Extimidad: Vírgenes y Fetiches (en)cueros de Carlos Batista

Por: Marta María de la Fuente Marín

«El espacio público contemporáneo se halla saturado de historias. Sin embargo, la imagen del mundo que ofrecen nos resulta fragmentada, confusa e incoherente. Podemos verlo todo, pero visibilidad no equivale a comprensibilidad: todo parece, de algún modo, ininteligible (…) ¿Se ha vuelto nuestra época incapaz de construir relatos que iluminen lo real?»

(Arroyas, Gobantes, Noguera, 7)

Como respuesta, Carlos Fajardo diagnostica la dificultad para abarcar la representación de lo real, por el tránsito constante entre pares de contrarios. Si bien «(…) de lo manifiesto a lo oculto y velado» (Hauser, 96) es la nomenclatura específica que utiliza para una pareja de ellos, lo cierto es que la época contemporánea la traduce en la dialéctica entre lo público y lo privado.  

Samuel Mateus ha actualizado dicha relación bajo la terminología de extimidad, que refiere la simultaneidad de la intimidad y lo exterior. La primera parece no estar completa hasta que, una parte de ella – expresada en vlogs, selfies, reality shows – se hace pública, y el segundo – traducido en la opinión ajena– tampoco lo está hasta que no forma parte de la definición del yo interno. 

Esta frontera desdibujada encuentra una atinada representación en la obra de Carlos Batista Santander (Trinidad, 1999). Su trabajo resulta un collage de signos yuxtapuestos, en el que parecen coexistir diferentes materiales, dados a la acumulación caótica de significados; pero subyace un cierto orden, basado en la confluencia de relatos en busca de sentido. Uno de ellos –no premeditado– es la representación dual del interior/exterior. 

Lo controversial de la extimidad se halla en qué y/o cuánto debe verse o saberse, en temas como el sexo y el cuerpo, lo que termina involucrando a los valores morales de mayor o menor exigencia en dependencia de la comparación epocal que se produzca. Estos conflictos resultan una oportunidad creativa para Batista, que se regodea en su complejidad presentativa a través de piezas como La Venus, La Magdalena y Dentro del Bosque. 

El collage resultante de esta última subvierte el sentido del tipo de escena que rememora en su composición. Los retratos de damas con mascotas caninas ofrecían una imagen de armonía y belleza, mientras que la pieza actual expone retazos de intimidades superpuestas. Por una parte, se deconstruye la verdad sobre la vida privada femenina antigua: el divino destino del matrimonio casto, con la única tarea –léase orejera– de facilitar la reproducción desde la alcoba. Por otra, se representa un traje de perro de cuero, que, a diferencia del tratamiento –¿animal?– de la figura anterior, este promueve la sumisión voluntaria a cambio de placer sexual. Dicho gusto, por el masoquismo expreso, todavía permanece asociado a juicios de perversión y desviación. Irónico, ¿no?

Batista devela los «secretos» que, influenciados por el criterio social de inmaculado o depravado, definen a las figuras que representa; desnuda a sus personajes, aun cuando estos permanecen totalmente vestidos, y esta paradoja responde a que hoy las confesiones e intimidades resultan más atractivas que un cuerpo desnudo. 

La mera exposición de las zonas erógenas no genera tanta morbosidad como saber los detalles de gustos y encuentros sexuales o los nudes que se guardan en el teléfono móvil. Ciertamente, la muestra de la desnudez ya no interesa, por el solo hecho de producirse, sino por la información que aporte y sensacionalismo que genere. 

Es así como La Venus, sustituye a la diosa romana del amor, de un recato sensual, por una modelo pornográfica, con un exhibicionismo barato. Esta versión del cuadro de Boticelli destaca el reemplazo actual del erotismo sugerente por la exposición fácil. Sin embargo, Batista acierta al mantener parte de la pieza original, porque la convierte en la fibra tradicional que choca con el reto de la intimidad pública.

En este eclipse de lo sexy, Batista invoca a la virgen/novia del pecado en La Magdalena. El estilo naif del fondo permite comprender la divinidad dual de la chica, como representante celestial de los lujuriosos, pero también como ideal terrenal de sex-appeal. Es interesante como este prototipo no necesita descubrir sus atributos velados para resultar atractiva, sino sugerir lo oculto con lo visto. 

La obra de Carlos Batista parte de la realidad fragmentada que conoce, llena de estímulos que responden a diferentes signos, huérfanos de relatos con sentido trascendental. El collage de estos se convierte entonces en una idea cavilosa, que roza con inclinaciones teóricas. Su culto a la carne se ubica reflexivamente en las nociones de la extimidad, en la constante tensión entre lo íntimamente publicable –sea aceptado o no por la sociedad- y lo exteriormente asimilable. 

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