En la estación parisina de Saint Lazare no hay hollín, ni olor a hierro viejo y grasa de locomotoras y nosotras no llevamos sombreros, vestidos barriendo el piso, ni bastones como las damas de hace ciento cincuenta años, cuando Claude Monet pintó estos mismos andenes cubiertos por un humo azul. El piso brillante y los carteles lumínicos que indican la inminente partida de trenes hacia decenas de destinos, las tiendas de jabones perfumados en forma de flor, las escaleras eléctricas y los veintisiete amplios andenes hacen que esta Saint Lazare no se parezca en nada a la que aparece en el cuadro de la National Gallery de Londres, ni a ninguna de las otras versiones que pintó Monet. Pero la enorme fachada de piedra de la vieja estación de trenes está casi igual que a fines del siglo XIX, y la bóveda de cristales del primer andén y las columnas de hierro que la sostienen siguen en su sitio. Tanto amaba Monet esta imagen que día tras día acomodaba su silla, sus pomos de pintura y un trozo de lienzo frente al andén y, pincel en mano, trataba de poner sentido a su fascinación por el progreso salido de cada silbato de tren.
En 1878, cuando Monet pintó Saint Lazare por primera vez, ya soñaba con perderse para siempre en medio del campo, lejos de su París sucio y bullicioso. Siglo y medio ha pasado, París sigue siendo bullicioso y un poco sucio, y nuestro viaje en tren al refugio del pintor será tan breve como un domingo. Para Karla, nacida en una esquina de México donde los cactus son hasta siete veces más altos que las personas, la campiña francesa ha tenido siempre la pátina romántica de las páginas de los catálogos de moda que tanto le gustan, esas donde jóvenes bellos y felices arrastran la ropa por la hierba fresca; para mí, es el recuerdo, cada vez más difuso, de una historia de amor que pudo ser, pero murió arruinada por las distancias hace ya muchísimo tiempo. Para Severine, categóricamente francesa, Un domingo en la campiña como el que vamos a vivir, no es el título de la película de Bertrand Tavernier sino un viaje de vuelta a su infancia en el norte de Francia. En Saint Lazare cogimos el tren hacia Giverny.iki
Antes de cumplir sus cuarenta años Monet había perseguido y pintado el agua de los ríos, el follaje y la sombra de las nubes de muchos pueblos de las riberas del Sena y de la costa normanda donde había vivido sin conformarse con un sitio definitivo. Obsesivamente había repetido más de treinta veces la imagen de la catedral de Ruán, dieciocho veces el paisaje nevado alrededor de su casa en Argenteuil, y una decena de veces el puerto de El Havre, además de cubrir varios lienzos con distintas versiones del jardín de su casa en Sainte-Adresse. Quizás nadie más podía notarlo, pero Monet creía que el más imperceptible movimiento del sol, apenas un milímetro, alteraba tanto la imagen del mundo que era casi un deber para el artista pintar esa nueva partícula de luz, esa irrepetible realidad.
Cinco años después de la primera azulosa versión de la estación de Saint Lazare, el pintor obsesionado con los tonos de luz, la había repetido once veces más. Fue entonces, en mayo de 1883, que tomó sus libros, sus óleos, su vajilla, sus muebles y su numerosa familia, y se instaló setenta kilómetros al noroeste de París, en Giverny, a donde vamos, como él, en tren desde Saint Lazare.
Esta no fue una más de sus numerosas mudanzas, un paradero. Tal vez el ya entonces famoso pintor había visto en el paisaje local de la pequeña villa normanda en la ribera del Sena algo que los demás mortales no. En Giverny, Monet buscaba no solo la tranquilidad y la luz campestre, sino un pedazo de tierra donde crear la más grande de sus obras. Ya tenía ideado un jardín inspirado en grabados japoneses y lo había retocado cuidadosamente en sueños. Fue así como el pintor empezó a sembrar un edén: colorido, inaudito, exótico, decididamente fuera de sitio. Comenzó a sembrar árboles para luego podarlos, a su manera, en la tierra y en los lienzos.
Con sus propias manos abrió los primeros canteros para las plantas traídas de países distantes; luego sus jardineros se ocuparon de alinearlas en combinaciones de colores, alturas y fragancias nunca antes pensadas. Como en los tiempos cuando Monet vivía en ese caserón rosado, con puertas verdes y enredaderas que trepan hasta el techo, el amplio jardín alrededor de la casa forma una improbable vecindad de rosas, manzanos, peonias, cerezos, campánulas, anémonas, narcisos y lirios, todo gloriosa y anárquicamente planeado, un teatro de los colores bajo el jubiloso, insolente sol de primavera.
Increíblemente, muy pocas veces Monet dibujó las flores frente a su casa; hay un cuadro de sus canteros de lirios, y otro, con hileras de iris en varios tonos de púrpura y flores rosadas debajo de árboles donde se ve un retazo de la casa en el fondo. Se llama Jardín del artista en Giverny, y está en el Museo d’Orsay. Hay también algunos cuadros de los campos de amapolas que rodean la aldea, pero durante los últimos treinta años de su vida, los ojos del pintor estuvieron tercamente posados en otra parte del patio que pintó ad infinitum: el estanque de los nenúfares.
A media mañana atravesamos un pequeño pasaje subterráneo para llegar a la húmeda arboleda de rododendros y glicinas. Los álamos sofocan la senda, los sargazos y bambúes desdibujan los reales contornos del estanque, las algas se asoman a la superficie, un musgo verde y resbaladizo cubre el trillo y allí, entre sauces llorones, aparece el estanque de aguas negras, con sus abanicos de nenúfares flotantes.
Hay que apartar las ramas para caminar alrededor del estanque y seguir el movimiento casi imperceptible de las balsas de flores blancas y rosadas que se acercan a los bordes y luego, cuando el viento es generoso, siguen su lento navegar. Seguramente fue un día tan brillante como hoy cuando Monet pintó Mañana. Madrugó, estudió el azul del amanecer, lo esbozó de un golpe, le puso al cuadro el título más simple y elocuente. Quizás esperó el momento correcto, la luz precisa, para terminar un segundo lienzo, esta vez del agua del estanque cuando el sol se cuela por encima del puente japonés. Tampoco perdió tiempo en el título, Mañana clara con sauces. Si lo hubiéramos visitado entonces, este mismo día, pero cien años atrás, en junio de 1913, el pintor de larga barba blanca y sombrero nos habría paseado por el jardín contando la historia extraordinaria, fabulosa, de cada planta, y nos habría despachado para volver al estanque a media tarde y pintar el arco de rosas trepadoras que ocultan la vieja línea de ferrocarril. El título, parco y literal, Arcos florecientes. Monet pintó el estanque desde cada esquina, en cada estación, a cada hora del día, continuamente, durante el resto de su vida. Nosotras lo caminamos una y otra vez, en medio de un silencio profundo, íntimo y grandioso, solo roto por el piar de las aves.
Ya en la tarde recorrimos la aldea en busca del modesto cementerio donde el pintor fue enterrado en diciembre de 1926, lejos de los grandes de Francia que descansan en Père Lachaise, en Montmartre, en el Panteón de París. La tumba no podía ser distinta, está marcada solo con una piedra de mármol rodeada de dalias, narcisos, tulipanes, lirios, peonías, alhelíes, crisantemos, girasoles y No Me Olvides.
En el tren de vuelta a París, Karla miraba una y otra vez nuestras fotos en medio del campo de amapolas, cada una más radiante que la anterior y Severine me señalaba la imagen final de Giverny a través de la ventanilla, apenas una mancha roja en un paño de verdes y amarillos.
Llegué a L´Orangerie al día siguiente, con el recuerdo de un Giverny soleado y radiante en la piel. Un Monet ya muy viejo trabajó en este edificio del Jardín de las Tullerías junto al arquitecto Camille Lefèvre diseñando la galería donde sus cuadros serían expuestos para siempre. Tal como quiso, sus últimos lienzos cubren las paredes del suelo al techo. «Veo azul», se había quejado el pintor luego de la operación de cataratas que en 1922 le devolvió la vista. A esta hora de la mañana no hay nadie en el museo, ni veladoras, ni estudiantes de arte, ni siquiera lámparas, solo yo y los rayos de sol que se cuelan por el techo, alumbrando Los nenúfares: Mañana con sauces. Camino en círculo, pues las paredes no son rectas, los ocho lienzos son tan grandes que parecen unirse y cerrarse en un gran óvalo: primero, Los nenúfares, tres reflejos; luego Los nenúfares, las nubes, donde dejó caer unas pocas manchas blancas; y finalmente Los nenúfares, sol poniente, los únicos amarillos y violetas visibles. Yo esperaba una copia del estanque, los sauces y las amapolas silvestres, pero me encuentro frente a un nuevo jardín, noventa y un metros de nenúfares, aguas, árboles y cielos, tan rabiosamente azules que solo en lienzos Monet pudo inventar1. •
1._ Del libro Viajes de una guajira, de Iris Cepero, publicado por la editorial Hurón Azul (2022).
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