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Bellas artes

Ivonne Ferrer

Aproximación y conjeturas

Por: David Mateo

ARTÍCULO. (Versión digital)

La década del noventa constituyó para mí —y creo que para muchos de mis colegas— el develamiento súbito, fascinante, de una serie de tendencias novedosas dentro de las artes plásticas cubanas. Una de ellas fue, sin duda alguna, el apogeo de la producción artística femenina; una tendencia que no parece haber tenido parangón en etapas anteriores del siglo XX. En ese período vimos converger autoras reconocidas con artistas jóvenes egresadas de las academias e institutos de arte, con disímiles conceptos y estilos, representativas de casi todas las manifestaciones de las artes visuales. Aunque no tuve la oportunidad de corroborar el instante preciso en el que comienza a manifestarse ese auge, estaba seguro, por las consultas y estudios que había realizado, que podía hacerse visible ya desde mediados de la década de los ochenta.

Cada acontecimiento que me dispuse a documentar y a evaluar como especialista en los años noventa y buena parte del dos mil, revelaba la presencia activa de la mujer y su rotundo liderazgo. Visité un número considerable de talleres y estudios; escribí sobre el quehacer de muchas de ellas; y con algunas tuve el beneficio de fundar una amistad. Llegué a afirmar en algún que otro artículo, que me sentía más seducido por las alegorías y soluciones formales concebidas por las mujeres creadoras a la hora de abordar determinados temas sociales, que por aquellas que estaban siendo implementadas por los hombres. Pude desarrollar, incluso, el primer esbozo de una investigación curatorial que denominé Arte cubano, voces y poéticas femeninas, cuyos resultados exhibí en San Francisco, Estados Unidos, a mediados del dos mil.

Pero corroboré también que esa plenitud del movimiento artístico femenino estaba recibiendo el impacto de las decisiones migratorias de la época; y que su composición iba quedando a merced —como otras áreas de la cultura— de la demarcación arbitraria entre los de «adentro» y los de «afuera», los que se «quedaban» y los que se «iban». Entendía que se estaba generando un equiparamiento de proporciones entre la cantidad de artistas que habían decidido seguir viviendo en Cuba, y las que habían emigrado para integrarse a ese otro grupo de creadoras que vivían hacía algún tiempo en el extranjero. Sabía que en lo adelante cualquier estudio o inventario que se quisiera promover sobre el movimiento debía tener en cuenta esa situación fragmentaria, que no mostraba indicios de mermar, sino todo lo contrario. Ello no sólo se convirtió en un hecho de conciencia personal, sino también en un principio de actuación práctica. Todas las lecturas que desarrollé en lo sucesivo, los artículos historiográficos que escribí, las entrevistas que hice, las exposiciones que coordiné, las encomiendas editoriales y los viajes exploratorios, estuvieron en función de favorecer esta perspectiva de análisis integral.

Cuando visité por primera vez la casa de Ivonne Ferrer y Aldo Menéndez en la Florida, en el año dos mil nueve, me motivaban esos mismos propósitos de constatación y actualidad. Por un lado, tenía el deseo de conocer a una figura emblemática como Aldo, que tanto había contribuido al fomento de la creación artística en Cuba, en particular al desarrollo de la práctica serigráfica desde el Taller experimental de La Habana René Portocarrero. Y, por otro lado, quería establecer contacto con la figura y la obra de Ivonne Ferrer, de quien tenía algunas referencias valorativas desde la isla: en especial aquellas que destacaban su refinada ironía para re-contextualizar imágenes del acervo cultural cubano; para reensamblar iconografías y símbolos de la épica insular.

Imaginaba que esta pareja de creadores constituía un foco de atención intelectual, y eso me parecía útil para allanar el camino de las relaciones que pretendía establecer en la ciudad desde mi faceta como crítico, curador y editor. Me interesaba estimular el contacto con ambos, ya que en ese periodo era uno de los que veía con satisfacción el pronóstico de una apertura cultural entre Miami y La Habana; pronóstico que luego el comportamiento radical de ciertos políticos se encargaría de obstaculizar. Infería el beneficio de conocer detalles sobre el quehacer artístico de Ivonne Ferrer, y de poder emplearlos como evidencias en mis curadurías e indagaciones sobre la producción artística femenina, desde el ámbito concreto de la emigración. Sin aún conocerla, estaba casi convencido de que —al igual que la obra de Aldo Menéndez— su trabajo podía inducir interesantes enfoques desde el punto de vista conceptual y técnico.

El repaso de algunas piezas de Ivonne que ambientaban su casa de Miami, y luego la revisión detenida de los catálogos que me obsequió en aquel encuentro, fueron suficientes para darme cuenta de que mis expectativas no estaban erradas. Comenzaba a adentrarme así en el quehacer de una artista, cuya valía no solo se justificaba a través de una férrea condición multidisciplinar (lo cual no suele manifestarse en abundancia dentro del ámbito femenino); sino en el hecho —todavía más inusual— de poder exhibir un nivel homogéneo de rigor en el empleo de cada uno de estos procedimientos. No resulta difícil para un ojo entrenado poder descubrir, dentro de una actividad transversal como la de Ivonne, aquellas zonas donde se delata algún tipo de ineficiencia o desacomodo. Pero en su práctica artística esa fluctuación lograba atenuarse casi por completo. Manifestaciones como la pintura, la escultura, el grabado, la instalación o la fotografía; podían ser empleadas por Ivonne como un recurso exclusivo o combinado dentro de sus obras, y en cualquiera de las variantes era posible comprobar el acierto de la metodología y los artificios elegidos.

Esa pluralidad en el ejercicio de los procesos creativos fue, durante un periodo de tiempo, razón suficiente para mantener mi interés en su trayectoria; para tratar de estar al tanto sobre cualquier información que circulara de su actividad expositiva, por mínima que fuera. Pero luego, cuando me fui adentrando con más propiedad en su trabajo, fui descubriendo una faena algo más introspectiva y dramática; que difería un poco de aquel humor sofisticado, de sutiles matices costumbristas, que había reconocido en las primeras referencias visuales. Incursionaba con vigor en el cuestionamiento del canon histórico femenino; en el complejo universo de las relaciones sociales; en el trueque vital y enrevesado de los sentimientos y afectos humanos; y en el patrimonio cognitivo, espiritual, de las experiencias domésticas y maternales.

Comencé a reconocer, además, otro aspecto importante que otorgaba singularidad a su obra: el empleo de la multidisciplinariedad superaba con creces las funciones vinculadas al método o soporte representativo, para cubrir otros roles relacionados directamente con la conceptualización alegórica. Puede parecer un tanto obvio esto que acabo de afirmar, ya que muchos dirán que la implementación del método y el soporte impacta irremediablemente sobre el sentido y la cualidad de la metáfora. Y eso es muy cierto; pero sabemos que esa fase de supeditación no siempre resulta crucial para la legitimación del discurso, del cuerpo narrativo; y que muchas veces alcanza visibilidad real a partir de las interpretaciones o los desciframientos de la imagen. El subterfugio metodológico y su asiento físico puede matizar, enriquecer, el concepto de la composición, pero no siempre engloba la presunción simbólica, alusiva, sostenida por el artista. Son muy pocos los ejemplos, como el de Ivonne, en los que la metáfora y el significado que ésta desea confrontar, adquieren una acreditación temprana a partir de la elección directa del procedimiento, sus artificios de apoyo. Esto solo es factible cuando se posee un alto dominio técnico, una intuición ejecutiva orgánica; y, sobre todo, cuando se tiene una clara convicción sobre la equidad de valores que puede existir entre el concepto (por muy sedicioso o perturbador que sea) y los medios tradicionales al alcance para su exposición. «Nunca me he sentido limitada técnicamente a la hora de expresarme, y creo que todos los medios son válidos», ha ratificado la artista en varios statements públicos.

Si Ivonne decide elucubrar sobre la vulnerabilidad, la desacralización, de las nociones rígidas en torno a la mujer y su rol social, puede elegir, por ejemplo, una operatoria específica como la del mural cerámico, pero tratando de reducir al máximo su carácter ornamental; manipulando o vulnerando la condición física de las losas. También puede optar, para una alternativa metafórica similar, por la intervención de platos cerámicos, contaminando su carácter decorativo con expresivos dibujos matizados de color, y la adición de figurillas orgánicas mutiladas. La cerámica blanca, impoluta, le sirve para crear contrasentidos metafóricos que mezclan, por un lado, el hieratismo del objeto utilitario, y por el otro, el dibujo simbólico de tejidos y órganos humanos vitales. Si desea hacer alusión al carácter complementario entre la belleza femenina y la hondura del pensamiento y la memoria, entonces prefiere incursionar en la escultura en bronce, en el busto femenino de mínimas facciones. Cuando decide desarrollar una metáfora acerca de la fluctuación de los sentimientos humanos, el enigma de su derroche, utiliza el collage y los trazados geométricos desde un plano pictórico convencional o desde la dimensión de un cuadro a relieve. Si tuviéramos que señalar un empeño conceptual, que va mediando entre toda esta estrategia operativa, diríamos que es aquel que conecta con la revalorización y la defensa de género.

Es tal el apego de Ivonne Ferrer hacia los detalles estratégicos del proceso, hacia la instrumentalidad del soporte representativo (legado que pudiera provenir de su formación como escultora en la Academia San Alejandro de La Habana), que hasta las piezas bidimensionales parecen tentar lo volumétrico. Las figuras geométricas de carácter minimalista que dibuja y pinta a la perfección mediante técnicas mixtas, y el rejuego visual con el collage, son las variables que más influyen en esa permanente ilusión de tridimensionalidad. Como si se tratara de un escenario en 3D, que podemos recorrer y explorar a nuestro antojo, algunos cuadros de Ivonne presumen una apología de contrastes entre lo orgánico y lo inorgánico, lo rígido y lo articulado. En el espacio monotonal del cuadro aparecen representaciones de rectángulos, cuadrados, triángulos, en un estado de rara levitación; y asomándose entre ellos se ven otras configuraciones de rostros, cuerpos femeninos y miembros humanos, elaborados desde la impronta del grabado antiguo. A primera vista, parece tratarse de un contrapunteo surrealista entre elementos animados e inanimados; un reciclaje simbólico de tecnologías y manualidades, de tiempos históricos (clasicismo y modernidad); una combinación de perfiles y cánones universales, asumidos como «coartadas» del propio regodeo compositivo. Pero sopesados luego en su conjunto uno descubre que, aunque son ciertas esas tácticas estructurales, la artista improvisa mediante ellas una referencia alegórica a la agitación existencial; al sobrecogedor escenario de la vida privada; a los exabruptos que se generan dentro de circunstancias subjetivas y anímicas.

Para arribar al núcleo del desasosiego, de la convulsión, hay que correr un poco el velo perfeccionista, la seducción estética que cubre mordazmente casi toda la obra de Ivonne Ferrer. Ella lo sabe perfectamente y tiene sus artilugios para prevenirnos. Humanity’s gambits, por ejemplo, es una instalación del año dos mil veintiuno que encarna, como pocas, esa certeza. Frente a ella intuimos la maniobra efusiva, el movimiento ávido, calculador, de los contrincantes. Pero, aun cuando parezca lo contrario, esa suntuosidad, esa pulcritud, con que la artista ha esculpido las piezas y el tablero, no parece querer sublimar el desafío, sus crudos niveles de tensión; sino más bien sugestionarnos, advertirnos sobre la existencia de otros planos todavía más solapados de maquinación y enfrentamiento. Como mismo ocurre con esa pieza de apariencia lúdica, no basta con dar crédito a los episodios de primera instancia; con sentirnos resarcidos en la habilidad, el orden, la argucia procesual que deriva del gesto artístico de Ivonne Ferrer; hay que calar hondo, sumergir la mirada, para descubrir los múltiples sujetos que en su obra, y en ella misma, contienden. •

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