Concomitancias
Concomitancias
No sabría decir cómo funciona la maquinaria creativa de un artista, porque no hay ley universal que pueda definir ese estado de éxtasis fabulatorio, ni siquiera experimentándolo por uno mismo. Algún gen con síndrome deífico, a lo mejor, vestirá el sistema neuronal para que en apoteosis de reacciones bioquímicas e impulsos eléctricos la creación se haga tangible. Lo cierto es que cada artista tiene, independientemente de la rama a la que se dedique, su propia y peculiar manera de enfrentarse a ella y, a la hora de plasmarla, algunos son racionales, realistas, imaginativos, fantasiosos y otros barrocos, exuberantes, sencillos, minimalistas, etc. En fin, las dualidades antagónicas o en perfecto estado de sinonimia están servidas, se cuentan por cientos. Sin embargo, hay algo que define al creador, al artista, algo que lo distingue de entre la pléyade de sus homólogos, y es el estilo. Reconocemos inmediatamente un Botticelli, un Monet, un Matisse, un Van Gogh, un Miró, un Tapies, un Dalí, un Picasso… etc, por ese estilo característico que logró desarrollar e imprimir el artista a su obra.
No obstante, a pesar de ese rasgo distintivo, de ese estilo propio, hay parecidos razonables, concomitancias que muchas de las veces sólo son hijas de la casualidad, y otras, de homenajes fruto de la admiración por un antecesor o por un contemporáneo, o quizás, de un estilo heredado por la permanencia en alguno de los incontables «ismos» que se han gestado durante tanto tiempo a lo largo de la historia del arte. Sea como fuere, el espectador, al observar una obra, traza esas líneas paralelas, teje el hilo que emparenta un artista (o movimiento artístico) con otro y encuentra esas similitudes por ínfimas que sean.
Recordemos, por ejemplo, a Picasso y Braque, hay obras de ambos tan parecidas en ejecución y temas que, si no estuvieran firmadas, sería difícil determinar cuál de ellos es el autor. Pero es lógico, ambos eran amigos, bebieron el uno del otro, y fueron los precursores de un nuevo movimiento: el cubismo. Algo parecido encontramos entre Klimt y Schiele, el segundo tiene obras donde imita fielmente en el estilo a su amigo y maestro, y Klimt tiene una serie de dibujos eróticos que podrían haber sido atribuídos a Schiele si no estuvieran rubricados por Klimt. Encontramos parecidos razonables, también, entre Odilon Redon y Marc Chagall en el uso del color o el tratamiento de las figuras, en la planicidad de casi todo el conjunto de sus obras y en ese aura de maravillosa irrealidad que protagonizan sus cuadros. Uno, Chagall, transitaba los feudos del expresionismo y el surrealismo, y el otro, Redon, los del simbolismo. Y en ambos, a la vez, hay pequeños atisbos nabis o fauves que nos remiten a Matisse, a Gauguin, etc (olvidemos el orden cronológico, estamos hablando de percepción). Es natural, todos ellos vivieron esos años de las revolucionarias vanguardias pictóricas: esos ismos que engendraron a otros ismos, ya fuera por negación a su antecesor o por llevar su escuela a una nueva fase en la evolución vanguardista.
Un amigo pintor, hace un tiempo, al ver unos dibujos míos, me dijo que tenían ciertas similitudes con la obra de ese grande de la plástica cubana que es Manuel López Oliva. Yo, hasta ese momento, no conocía el trabajo pictórico de este último, aunque había leído algunas de sus crónicas de arte. Por lo tanto me di a la tarea de buscar su obra y, efectivamente, pude comprobar que algunos de mis dibujos guardaban rasgos afines con la obra de López Oliva, parecían haber sido realizados bajo su poderoso influjo, y me causó una dicha tremenda comprobar que mi imaginería podía estar tan cerca de la de una figura tan importante de la plástica de mi país. Por ejemplo: ambos utilizamos las máscaras como metáfora, como símbolo, por todo los que ellas representan, y de nuestras figuras nacen, se ramifican, entran o salen ramas, mangueras, tubos, cintas, tentáculos espinosos, etc, y , por si fuera poco, somos barrocos por excelencia.
De igual manera yo, como espectador, he encontrado reminiscencias, rasgos concomitantes en artistas que, sin proponérselo, guardan paralelismos con grandes de la plástica mundial. Por ejemplo: Ana Novella, excelente artista catalana, sobre la que publiqué un texto hace unos años y a la que conozco personalmente, tiene ciertas afinidades con Marc Chagall y con Clara Ledesma, sobre todo (y en ambos casos) por esos personajes que gravitan en el cuadro negando todas las leyes de la física, y por esa figuración propia de las ilustraciones de los cuentos infantiles, llenas de poesía, recubiertas por el velo de lo onírico; por el uso de colores contrastantes y vivos, por la fabulación. Sin embargo, sus obras (Ana-Chagall) nos conmueven de distinta manera. Al observar la obra de Novella transitas de un cuadro a otro con una sonrisa en el rostro, con el pecho henchido, porque su arte es alegría pura. Si hacemos lo mismo con Chagall la experiencia es más tranquila, nos transmite una poética sosegada.
Otro ejemplo: Oscar Santasusagna, también catalán, y con quien he compartido sala expositiva, se me antoja un magnífico heredero del canadiense Alex Colville. Oscar, ha ido moldeando, forjando su hacer hasta llegar a situarse en ese espacio a caballo entre el realismo americano de Edward Hopper y el realismo «mágico» del ya mencionado canadiense Colville, ese realismo «mágico» o nueva objetividad post-expresionista que recorrió Europa y que tuvo su punto de eclosión en Alemania durante la república de Weimar y que, según algunos críticos, bebió de la pintura metafísica de Giorgio de Chirico y de Carrá, y luego saltó el «charco» hasta llegar a Norteamérica (léase Andrew Wyeth, Charles Sheeler, Grant Wood, etc). Hasta me atrevería a decir que hay concomitancias también entre Oscar y Anton Räderscheidt, prominente figura de aquella época alemana, particularmente por los entornos donde sitúan a sus personajes, entornos urbanitas, desolados y de intensa geometricidad, de líneas y ángulos muy marcados; y entre Anton y el propio Colville, sobre todo por esas parejas contrapuestas, solitarias, generalmente con la figura femenina en primer plano y la masculina, algo más alejada, en segundo plano, dibujados con cierta rigidez y algo hieráticos. Y entre Anton y Magritte con sus inmóviles personajes masculinos rigurosamente vestidos y cubiertos con bombín, que generalmente eran ellos mismos.
Pero, volviendo a Santasusagna, Oscar ha logrado depurar su estilo hasta hacerlo altamente reconocible, sobre todo por una paleta de colores acertadísima: sobria, elegante, de tonos apagados, fríos, con un predominio de los verdes, grises, púrpuras, rosas, ocres y marrones, que se avienen muy bien a su discurso pictórico, al clima que sus cuadros quieren transmitir. Sus líneas son limpias, sus personajes tienen un toque de seriedad y a la vez de melancolía; conviven en esos espacios que nombraba antes, entornos que destilan soledades. A veces sus cuadros con muy pocos elementos cuentan la historia. En otras, porque ésta lo requiere, hay gran profusión de ellos. En algunas obras se atisba algún componente mágico realista que acentúa su poética narrativa. El mundo pictórico de Oscar Santasusagna es rico y variado y, como he dicho, creo que es deudor de ese realismo de antaño, ese realismo colvilleano; pues, como Colville, ha optado por esa parte fría del espectro cromático (aunque en el canadiense predominan los blancos, amarillos muy tenues, grises y azules) y como éste, tiene una manera deliciosa de texturizar con la pincelada.
Si viajamos hacia la isla de Cuba, hallaremos (o al menos yo hallo) parecidos razonables entre dos grandes maestros contemporáneos: Pedro Pablo Oliva y Ulises Bretaña. Con figuraciones completamente diferentes y al mismo tiempo concomitantes (valga la paradoja), son dueños de un estilo muy peculiar, también (como en el caso de Novella y Ledesma) de ilustración infantil, donde conviven lo poético, lo sublime, lo ilusorio, lo esperpéntico y lo hilarante en perfecta armonía, convirtiendo la realidad cubana, la cotidianidad, en fabulación. Sus personajes son caricaturescos, pero hermosos, diría que hasta entrañables, ello son los instrumentos perfectos con los que articulan la sátira, la crítica social, el humor criollo, las carencias, los sueños y las miserias del cubano. Sus obras destilan magia por cada poro y tienen su toque metafísico. Ambos trabajan los fondos de manera parecida, con pocos elementos, casi vacíos, para que primen los personajes. Encontraremos además objetos comunes que acompañan a estos personajes y la presencia de animales autóctonos. Ambos han dedicado varias obras a Martí, y, en el caso de Oliva, es un personaje habitual en algunas de sus series. Tanto uno como el otro tienen un magnífico dominio del dibujo y del color y son dueños de una increíble perfección técnica. Y, para más coincidencias, nacieron en la misma provincia: Pinar del Río. En la serie Navegantes, Oliva, por ejemplo, tiene una obra donde utiliza los huevos y los paraguas, señas de identidad de muchas de las obras de Ulises. Pero, estirando un poco más la cuerda, esta misma serie es precursora (y concomitante) de la obra más reciente de Justo Amable Garrote: esos migrantes cargados de sueños que viajan sobre frutas y otros artefactos tan endémicos como las propias frutas.
Y, sin cambiar de escenario geográfico, encuentro también lazos concomitantes entre otros dos grandes maestros cubanos: Zaida del Río y René Portocarrero. Las heroínas femeninas de Zaida son las mejores herederas de las Floras de Portocarrero, pues tienen bastante en común en su ejecución: esas pinceladas realizadas con destreza y desenfado, silueteando las formas y las manchas de colores.
Es nuestra subjetividad, nuestra percepción como espectador, la que encuentra estos paralelismos, estos rasgos coincidentes, concomitantes. Tal vez sean ligeras reminiscencias que nuestro cerebro elucubra y que para otros no existan. Digamos, cogiendo por los pelos el concepto de Nietzsche, que de alguna manera tuviera algo que ver con la «resonancia simpática». No obstante, creo que los artistas están permeados, de alguna forma, por sus antecesores o por sus contemporáneos, y a veces, inconscientemente, tejen, urden esos finísimos hilos que los emparentan con otros, quizás en cómo aplican la pincelada o en la gama cromática escogida; en el tipo de figuración o en el tema; en lo poético, simbólico o metafórico; en lo ontológico, en los materiales utilizados, en la técnica empleada; en la expresividad de los colores o en la fuerza que exuda la obra; en lo subliminal, lo catártico, lo antropológico, lo surrealista, lo barroco o lo minimalista… y así, etc, etc, «hasta el infinito y más allá», es decir: en cualquier elemento de esa cosmogonía pictórica.