Por: Marta María de la Fuente Marín

Secretos y otras realidades de Leonardo Eymil

Las chicas de Leonardo se me resistieron. Debo confesarlo. 

Traté de forzar que se expusieran ante mis ojos, pero solo conseguí que se recubrieran sus atributos y mantuvieran su intimidad incólume. Había tenido otras experiencias con chicas como ellas, pero ciertamente había olvidado que la clave para revelar su belleza estaba en compartir su vulnerabilidad. 

Podría decirse que el reencuentro con dicha verdad no fue una epifanía,  sino  más bien una casualidad circunstancial; un efecto colateral que me hizo recordar mi primera vez con una chica hiperrealista. 

Creía que lo que estaba viendo aquella mañana en mi clase de arte era una foto documental de alguna performance, pero realmente era una escultura de John de Andrea. La inocencia de quien hace un descubrimiento increíble se plasma en la mera contemplación voyerista, donde la satisfacción encuentra lugar escrutando el objeto percibido, en este caso, penetrando las carnes que reposaban sobre aquel pedestal para hurgar en la desnudez femenina y preguntarme cómo se había logrado representar con tanta exactitud. 

Pudiera parecer un acto erótico, incluso sexual, deleitarse con las formas humanas; sin embargo, es un ejercicio de apreciación de la técnica, que se visibiliza solo ante quienes escudriñan cada curva sabiendo que lo son. No sienten vergüenza al gustarle uno labios porque se parezcan a los naturales, no hay temor en reparar sobre las formas por lo que son, antes de por lo que significan.  

Ante ese tipo de espectadores, conscientes de su vulnerabilidad por el gusto del cuerpo humano naturalmente representado, se desnudan las chicas de Leonardo Eymil Ramírez (Ciego de Ávila, 1990). Ellas se abren al público que aprecie su anatomía perfectamente ejecutada, la redondez y la gravedad de sus pechos, los juegos de pliegues de la piel o la sombra de su vello corporal.

Una de las que llama al fisgón, al curioso, al mirón, es La dama de la perla. ¿Será por su recogimiento, similar al formato que la circunda? ¿Será por la ilusión de distancia visual, que abre y cierra sus ojos? Les diría que sí, pero también por los detalles figurativos que definen la morfología de su espalda, por los que iluminan a ratos el cabello, y sobre todo, por la pequeña joya, cuya búsqueda no solo inclina al público sobre la obra, sino también define la identidad de esta última como una pieza hecha al y por el detalle. 

Sin embargo, este acto de pasivo escrutinio, de disfrute contemplativo sin ser visto,  se torna en un «cara a cara» con obras como Sílfide y El silencio es un ruido más. Son chicas que te devuelven la mirada, que buscan en quien las observa algo más que el disfrute estético. Es entonces cuando lo real atraviesa las pieles y llega a los significados. 

En la mujer delgada  ̶ a la que Leonardo gusta llamar Sílfide —, no solo aparecen remarcadas las clavículas, sino también las señas de la violencia. Como un río, el carmín tiene su nacimiento en la cabellera de aspecto doméstico y  des-em-boca con un acto de silenciamiento sacrificial. Ante estos elementos es ineludible dedicarle un pensamiento a los crímenes de género, sobre todo, con una imagen tan clara como la de un pezón ensangrentado.

A similares ideas se inclina El silencio es un ruido más, cuyo uso de los botones salpicados sobre la piel alude a la pretérita labor de costura, que se estereotipó como una de las pocas funciones a la que las mujeres –afortunadas- podía dedicar su tiempo, entre otros motivos, porque favorecía el silencio y la disciplina. Esta particular extensión del objeto en la obra permite imaginarlo como el despliegue de una enfermedad, una suerte de erupción, que resulta contagiosa, molesta, y, antiguamente, casi indetenible. 

Sin lugar a dudas, las chicas de Leonardo me confiaron sus colores cuando les confesé mi vulnerabilidad: el gusto consciente de admirar cuerpos naturalmente representados y disfrutar la belleza estética con que eran logradas sus formas. Aunque en ello radica el secreto de la confianza, la visión debe ser más intensa y no permanecer ‘a flor de piel’. Por tanto, nuestros encuentros eran más que una oda a la técnica, porque sus ojos exigían de mí una comprensión, un escrutinio otro, una inquisición, una contemplación activa, que notara ya no la realidad de sus arrugas o de sus sombras, sino también la de sus significados. •

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