No quisiera repetirme en lo mismo que ya he escrito sobre Felipe y su obra, que ha sido mucho. Podría decirse que el conjunto constituye un canto general, una lucha por construir una vida dentro de la plástica, tal como se evidenció en sus primeros pasos, cuando ya entonces eran indicios seguros de un imaginario imposible de controlar. Aseguraba Cassirer que “vivir en el reino de las formas no significa una evasión de los asuntos de la vida, sino que representa, por el contrario, la realización de las energías más altas de la vida misma”. No cabe duda que sus vicisitudes existenciales tuvieron una gran influencia en el modo de enfocar su producción, lo que generó a la larga la fusión nuclear e inconfundible de su quehacer en los límites de lo humano. Por descontado que es en tales términos como hay que considerar, a partir de su infancia, la aparición de un instinto firme y de una intuición infalible, una capacidad indomable, la más implacable exigencia técnica y hasta un cierto virtuosismo en el dibujo. Por lo tanto, así fue elaborando la concreción de un mundo pictórico con arreglo a la conciencia de sus recursos, formas y motivos, lo cual le procuró una garantía de viabilidad en la búsqueda de la conexión final. Prácticamente nunca ha descansado, pues siempre, desde sus años de San Alejandro, su trabajo iba a más por la sencilla razón de que en la evolución del mismo radicaba su destino y la encarnación de lo que llegaría a ser su futuro. Ya desde joven fue premiado y se empezó a valorar su labor como la apuesta inimitable y estilística del gran creador en ciernes en que se estaba convirtiendo. La salida de la isla antillana amplió horizontes y esas ansias de conocimiento que le torturaban. Sin embargo, Cuba y la historia del arte fueron sus orígenes –y continuarán acompañándole día a día-, y también las vísperas de una voluntad decidida a darle dimensión y exaltación a un relato y una fantasía de los que estaba poseído tanto como era poseedor. Sentado en el Malecón, murmuraba para sí lo que había leído de Schelling, que debía de ir más allá de la forma para volver después a ella en tanto en cuanto que inteligible, viva y sentida realmente. De su gran talento para que el contorno, la línea, el blanco y el negro discurriesen por andaduras genuinas, pasó a los enunciados cromáticos cuyo tratamiento fue perfeccionando hasta que se dotaron de su propio estallido de gamas y tonalidades o de pátinas tímidas pero no temerosas, sirviendo en su licuefacción de médium para aventuradas epifanías. No habiendo en este momento reglas ni pautas y ni un parangón estético, él encontraría el suyo propio, incluso aunque todavía estuvieran vigentes. Su numen sería marco y seña de esa singular y personal representación. Por otro lado, entiende su quehacer como la revelación de una determinación episódica que configura diversos escenarios segmentados en series que van de una significación a otra –aunque tienen un nexo común- con la fluidez de unas arquitecturas que se distinguen por una concepción estética de distintas raigambres que en su definición hacen solamente una, la más depurada, viva y sellada. Como tales han quedado como hitos de su biografía artística, y por hacer mención de algunas, están las correspondientes a “Micromundos”, “El Quijote”, “Guernica”, “Foto de Familia” y muchas más. En ellas, agranda penumbras, se exige luz y lucidez en su ejecución y realidad, da savia nueva a experiencias, sabidurías y pasiones, conduce espacios y tiempos, historias y religiones, confines y memoria. Para Felipe, las superficies, soportes, lienzos, pliegos o paredes –mural en Miami- son los elementos materiales sobre los que se vuelca la catarsis creativa, que tiene lugar sin dejar casi ningún hueco sin cubrir. Es la voracidad de un demiurgo que no desea ceder ni un milímetro del hombre que quisiera enfrentar su muerte con la certidumbre confirmada, aureolada y consolada por la verdad legada.