Por: Marta María de la Fuente Marín
David tiene una novia.
Cuando hablamos, me la describía como una femme fatale. Una dama rebelde y caprichosa, pero de un veneno embriagador. Temblaba como una hoja cuando me contaba. Cuando me la presentó, descorrió una cortina. Me enseñó un cuadro… y dos… y tres…
Entre flores, cuadros, música y tacones, descubrí quién era la novia de David. Aquella de explosiones de colores, de tormentas mentales, de insomnio inesperado, de obsesiones…
Frank David convierte a la creación en sí misma en el motivo de muchos de sus cuadros. Con su estilo de tórrida paleta y fragmentos provocativos, la retrata desde su dual concepción, como un ente instintivo e intempestivo, pero bello y profundo.
Es así como la calma de un lago de nenúfares de pincelada inacabada se enrarece con un ring de boxeo de disimulado diálogo. Dos o tres cosas que sé de ella atrapa la experiencia de un face to face, cómo los simples encuentros se tornan forcejeos de voluntades y de ellos emana la belleza. A veces demorada, otras imperfecta, hasta ahogada por su propia naturaleza, pero siempre chispea en haces de luz creativa que terminan vehiculizando el conflicto interno de la sensibilidad.
Ese espacio de golpes, de sudores, de fracasos, de victorias, de lucha al fin y al cabo, navega en ese lugar de belleza y se transforma junto a él. Pero su presencia hace más que probar fuerza, pues realmente potencia todo lo que toca, hasta que la expresividad contenida en matices, sutiles acabados y perfecta armonía, explota en grandes manchas contrastantes, trazos desenfadados y jugueteo con el caos.
La creación produce entonces las Interferencias, como bien dice David de su novia. Esa detonación estalla los marcos de referencia y el motivo escapa en una gran masa enredada de flores y espinas, pero luego se acomoda a la caja de resonancia de un piano, porque su inconforme belleza radica en la aparente rotura de todo límite, cuando la verdad es que solo se trasviste en uno nuevo.
Precisamente O tú o ninguna es más que un ultimátum de posesión, es la comprensión de una libertad caprichosa. Al tiempo que se expande fuera de su moldura, encuentra otra para explayarse. No cambia de escenario por amplitud o por cuestiones relacionadas al gusto, sino más bien por desafío. Tensiona no ya sus propias demarcaciones, sino también las de aquel que la recibe. Reformula todas sus etiquetas y le induce a entender otro nivel de profundidad, otro donde pueda comprender la posibilidad y el significado de un cuadro proyectado en un lago que anida en un piano.
David se encontraba ¿obsesionado? entre empastes y figuras que lograran atrapar una visión concreta de la creación. Dejaba cuadros a medias, empezaba otros, pintaba dos a la vez. En mitad de su discurso tan apasionado como aleatorio, pasó de largo por un cuadro, relativamente pequeño, pero poderosamente cargado. «¿Y este?» -le pregunté.
Unas musas visitaron la Tierra parecía no ser diferente de lo ya visto. Colores pop, mezcla de manchas, fragmentos sobre una excusa de paisaje y un título sugerente, pero, para lo que vivía David, era perfecto. Resumía todo su discurso en un par de motivos y en cierta forma, (des) dibujaba a la creación tanto como quería.
Contada como epifanía, mostraba a su novia -ahora llamada musa- como un torbellino que formaba piernas, tacones, pero deformaba rostros y escondía la identidad en una mixtura borroneada. Un amasijo de sentidos que se adaptaba a un perfil determinado y al mismo tiempo se escapaba de toda moldura. Lo único cierto era su dualidad, ese «sí, pero no» que le da tránsito a las inquietudes espirituales del artista, pero que también es receptáculo de toda interpretación.
Un muro de lamentos, una diana dardeada, unas palabras dichas al viento, una razón, una persona, una novia… eso es la creación… el todo y la nada.
David lloraba entre sus manchados dedos.
Todo había sido una declaración de amor.
La Novia de David