LITERATURA ARTEPOLI
En la otra orilla del río, Mirna reía a los pies de un flamboyán. Su risa era cautivadora, se te adentraba por los oídos y te contagiaba, te convertía en adicto a aquella fina cascada de ja, ja, ja. Estaba desnuda y en pose como la Dánae de Rembrandt. Con la mano derecha semilevantada me hacía señas y reía, reía, reía… El ampuloso cuerpo destacaba en la hierba como una roca de carne color melcocha: muslos monumentales, vientre blando, senos enormes y redondos. En Mirna abundaba todo. Ella misma era como el cuerno de la abundancia. Majestuosa. Mayestática. Masas, masas y masas de curvas bien dibujadas, perfectamente cinceladas por la mano de Botero. El triángulo azabache de su pubis apenas se veía bajo la prominente y descarada barriga de alabastro negro. Gritó algo que no logré descifrar, aun así simulé una sonrisa y asentí con la cabeza como si la hubiese entendido.
Mirna estaba allí, había dejado de ser un sueño, había dejado de ser un boceto.
Mirna era una mole humana apetecible, una diosa celulítica presta a ser devorada por un dios enclenque y jorobado.
Mirna ahora era tan real como el temblor de mis manos, el traqueteo de mis rodillas o el sudor de mi frente y mis axilas.
Mirna era un mogote que yo tenía que explorar remontando cada trozo de territorio, cada ladera, cada espesura.
Me acerqué lentamente a la orilla del río, el agua se metió entre los dedos de mis pies y, a medida que avanzaba, vistió mis tobillos, mis rodillas, mi cintura, mi torso, mi cuello. No me sumergí ni braceé, solamente caminé a través del cristalino caudal. Cuando emergió, la ropa mojada se había pegado a mi carne como una segunda piel chorreante. El pantalón blanco se transparentaba dejando ver un arrugado pene dormido entre el vello púbico, como un minúsculo pichón agazapado en la seguridad del nido, pero cuando abarqué con mis ojos en primer plano la carne mulata de Mirna, se fue despertando de su letargo y se creció ante la mole, el pichón se hizo palomo y extendió sus alas. Mirna miraba la transformación de mi sexo y reía frenética. Yo seguía temblando. Se irguió ella como una estatua poderosa, me atrapó por la cintura, y con destreza su boca deshizo los botones de mi portañuela, mi pene saltó al vacío apuntando su caperuza roja hacia el cielo de nubes deshilachadas y luego al cielo de su boca. Yo también me adentré en el cielo. Al poco una lluvia de oro, exactamente como la del cuadro de Tiziano, se hizo corpórea. Las monedas tintaron nuestros cuerpos de dorado. Mirna seguía siendo Dánae, pero ahora parecíamos habitar en el óleo de Gustav Klimt.
La campiña resaltaba su verde bajo y tras nosotros; el flamboyán acariciaba a la palma y la palma a la ceiba. El colibrí anidó junto a la torcaza y la jicotea le hizo un guiño al chipojo. El tomeguín huyó tras el jagüey con la bijirita, y el tocororo se posó en mi cabeza para coronarme rey de la sabana, para convertirme en un dios. Y como un dios (Zeus guajiro) me hundí en Mirna, en su blandura, probé sus senos, buceé entre sus muslos y desaparecí dentro de ella tragado por las fauces de su vulva salada. Dejé un río de semen dorado en su vagina y seguí subiendo. Llegué a su corazón, lo besé con ternura y le hice el amor al compás de cada latido y de cada pálpito, acaricié cada válvula y cada artería. Insuflé mi aliento en sus pulmones y dejé tatuada un ala de zunzún en cada uno. Me escapé por su boca y la besé. Besé sus ojos y me retraté en su retina. Me derramé en su barriga, en su pubis, en sus nalgas. Luego me acurruqué en su ombligo, justo cuando el pintor daba la última pincelada y me dejaba retratado, para siempre, en el cuerpo de Mirna, en el cuerpo de Dánae, en el lienzo inexistente de ese pintor que no era otro que yo mismo. •
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