LAS OBSESIONES DE EGON SCHIELE

Por. José Pérez Olivares

Fue en 1911 cuando Egon Schiele -que a la sazón iniciaba sus estudios de pintura en la academia de Bellas Artes de Viena- conoció a Valerie Wally Neuzil, una hermosa chica de apenas 17 años que, al parecer, ya había posado para otros artistas, entre ellos Gustav Klimt. Y todo indica que el entonces joven pintor de 21 años logró convencer a Wally para que fuera su modelo y –de paso–, para que se convirtiera en su amante.

Valerie se marchó con Egon a una casa solariega que este había alquilado en Krumau, y le sirvió de modelo en numerosos dibujos y acuarelas. Aquel tipo de convivencia irregular practicado por ambos, y los esfuerzos de Schiele para encontrar jóvenes modelos que le posaran, acabó por escandalizar a los lugareños. Y, como quien dice, los obligó a abandonar precipitadamente el lugar para ir a establecerse en Neulengbach, cerca de Viena, pero Egon fue detenido bajo la falsa acusación de secuestrar a una menor, lo que le valió catorce días de arresto. Demostrada su inocencia, fue conducido a St. Pölten, donde se le condenó a tres días de prisión por difundir «dibujos obscenos». Y en su veredicto, el juez se tomó la atribución personal de quemar uno de ellos, lo cual demuestra hasta dónde puede llegar la autoridad de un funcionario estatal. Hoy nos preguntamos qué tipo de representación podría haber en ese dibujo que no hayamos visto en otros del artista. Por lo que sabemos, Schiele nunca entendió las razones de su proceso y posterior encarcelamiento, y así lo dejó entrever en el título de uno de los trabajos realizados en prisión. «¡Reprimir al artista es un delito, es asesinar la vida cuando germina!»

No cabe duda de que para Schiele pintar lesbianas haciendo el amor, jóvenes y escuálidas prostitutas de anguloso cuerpo, y modelos que no sentían rubor alguno en posar con las piernas abiertas mostrando sus entrañas, carecía de la trascendencia que los hombres y mujeres de su tiempo les dispensaban. Y por esa razón –la de violentar las normas de una doble moral de la que nadie resultaba ajeno- fue castigado.

Mirando hoy esas obras, uno siente que la rebeldía de aquel hijo de un jefe de estación de ferrocarriles en Tulln, resultaba más que justificada. ¿Era la Viena de principios de siglo XX un modelo de sociedad honorable? ¿Lo era la Europa que pocos años más tarde iniciaría una de las dos guerras más destructivas que haya conocido la humanidad?

La Viena de los tiempos de Schiele era, sin duda, una ciudad de progreso. «Pero este mundo de apariencia tan compacta –escribe Wolfgang Georg Fischer- tenía también sus fisuras. La boyante industrialización atrae a oleadas de inmigrantes, trabajadores que ocuparán las viviendas miserables de los barrios periféricos, absorbidos más tarde por la ciudad. El número de habitantes de Viena pasa de 801.176 en el año 1890 a más de 1.300.000 al finalizar el siglo…»1 .

Lo más probable es que de entre esos inmigrantes y proletarios de barrios marginales, hayan surgido las numerosas mujeres y niñas que posaron para el joven pintor, pues como bien reconoce Fischer, resultaba obvio que «era más sencillo hacer posar una muchacha del proletariado que a otra de la burguesía»2 .

Entre las obras donde Wally posó para Egon, encontramos la que tituló Retrato de Valerie Neuzil (1912, óleo sobre tabla, 32 x 40 cm). En él aparece un rostro bastante más adulto que el de una chica de 17 años, con un sombrero blanco y un vestido oscuro. Los ojos, sobredimensionados como si fueran los de un icono medieval, llaman la atención por su mirada nostálgica acentuada a través de la belleza de unas pupilas claras y expresivas. Otro retrato, también de 1912 –Retrato de una mujer (Valerie Neuzil), aguada a lápiz, 24,8 x 24,8 cm-, nos muestra un rostro más indiferente, cuyos ojos son ahora tan grandes como oscuros. Está realizado con una gama abierta donde predominan rojos, verdes, neutros y azules, y parece como si Egon estuviera a punto ya de traspasar los límites de la figuración para adentrarse en territorio abstracto.

Sagrada familia (1913, aguada y lápiz sobre papel apergaminado, 47 x 37,5 cm) es, a mi juicio, uno de los mejores trabajos donde hallamos el rostro de Wally Neuzil. Rezuma cierto misticismo inducido por el título, y en él aparecen, además de la muchacha, el rostro de Egon y el de un niño que por momentos parece un feto y sugiere un posible embarazo de la chica.

Con el favor de aquella adolescente, Schiele hizo algunos estudios de gran importancia que ayudaron a precisar su estilo. Uno de ellos es Wally en blusa roja, con las rodillas en alto (1913, aguada, acuarela y lápiz, 31,8  x  48 cm) en poder hoy de un coleccionista privado. En el gouache, ella aparece acostada bocarriba, el brazo izquierdo de almohada y observando –con esos ojazos enormes y expresivos– al dibujante. Se encuentra en ropa interior y con ambas piernas alzadas y entrecruzadas, en un gesto indiscutiblemente cargado de sensualidad y erotismo. Para acentuar el sentido de la pose, hay un predominio del rojo y el naranja sobre un fondo apastelado, que entona perfectamente con la gama escogida. Todavía más atrevido, es el que tituló Mujer con medias negras (Valerie Neuzil), de 1913 (aguada, acuarela y lápiz, 32,2 x 48 cm) donde la belleza y sensualidad de la muchacha aparece en todo su esplendor, y aunque no se encuentra totalmente desnuda, sino en ropa interior y con la pierna derecha descansando sobre la rodilla izquierda, no por ello deja de mostrar su sexo al espectador. Algo hay en esta obra que nos recuerda el lejano y delicado erotismo de las geishas de Utamaro. Sin embargo, el espíritu marcadamente provocador y anticlerical de Egon Schiele se pone de manifiesto en Cardenal y monja (Caricia), (1912, óleo sobre lienzo, 69,8 x 69,1 cm) donde Wally, disfrazada de monja, aparece arrodillada frente a un cardenal que la acaricia.

 

Wally no fue la única modelo del pintor austriaco. En los numerosos retratos y desnudos realizados por él hallamos los nombres de otras tantas mujeres que posaron en distintas fechas, como fue el Retrato de Poldi Lodzinsky, un óleo de 1910 caracterizado por el contraste entre la angulosidad de los detalles anatómicos del personaje y el colorido de su atuendo. En la misma fecha también pintó a su hermana Gerti, La maliciosa (Gerti Schiele), y en el que, siguiendo más de cerca los preceptos expresionistas, exagera su fealdad y malignidad. Otro cuadro similar, realizado a la hermana, es Desnudo de muchacha con los brazos entrecruzados –una acuarela, también de 1910- en la que Gerti aparece de pie, totalmente desnuda, a la manera en que Schiele solía entonces representar a sus modelos.

Después de abandonar a Wally y contraer matrimonio con Edith Harms, tres años más joven que ella, Egon utiliza de modelo a su nueva compañera. Un hermoso estudio, realizado en aguada y carboncillo, lo tituló Retrato de la esposa del artista, sosteniendo la pierna derecha. En esa cartulina hay un tratamiento de dibujo y color más delicado y sensual que el de fechas anteriores. También posó para él Adele, hermana de su mujer, con poses bastante más atrevidas que las que pudiéramos esperar de una cuñada, como se aprecia en dos aguadas de 1917: Mujer sentada, con medias color violeta, o en Desnudo femenino yacente.

Imposible resumir, en tan breve comentario, la cantidad de estudios, óleos y dibujos realizados por Egon Schiele en los que se aprecia el carácter erótico –y por momentos lascivo- de los mismos. Solo mencionamos los que, a nuestro juicio, sobresalen por su fuerza.

Muchacha acostada, con vestido azul oscuro (1910) es una de esas piezas que ponen de manifiesto el carácter transgresor de aquel joven inconforme, genial y rebelde. Su enorme erotismo procede del hecho de que la modelo, aunque vestida totalmente de negro, abre sus piernas mostrando una vulva roja, contrastada contra una mancha blanca que la hace aún más evidente. No podemos calificar esa obra de agradable, sino como una de las más violentas y lascivas de cuantas había realizado en aquella fecha, y que se aproxima a lo que algunos definirían como una imagen pornográfica. Hoy nos parece obvio que Egon rechazaba, con todas sus fuerzas, aquella sociedad que le tocó vivir y los fundamentos morales sobre los que descansaba. Y lo demostró fehacientemente valiéndose del desnudo femenino tratado en forma violenta y carnal, cuando no obscena.

Para este redactor, el más bello de los desnudos realizados por Schiele –el que más le llega por lo que pudiera haber en él de denuncia social–, es Desnudo de muchacha de cabellos negros (1910, acuarela y lápiz con contorno blanco, 54,3 x 30,7 cm), que puede apreciarse hoy en un museo de Viena. En esa acuarela hay mucho del sentimiento con que el artista retrató a esa chica, posiblemente menor de edad, que exhibe su cuerpo magro –y usado ya– al espectador de turno. La expresión es infantil, pero el cuerpo pertenece al de una mujer experimentada en el oficio de la prostitución callejera. Aunque en muchas de las pinturas de estos años Schiele tiende a caricaturizar y distorsionar «prescindiendo de todo sentimentalismo»3, esta pintura podría ser una de esas raras excepciones en la que se aprecia un toque de humanidad en el rostro de la modelo.

De todo podemos hallar en los trabajos artísticos de Egon Schiele. Su mirada fija y penetrante nos dejó un verdadero muestrario de tipos diferentes de mujeres que hoy podemos ver en cada una de sus obras con un propósito específico. En conjunto es el testimonio de una época dura y despiadada, que alcanza su clímax con la debacle ocasionada por la Primera Guerra Mundial. Lo que Schiele nos dejó fueron también sus obsesiones eróticas y algo de su hastío, materializados en el cuerpo femenino al que dibujó, estudió, pintó, amó y conoció mejor que ningún otro artista de su tiempo. Lástima que su prometedora vida –y la de su esposa Edith– concluyera en plena juventud a causa de una epidemia de escarlatina que asolaba Europa el mismo año en que se firmaba el armisticio. •

1._  Wolfgang Georg Fischer: E Schiele (1890-1918). Pantomimas del deseo. Visiones de la muerte, Taschen, 2007, pág. 86.

2._ Wolfgang Georg Fischer. Op. cit.

3._ La expresión es de Wolfgang Georg Fischer, pág. 77. 

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