FOTOGRAFÍA
«Mira la vida a través del parabrisas,
no del espejo retrovisor».
Byrd Baggett
Para entender mejor el recorrido que hace nuestra visión no hay nada como esa protagonista de la vida moderna, gran testigo de viajes y huidas, señora susurrante y provocadora de emociones, encarnación de la velocidad, paraíso de los conductores solitarios, que es… la carretera.
Atendiendo a su poder simbólico y a cuantos elementos la rodean, desde los elaborados por la mano del hombre hasta los naturales, como el cielo y la hierba, el fotógrafo William Riera (Santiago de Cuba, 1967) se encuentra enfrascado en esta nueva serie que —tras 27 años viviendo en EE.UU— tiene especial significado para su vida. Para el artista, «este es un proyecto de carretera, de la carretera americana, del viaje; es un encuentro conmigo mismo, mi soledad y un diálogo con el medio que escogí para expresarme artísticamente: la fotografía».
Highway 27: In Search of my Eudaimonia es un proyecto fotográfico que encarna la aventura del viajero de una forma un tanto cinematográfica, pues crea en la mente del espectador la sensación de estar buscando algo, pero también de estar huyendo de algo. Eudaimonia se traduce como felicidad pero… ¿Qué es la felicidad? ¿Acaso un estado bucólico y aburrido como el que nos describen que podemos encontrar en el Paraíso?
Aquella frase cubana que reza «En lo que el palo va y viene» cuentan que la decían los esclavos porque, entre azote y azote, recibían un pequeño alivio. Un látigo, para impulsar un nuevo golpe, ha de separarse del cuerpo al que castiga. Entonces al parecer, en la vida real, la felicidad pudiera ser ese momento de alivio por la ausencia de aquello otro que sí tiene un peso incuestionable, material, sólido y que nadie puede negar su existencia: El sufrimiento.
Buscar la felicidad es —dentro de lo que parece manifestar este proyecto— una acción veloz y audaz que no tiene nada que ver con la quietud de la paz bucólica, ni con el estado meditativo que proponen tantos y tantos gurúes; el artista no se traga el cuento de que la felicidad es nuestro estado natural y nos exhorta a una búsqueda llena de adrenalina, en la que los vastos espacios son protagónicos. Encuentra William en ellos la belleza que se esconde donde nadie la busca, en la carretera cotidiana, con sus señales y numeraciones, en los funcionales establecimientos que la rodean, exentos de intenciones decorativas, parcos y rectangulares.
Pero la acción del fotógrafo está allí precisamente para sacar partido a las líneas en perspectiva, a los rectángulos verdes de la hierba, a menudo cortada por máquinas y luego abandonada por largo tiempo. Es una estética industrial la de estas fotos, en las que las líneas rectas predominan sobre las curvas. Y sentimos todo el tiempo la intensidad de la vida, sentimos la emoción vibrante de la carretera y el poder de transitarla a altas velocidades, metáfora de nuestro agitado tempo.
Esta serie me recuerda aquella película de Steven Spielberg —Duel (1971)— en la que un conductor de automóvil sufre la implacable persecución de un inmenso camión sin motivo alguno. El espectador disfruta en ella de la persecución en sí misma, aislada de cualquier tipo de justificación, ese mismo sentimiento de estar en peligro sin saber qué pasa, lo siento en estas imágenes, que poseen un dramatismo oculto, sutil, que escapa a la comprensión de quien no se interne por la pequeña puerta que el autor nos deja.
Como el conejo blanco de Alicia en el país de las maravillas, corremos sin saber por qué hasta caer en un agujero estrecho y profundo que nos permite sentir, más que comprender, la intención de esta obra en la que aparentemente no ocurre nada.
Con la soledad de un camionero que transporta mercancías por la carretera de madrugada, conduciendo a velocidades más allá de las permitidas, que se acompaña de la radio para no dormirse y estrellarse, pero con el inmenso goce de estar acompañado por sí mismo, William Riera se desplaza por el mundo de la fotografía dejando las marcas de sus inmensas ruedas. Le vemos borroso, como a aquel camión en movimiento de una de sus fotos, y le conocemos por su sombra al tomar la instantánea. Porque va tan rápido que no se deja ver, y atiende mucho más a su propia sensibilidad que a la de cualquier estímulo externo. Vibra a partir de lo interno, mientras acelera dejando una estela de humo, una nube de polvo y un ruido ensordecedor que agita a los pájaros y los hace remontar el vuelo.
La línea del horizonte, presente en gran parte de la serie, sorprende por su estabilidad y limpieza, punto en el que hace coincidir todas las líneas —físicas y virtuales— como en una clase de Perspectiva. Los humanos parecen ausentes, pero están muy presentes a través de sus construcciones, no aquellas que los turistas buscan para admirar por su belleza o valor histórico, sino esa otra arquitectura utilitaria a la que ningún fotógrafo atendería.
El artista ha declarado: «Explorar la gama completa de emociones humanas a través de la creación de imágenes es un desafío emocionante que se vuelve muy gratificante cuando la luz, el momento y la composición se alinean en una imagen memorable».
Y eso es precisamente lo que estas imágenes trasmiten: una búsqueda de la felicidad a través de una exploración activa en la que la fotografía es el instrumento ideal. ■
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