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Por : MARÍA JOSÉ  CORTÉS ROBLES

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Elisabet Gelabert © Carlos Núñez de Arenas 2016

Tras el significado aparente de “idiota” se esconde el verdadero significado, definido por el uso, acepción tras acepción y, por fin, deconstruido sigla a sigla hasta su entraña perpleja. Ya está. Este podría ser el resumen de la función. No decir nada más, excepto “vayan a verla”.

Sin embargo, proliferan artículos y comentarios apasionados desde el día de su preestreno. Estas reflexiones que comparto ahora, no tienen vocación reiterativa, independientemente de ser o no añadidura valiosa. Pretendo asimilar lo disfrutado, ya que es manjar que se presta a regurgitarse, para rumiarlo a solas o en animada conversación.

La bienvenida al recién estrenado Teatro Pavón Kamikaze es personal y cálida, marca de la casa ya, sin duda. Más tarde, se abandona al visitante a su suerte de perspectiva, hundido en su butaca. Como si de un océano profundo se tratase, se hace el oscuro sobre el recinto azul plomizo, para que multitud de miradas puedan observar el escenario sin ser vistas. Inesperadamente, un gran ojo omnisciente, proyecta su imaginario para conducir al público expectante al interior de un bunker. Todo esto sin siquiera moverle de su asiento, manteniéndole sosegado, sin ápice de sospecha. Unos preámbulos de incertidumbre, y cae en el escenario una cortina lateral hasta anegar la luz externa. Unos minutos de jocosa angustia y se escucha un cierre hermético. Ha caído en la trampa.

El montaje de Israel Elejalde está concebido para mayor gloria del texto y de los actores. Es estético y eficaz, con reminiscencias cinematográficas y del mundo del comic. Mediante determinados efectos de luz y de sonido evidencia a los controladores ocultos. Con justificadas proyecciones audiovisuales ilustra el poder de manipulación de ciertos medios. Por lo demás, dirección de actores, ritmo, acción pura. Casta de Kamikaze.

El talento del director se une al del autor. Hay tanto que decir de un texto cuya mecánica simple nos lanza de bruces contra el espejo de una realidad compleja… Es un afortunado hallazgo para mí este autor, Jordi Casanovas. Lo que nos cuenta está de actualidad y, en principio, ya interesa. La anécdota es la de un tipo que se somete a una encuesta a cambio de dinero, dado que su insolvencia económica le impide hacer frente a los pagos de un préstamo hipotecario. Con una soltura en sus diálogos del que está convencido de evidenciar aquellos aspectos sordos y soterrados de nuestro acontecer cotidiano, Casanovas pone a prueba nuestra capacidad lógica. Es muy entretenido para los espectadores, que se empeñan en resolver los enigmas planteados, a ser posible, antes y mejor que su protagonista. Hay por tanto una identificación inmediata con Carlos, el personaje encarnado magistralmente por Gonzalo de Castro. No en exclusiva, me temo, si somos veraces. Deberíamos atrevernos igualmente, a aceptar el reconocernos en la Doctora Edel, el otro personaje de la obra, aunque su perfil no sea tan amable.

El modo en que el autor utiliza la comedia es prodigioso. La risa se convierte en un revulsivo para el espectador, acaba siendo la llave para sentimientos y pensamientos encontrados. Razonamientos que chocan con emociones muy básicas. La sana liberalidad de desechar nuestra vanidad intrínseca para acabar asumiendo nuestra idiotez, nuestra actitud común frente a resoluciones vitales, irreflexiva y absurda.

Gonzalo con Elisabet Gelabert
Gonzalo de Castro Elisabet Gelabert © Carlos Núñez de Arenas 2016

La temática de la obra es redonda, se concreta en un cúmulo de capas que vamos pelando no sin escozor de perspectiva. Puede uno quedarse en la superficie y disfrutar únicamente de la comedia, de una historia con tintes de novela policiaca, que entronca directamente con el cine negro. O bien, emulando a la Doctora Edel, ir retirando lo que estorba hasta retener en la mano el corazón acelerado y sangrante de Carlos, tan semejante al palpitar de tantos, al dolor humano, que nunca es exclusivo. La indefensión del necesitado frente a lo retorcido del poder. En medio, la inteligencia como un bisturí, un escudo o un arma arrojadiza. La tipología de las capacidades intelectuales inserta en un esquema orgánico que crece y crece hasta lo monstruoso, alimentándose de experimentos y gráficos, de conclusiones razonablemente útiles. ¿Útiles para qué, para quién? Para los que se cuestionan con necesidad de saber y para los que plantean las preguntas idóneas. Si la salvación fuese probable, no sería imprescindible responder correctamente, pero sí interesarse en lo acertado de las respuestas. Nuestra naturaleza compleja está mermada, dados nuestros escasos planteamientos intelectuales, nuestro coqueteo con el elogio, nuestra confianza ciega en la gestión de otro para eludir responsabilidades sobre lo que directamente nos compete, nuestra dependencia de lo confortable. ¿Quién no ha sido Carlos Varela alguna vez, incluso muy a menudo? Al mirarnos en ese espejo, reconocemos que suele movernos la ley del mínimo esfuerzo. Solo al recibir grandes dosis de presión somos capaces de ponernos a pensar en busca de soluciones. Si cuando nos sentimos acorralados, esgrimiéramos nuestra lógica y nuestra dialéctica, en lugar de enfurecernos y ofuscarnos; otro gallo nos cantaría. Pero, ¿a qué juzgarnos duramente? La verdad es un prisma imposible de abarcar por entero, excepto en instantes mágicos que se nos escapan para regresar más tarde cristalizados. La vida es demasiado compleja para categorías fijas. Un individuo, un “sujeto” analizable, es un misterio sensible que no se desmonta con una herramienta cualquiera. La melodía del alma humana no puede hacerse sonar soplando, tapando y destapando agujeros aleatoriamente. Es una ciencia imposible esto de conseguir la exactitud, al hacer danzar la marioneta tirando de los hilos. Porque a la marioneta también le crece la nariz y tiene un pasado unido a la tierra.

Ahora bien, todo lo que concierne al individuo que vive en sociedad, concierne al resto de miembros que la conforman. No por un interés relativo y ligeramente emotivo, como el que nos generan los noticiarios de televisión. Más bien por las inesperadas consecuencias que nuestra pasiva ignorancia puede acarrearle a nuestro entorno más cercano y, por ende, por un efecto dominó, a la sociedad entera. Nuestra idiotez, como enfermedad propia, siempre es sufrida por los otros. Pese a todo, hay un reducto invulnerable en el alma de Carlos Varela y esperemos que en todo ser humano: su compasión, su solidaridad, su capacidad de sacrificio, su afán de superación, su rebeldía. Es posible creer aún en la lucha por una ética vital, por una revisión profunda de nuestros valores. En la obra de Casanovas, el analizado le hace una única pregunta a su analista – “¿Le gusta su trabajo?”-, pregunta fundamental que la desarma, que da donde duele.

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Israel Elejalde Miguel del Arco Jordi Casanovas © Carlos Núñez de Arenas 2016

A nuestra sociedad sistematizada le fallan los engranajes. La maquinaria gigantesca del sistema está ávida de datos, se alimenta de ellos y los defeca a una velocidad de vértigo. La información como moneda de cambio. Ya lo dijo Benjamín Franklin, «…invertir en conocimientos produce siempre los mejores intereses». Pero, ¿qué es conocer? ¿Cuándo y cómo se es conocedor? El saber es siempre inquietante, por su infinitud. Tan perturbador y misterioso como Edeltraud, de la que apenas se nos dan datos: que dice ser psicóloga y que dice ser alemana. Elisabet Gelabert se pone la bata blanca y se transforma en un ser desnaturalizado. En un principio, podría ser un robot o una voz en off fría y distante. Sin embargo, va alcanzando una doble dimensión: de torturadora autómata a individuo vulnerable. En el trayecto, su servilismo. Para ella, mantener las distancias emocionales es esencial, es la clave para la consecución de los resultados óptimos que se esperan de ella. Es capaz de llegar a darse uso a sí misma como objeto de deseo, como herramienta para invadir la intimidad del sujeto analizable, para poder descubrir así sus puntos débiles. Es adecuada a su tarea. Por encima de ella se alza un código nada misericordioso, otro ser que lo pronuncia insistentemente para recordárselo, si ella lo olvida. La presión de unos sobre otros, infinita en ambos sentidos. Estamos sujetos a normativas estrictas que obedecen a intereses relacionados, de un modo u otro, con la producción para la supervivencia. Hay que alimentar al monstruo que nos engulle.

Sin embargo, el ser humano es asombroso. Sus reacciones aparentemente menos lógicas podrían resultar a la postre las más beneficiosas para el individuo en cuestión, para su entorno, para la clase social a la que pertenece y para la sociedad entera. Por este motivo le interesa al poder comprobar su aguante, hasta dónde puede soportar sin rebelarse, sin relativizar sus necesidades perentorias, sin transformarse en peligroso. El cuestionario de la doctora Edel exige unos tiempos estrictos, como si de un concurso de televisión se tratase. Parece un juego, si no fuese por lo macabro de sus posibles consecuencias. Al aplicar las medidas de presión sobre el sujeto, no se le permite que se tome el tiempo necesario para reflexionar. Dar tiempo para pensar qué es lo correcto no interesa a los que ejercen el poder, sería dar ventaja. El poder no entiende de solidaridades: “hoy por ti, mañana por mí”. Hay que conservar a toda costa el estatus.

Hay una fina ironía inserta en el texto. Se alude a naciones líderes en alianzas económicas, a la capacidad del poderoso para ocultar información sensible que favorezca la toma de decisiones de los sujetos subyugados -cláusulas en letra minúscula-, a condiciones contractuales condicionadas mediante medidas de presión y la pérdida de dignidad que supone conservar el puesto conseguido -si el sujeto se queja se le amenaza con romper el contrato y sustituirle-, etc.

En conclusión, desde mi punto de vista la obra de Jordi Casanovas es teatro político, dado que investiga las relaciones de dominación y de poder. Lo que más me interesa de esta obra es lo que provoca, además de su naturaleza híbrida, de comedia-thriller. No impone, cuestiona. Llama a la reflexión, a la discusión. En nuestras manos queda la reacción libremente elegida.

Termino como empecé, entre irritada y emocionada, por identificarme tanto con este idiota entrañable, pero esperando haberme acercado al centro mismo del enigma artístico que encierra la propuesta conjunta de Elejalde-Casanovas. No se pierdan la oportunidad de ponerse a prueba y concluyan ustedes mismos.

«Idiota» en ARTEPOLI papel

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Gonzalo con Elisabet Gelabert

 

Gonzalo de Castro en Idiota con Elisabet Gelabert

 

equipo de " idiota "

 

Gonzalo de Castro

 

De: Jordi Casanovas
Dirección: Israel Elejalde
Intérpretes: Gonzalo de Castro y Elisabet Gelabert
Escenografía: Eduardo Moreno
Iluminación: Juanjo Llorens
Sonido : Sandra Vicente (Studio 340)
Vestuario: Ana López
Vídeo: Joan Rodón
Música original: Arnau Vilà
Ilustraciones: Lisa Cuomo
Ayudante de dirección: Pablo Ramos
Dirección de producción: Aitor Tejada y Jordi Buxó
Una producción de: Gonzalo de Castro, Israel Elejalde, Kamikaze Producciones y Buxman Producciones.

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