suelo, a un lado, y otra sobre el extremo de la silla, la falda subida naturalmente, dejando ver las ingles, las piernas delgadas, y la braguita blanca que se aprieta, natural, al reino impúber. A sus pies un gato come en un plato pequeño. Con el pintor nos convertimos en mirones de un territorio oscuro, de un doble territorio oscuro: el de nuestro deseo y el del deseo de la niña. En la muchachita arden fuegos como los que refleja la pared: está cambiando, su sexo se abre, pide, pero ignora qué» (5).
El otro cuadro, Los días hermosos, también pertenece a la juventud de Balthus (aún no había arribado a los 40 años), y es interpretado así:
«Otra lolita está tumbada en otra chaise-longue, en un cuarto, junto a una chimenea encendida. Vemos las piernas y las hombreras del vestido levemente bajadas. Con coquetería, picardía, malicia e ingenuidad la niña se mira en un espejo. Junto a la chimenea, de espaldas, desnudo el torso (6), un joven o un muchacho atiende la lumbre. ¿Qué son Los días hermosos? Los de ese reino de infancia que se quiebra, los del muchacho que –ausentes los padres- romperá el tabú. ¿O son los nuestros los días hermosos, los días en que soñamos lo prohibido, o son hermosos los días de la pura infancia, recién pasada, que la niña siente en el espejo que están desvaneciéndose?» (7).
Si nos atenemos a lo leído, vemos que más que análisis de cuadros, los de L. A. de Villena no pasan de ser meras descripciones de lo que él percibe (o cree percibir) en la superficie de los mismos, transcripciones al lenguaje metafórico de las imágenes de Balthus, aderezadas todas con una carga de subjetividad muy fuerte. Y es posible que ahí, en ese intento de reducir todo a un fenómeno relacionado con el lolitismo y la ninfulofilia del artista, esté el error. El error de generalizar demasiado, de no percibir en cada una de sus etapas los matices y sutilezas, las preguntas y reflexiones que se encuentran más allá de la figura desnuda.
MÁS ALLÁ DE LA FIGURA DESNUDA
Para comprender la obra de Balthus o de cualquier otro artista, hay que percibirla, antes, como una totalidad y ver qué proporción y lugar ocupa en ella cada tema. A grandes rasgos, la del pintor polaco podría ser dividida en tres zonas: una en que se aborda el paisaje -citadino o del campo-, bien como tema en sí (ver, por ejemplo, Larchant y Paisaje de Champrovent, el primero de la década del 30 y el segundo de la década del 40), bien como escenografía para sus figuras (La montaña, de 1937, y Paisaje del Commerse-Saint-André, de 1952-1954). Otra zona la ocupan sus bodegones o naturalezas muertas, y finalmente hallamos una zona mayor integrada por sus retratos.
Como pintor, Balthus fue siempre un gran retratista. Y a ese género, un tanto denostado por las vanguardias artísticas, le dedicó casi todo su tiempo. Si nos adentramos en esta importante zona de su creación, descubrimos que el polaco realizó, a lo largo de su vida, numerosos retratos, incursionando además en el autorretrato (uno de sus más famosos se remonta a 1935, y se titula El rey de los gatos, en alusión a su persona). Pero donde más empeño puso fue en el retrato de sus niñas y –particularmente- en los numerosos estudios y apuntes que realizara de algunas, como Katia, Teresa y Georgette.
De ahí que en Balthus el desnudo resultara esencial. Parece lógico que en sus primeras representaciones que se remontan a la década del treinta, cuando el pintor era muy joven, se perciba una fuerte intención transgresora. Era la época en que la vanguardia y el surrealismo en particular pretendían épater le bourgeois. Se creaba entonces bajo una atmósfera que no reconocía otro límite que el que establecían los materiales, y donde las influencias de un artista sobre otro resultaban frecuentes. Y aunque Balthus mantuvo a todo trance su propia identidad, en esos primeros cuadros se siente como la presencia de Magritte y Delvaux detrás de ellos.
En su primera exposición personal -realizada en la Galería Pierre Loeb, de París, en 1934, el poeta Antonin Artaud aprecia que «Balthus pinta sobre todo luces y formas. A través de la luz de una pared, del suelo, de una silla y de una piel, se nos invita a ingresar en el misterio de un cuerpo dotado de un sexo que destaca con toda su crudeza. El desnudo en el que pienso tiene algo de seco, de duro, de perfectamente colmado y también, hay que decirlo, de cruel. Invita al amor, pero no disimula sus peligros» (8).
Pienso que Artaud tenía razón en una parte de sus apreciaciones. En cuadros como Cathy vistiéndose, y La lección de guitarra –todos de ese período- es fácil percibir que «el desnudo tiene algo de seco, de duro, de perfectamente colmado y también, hay que decirlo, de cruel». Y es por eso que no invitan al amor, sino más bien a contemplar sus sombras fantasmales.
No obstante, de un tratamiento más o menos convencional –y realista- de la figura humana pasa, en pocos años, a su completo dominio y perfección, como se nota en el cuadro La falda blanca, de 1937, tal vez el más logrado de esa lejana década. Por otra parte, su antigua paleta (más bien agrisada y hecha para cubrir amplias zonas de sombra) se vuelve más colorista y luminosa, y la excesiva complejidad estructural de sus cuadros cede paso a una mayor sencillez compositiva.
No son, sin embargo, los desnudos de las niñas lo que parece inquietar al espectador. Son las expresiones de sus rostros, a caballo muchas veces entre la ensoñación y la sensualidad. Por otra parte –y Balthus, desde luego, lo sabía- una falda que se alza y permite entrever un par de piernas y unas bragas -como ocurre en Niña con gato (1937) y Teresa soñando (1938)- resulta bastante más atrevida que la desnudez total. Porque un rasgo invariable del mejor arte consiste en sugerir más que mostrar. Y en ese marco de exquisita y delicada sugerencia se mueve siempre la obra del polaco, con ese elevado grado de ambigüedad que despierta y casi siempre pone al descubierto los sentimientos y las pasiones del espectador.
Para mi gusto, los mejores retratos de Balthus –los más pictóricos- son los que empieza a realizar a mediados y finales de la década del 70. Pero existen otros anteriores que no quisiera dejar pasar inadvertidos, porque en ellos se aprecian momentos de gran belleza, con resultados que irán marcando una nueva cadencia en cuando al tratamiento de la figura y del cuadro. Me refiero a Joven con camisa blanca (1955) y Muchacha en la ventana (1957).
El primero representa a una muchacha sentada, mostrando sus hombros y pechos desnudos. Se trata de una clásica composición en triángulo, como casi todas las renacentistas, cuya parte inferior está delimitada por una gran mancha blanca que simboliza el vestido de la joven. Es tanta la espontaneidad y frescura de tratamiento del cuadro –y tan rico en calidades- que no cesamos de mirarlo. Obras como esa constituyen un ejemplo de cómo Balthus se fue abriendo paso en una nueva dirección, mucho más lograda desde el punto de vista formal y más lírica en cuanto a contenido, donde el color y el claroscuro alcanzaban mayor protagonismo.
Muchacha en la ventana es igualmente un cuadro hermoso y lleno de poesía. En él aparece una joven vestida de azul que, de espaldas al espectador -y con las dos manos apoyadas en la parte baja del marco de la ventana- observa el jardín de su casa. Es un óleo magistralmente resuelto mediante delicadas transparencias que le confieren la misma levedad de un sueño.
Resulta, por tanto, evidente que mientras más se alejaba de las influencias surrealistas, otra era la dirección seguida por Balthus. Me refiero a un cambio que se inicia a partir de la década del 50, y donde las alusiones eróticas, aunque presentes, resultan bastante menos obvias que las de su primera etapa. La única huella visible que quedó de ésta (y de sus coqueteos con el surrealismo) fue el elemento onírico.
El elemento onírico es el que da trascendencia a los desnudos de Balthus, situándolos en un punto intermedio entre el sueño y la vigilia, entre la realidad y la fantasía. Y creo que el momento cumbre de encuentro y fusión entre esos opuestos se alcanza en la década del 70. A partir de esa fecha, las imágenes de sus cuadros con escenas de desnudos parecen surgidas de extrañas e inquietantes fábulas con gatos, cuervos y espejos. Si es cierto que el erotismo no desaparece del todo, tampoco se le puede mencionar ignorando los cambios en el tratamiento de la figura humana. Por eso, Gato en el espejo (1977-1980) no debe interpretarse como se interpreta -por ejemplo- Niña con gato (de 1937) o Desnudo con los brazos alzados (de 1951), y menos aún utilizando los mismos términos. O lo que es igual, resulta muy esquemático referirnos sólo a esa «niñita rubia, en el inicio de la pubertad, sobre una cama, abierta de piernas» que «se mira en un espejo o hace que se mire un gato que está detrás. La nínfula es coqueta, peligrosa, calculadora, es un hada cuya perversidad ignora».
En este caso, la sagacidad de L. A. de Villena no va más allá de la epidermis de la obra, endilgándole las mismas características de cuadros anteriores. ¿De dónde, sino de su propia imaginación, el escritor extrae conclusiones para calificar de peligrosa, coqueta y calculadora a la niña? Lo que nadie debería ignorar es ese antes y ese después en su actitud frente al lienzo: «Antes –escribió a un coleccionista norteamericano que había adquirido una de sus obras- me gustaba escandalizar, pero ahora me molesta» (9).
Por eso, ni todas las niñas de Balthus caben en la categoría de Lolitas, ni es el pintor un «ninfulófilo mago», como asegura el poeta y escritor madrileño. Así también lo reconoce el crítico Gilles Néret, quien considera que sería «simplista y necio comparar, como se ha hecho, los “ángeles” de Balthus con las nínfulas que Vladimir Nabokov popularizó en su célebre novela Lolita, en la que narra las inquietudes, los miedos, las angustias y las delicias de un hombre en la cuarentena subyugado por una adolescente de doce años. Aunque existen efectivamente doncellas pictóricas equivalentes a la figura literaria, las Lolitas varían en función del artista que las representa. Para Balthus, Dix, Schiele y Heckel, el mundo de la adolescencia es un universo de tormento, de duda y de delirio que todo adolescente conoce, un orbe opuesto al que hay que conquistar: el orbe regido por leyes promulgadas por los adultos, leyes que deben quebrantarse para disfrutar de una vida libre y audaz» (10).
En su autobiografía, él nos aclara que su afición «a las distorsiones del tiempo, a los estados intermedios o completamente desconocidos, a los climas alejados del mundo» se lo debe a Lewis Carroll, quien -a través de su personaje Alicia- le permitió «plasmar el encanto de la infancia». Pues comprendió «que en las fotografías de su modelo y en su libro Carroll había sabido captar todo lo que hay de íntimamente desconocido, mantenido en secreto y profundamente inocente, primitivo, la esencia de ángel, en cierto modo, la naturaleza de los niños» (11). También se aprecia que Balthus se burlaba piadosamente de los críticos. Y a propósito del comentario de uno de ellos, llega incluso a decir que «este malentendido sobre mi pintura me hizo gracia. Me daba cuenta de que el hecho de ser percibido así no me disgustaba». Con todo, jamás admitió que en sus cuadros existiera una intención compulsiva y erotómana. «Yo siempre lo he negado, pues para mí sólo son imágenes angelicales y celestiales» (12).
Tampoco me parece feliz calificar de prerrafaelita (o de tener algo de prerrafaelita) la pintura de esta etapa. En las dos décadas que van de 1960 a 1980, Balthus –que al decir de Gilles Néret había empleado «las técnicas artesanales de los pintores del Quattrocento»
(13)- tanteó muchos caminos, y uno de ellos señaló al Japón. Es posible que su viaje al país asiático en 1962 y su posterior matrimonio con Setsuko Ideta, en 1967, marcaran al pintor. De esas nuevas exploraciones quedan algunos cuadros en los que Setsuko fue modelo, como se aprecia en La habitación turca (1963-1966) y donde parece resumirse un largo período de búsquedas e influencias formales.
Se aprecia que tales estudios fueron largos y minuciosos, y algunos cuadros iniciados bajo este signo –el de la pintura japonesa-, en la década del 60, no fueron concluidos hasta mediados de la década siguiente, como sucede con Japonesa con espejo negro (1967-1976), y también con Japonesa en mesa roja (1967-1976).
La apreciable maestría de este período –la de los últimos 20 años del siglo XX- se debe a haber sabido escoger la dirección de su obra. Y las sutilezas que en ella descubrimos la separan, formal y conceptualmente, de sus etapas anteriores. La capacidad de fabulación aumenta, y su oficio de pintor llega a la plenitud. Me refiero a cuadros como Gato en el espejo 1 (1977-1980), y Gran composición con cuervo (1983-1986), pero también a otros como Desnudo adormecido (1980), Desnudo con foulard (1981-82), Desnudo frente al espejo (1981-83), y Desnudo con guitarra (1983-86). En algunos de estos cuadros –sobre todo en Desnudo con foulard y Desnudo frente al espejo– se siente la sombra de Picasso, sobre todo por la enorme gracia y sencillez de los mismos, que nos recuerdan los retratos realizados por el malagueño en su época azul y rosa.
Pero diríamos que hay más misterio en estos, y una sensualidad como lejana y nostálgica. La desnudez aquí tiene ya otra vibración. En algunos cuadros mencionados –Desnudo adormecido y Desnudo con guitarra– las adolescentes parecen bellas durmientes desnudas. Abandonadas totalmente al sueño –los brazos cruzados o por encima de la cabeza- sobre las mismas camas y chaise-longues de siempre, nos dan una cierta imagen de pureza y desamparo a la vez. Algunas yacen junto a guitarras, mostrando sin malicia su sexo impúber. Es como si el artista presagiara su despedida de este mundo y lo hiciera a través de esos cuerpos que duermen, como duermen los niños que acaban de nacer.
En La espera (1995-2001) Balthus recupera la misma inquietante atmósfera de sus primeros óleos. Sobre una chaise-longue azul se encuentra tendida una joven muchacha. Está totalmente desnuda y boca arriba, en una actitud de total abandono. Con la mano derecha, la muchacha sostiene una bandolina y con la izquierda parece mesarse los cabellos rubios. Nadie sabe si duerme o reflexiona, pero algo angustioso se desprende de sus gestos. En el ambiente de profunda y sensual intimidad del cuadro, enmarcado por una enorme cortina de color azul Prusia y una ventana abierta a través de la cual un perro blanco, en dos patas, observa, se podría escuchar los latidos del tiempo. Nadie sabe qué cosa o a quién espera la muchacha, ni qué observa el animal, pero se tiene la impresión del arribo inminente de algo o de alguien.
Fue el último cuadro de un hombre ya envejecido, que cerró los ojos poco después de haberlo concluido. Con él terminaba también el largo diálogo entre el artista y sus jóvenes modelos, a las que había retratado casi siempre desnudas –de pie, sentadas o yacentes, de frente o de perfil, despiertas o dormidas-. Era como si ya nada quedara por saber, nada que interrogar acerca de los secretos del cuerpo y la memoria. O me equivoco, y la muerte interrumpió el mejor momento de esas indagaciones. De todas maneras, sus respuestas están ahí, en la extensa, brillante y significativa obra que nos deja.
NOTAS
1. Luis Antonio de Villena: El libro de las perversiones, Editorial Planeta, 1992.
2. FERSEN, MONTHERLANT, BALTHUS, págs. 111 y siguientes.
3. Balthus: Memorias. Lumen. Col. Memorias, 2002, pág. 125-126.
4. Emplea la palabra «desvestidas» y no «desnudas», una suerte de eufemismo para referirse a la desnudez real, no ideal.
5. Luis Antonio de Villena, op. cit.
6. Es un error de apreciación del escritor, porque el personaje del cuadro no tiene el torso desnudo, sino que posee una camisa o camiseta de mangas largas, muy ajustada al cuerpo.
7. Luis Antonio de Villena. Op. cit.
8. Citado por Gilles Néret en Balthus, El rey de los gatos. Taschen, 2003, pág. 7.
9. Op. cit, pág. 13.
10. Gilles Néret. Op. cit., pág. 24.
11 Balthus: Memorias, pág. 120.
12. Op. cit. Pág. 208-209.
13. Gilles Néret. Op. cit. Pág. 22.