Bas Jan Ader en la jaula de la melancolía
Por: Héctor Antón
Por: Héctor Antón
Ader se tira en bicicleta por un canal de Ámsterdam. Se cuelga de un árbol hasta que flaquean los brazos; termina por caer en un río. Ader sube a la azotea de su casa en Los Ángeles; luego rueda por el techo inclinado para yacer en el suelo. Una tras otra suceden las caídas: en la calle, en el bosque, en el agua o en los insomnios. La caída como fantasía, impotencia, obsesión. Una y otra vez, Ader acomete travesuras infantiles. Al final, se detiene, vuelve a callar: agoniza.
Cuando la tristeza íntima rebasa a los humanos, estos aúllan para dar fe de su presencia en el mundo; significa hallar el modo de romper la soledad y el aislamiento. En el caso de Ader se trató de un grito ahogado, una manera de hacer público lo privado; gestos sutiles sin afán de escandalizar y, a la vez, llamar la atención. Tal parece que éste constituía el secreto de su rareza o timidez.
Expansión y derrumbe del cuerpo y la mente. Suspensión de tiempo y espacio. Ausencia de condiciones o límites. Libertad de actuar o inhibirse, guiado por su elección. Plenitud falsa que oscila entre la acción y su renuncia. Bas Jan Ader asumió el cuerpo para generar una insurrección del alma o, al menos, redimirla.
Su vida y obra constituyen un enigma. La jaula de la melancolía fueron barrotes invisibles que soñó derribar o robustecer. Sería el refugio de su impotencia. No pocas veces el arte suple la imposibilidad del artista para entender la realidad.
Es difícil reconocer las conexiones de Ader con el tema de la caída. Muchos artistas del performance, el teatro y la danza en la década del sesenta experimentaron con caídas reales o ficticias. Yvonne Rainer rastreó el movimiento corporal y su descenso mientras concretaba un esbozo coreográfico; El primer Bruce Nauman intentó levitar en su estudio hasta caer, en el comienzo de lo que Rosalind Krauss denominaría una «estética narcisista» del video arte; Yves Klein se lanzó al «espacio sideral» desde el balcón de un primer piso, para rebotar sobre un colchón de artes marciales sano y salvo.
La propuesta de Ader era una mezcla de ironía y romanticismo. Fusión de la comicidad -a lo Chaplin o Buster Keaton- junto a la exaltación de su destrucción. A propósito, el célebre ilusionista y escapista Harry Houdini (padrino del actor Keaton), apodó al Buster como «El destructor». Una leyenda cuenta que Houdini lo vio caer por una escalera a los tres años, sin que sufriera una herida.
La tragicomedia de Ader aparentó ser un folletín lacrimógeno. Estas situaciones asemejaban pasajes de la vida real. El juego se ocultó tras el llanto frente a la cámara. Nadie sabe o qué importa si lo que representó fue drama o comedia.
Una sensación de desvío o agonía gobernó el trasfondo de su imaginario. En la serie Estoy demasiado triste como para decírtelo (1970), Ader se hizo fotos llorando. Lagrimones humedecen sus mejillas que oculta con las manos. ¿Sentía vergüenza de su debilidad o hacía catarsis al exhibirla? Lección de un patetismo sublime. «¡Hay que teatralizar la inutilidad de todo!», asegura un personaje esperpéntico del escritor cubano Severo Sarduy, quien persigue el medio de escapar de la locura y se inclina por la representación de su infierno cotidiano.
Ader registraba sus acciones al momento y trabajaba con fotografías o videos para construir un relato de la acción. Lo que distinguió a su trabajo fueron ademanes centrados en el cuerpo y la actuación con fines narrativos-performáticos. La «puesta en escena» de su tragedia examina categorías que giran en torno al ocaso del hombre, la búsqueda de significados, despedidas y vueltas al origen.
Ader discursó en torno a la noción de duda o incertidumbre. Todo menos encontrar una certeza o definición que atrapara una suma de malentendidos. Lo que permanece es un sentido de pérdida y extravío que lo sostiene en vilo; un estado de ánimo que colma de ficciones. Ello lo asocia con el neoconceptualista cubanoamericano Félix González Torres (1957-1996). Un posminimalista romántico, según lo etiquetó Cristian Boltanski, que fusionó sensación e idea. Dicha fórmula fue apropiada por un equipo de curadores cubanos, para inspirar una sección del Salón de Arte Cubano Contemporáneo. F.G.T deja su impronta en la Isla que lo vio nacer.
Dicen que Bas Jan Ader nació en 1942 en Países Bajos (Holanda y Bélgica se disputan sus raíces). También presumen los estudiosos de su biografía que Bastiaaan Christian Johan Ader escapó del hogar en autostop a los diecinueve años, con destino a Marruecos. Desde 1963 hasta su temprana muerte vivió en California. Consciente del legado europeo que lo marcaba, cuestionó las tradiciones clásicas. No temió volver a ser clásico o moderno, siguiendo a los maestros.
Una muestra es la película Trabajo con flores, donde se observa parte del cuerpo de Ader vestido de negro y arreglando un ramillete. Se escogen las flores en una secuencia de colores. Durante el proceso, el jarrón pasa de ser multicolor a monocromático y, al final, regresa a los tres colores primarios. ¿Mueca o guiño al neoplasticismo geométrico de Piet Mondrian? ¿Juego complejo en apariencia o manualidad elemental? ¿Buscaba despistar a los cazadores de enigmas?
En una compilación de citas recopiladas por su amigo y artista William Leavitt, hay una proposición de un proyecto que nunca completó: «Quiero hacer una pieza donde me voy a los Alpes y hablo con una montaña. La montaña me hablará de cosas que son necesarias y siempre verdaderas. Yo le hablaré de cosas que son, a veces, accidentalmente verdaderas.» Ésta revela la predilección de Ader por lo azarosamente cierto, probable. A la vez, ratifica una inclinación por asumir el arte como un delirio ajeno al mundo ordinario que consumimos a diario.
El mito que rodea a Bas Jan Ader y su desaparición lo convirtieron en héroe. El artista-protagonista de la película que vendrá. Paradoja de quien anheló todo lo contrario. La intensidad de sus fantasías tiende a sobrevalorarse, tras su culminación abrupta a los treinta y siete años, cuando iniciaba la segunda fase del work in progress En busca de un milagro. ¿Edad del martirologio o su comienzo? En el verano de 1975 inició la travesía que lo llevaría desde Cape Cod, Massachusetts hasta Falmouth, Gran Bretaña. Una apuesta final que nadie creyó.
Ader no consiguió alcanzar su meta. A las pocas semanas de zarpar, se perdió el contacto con su embarcación. Ader sucumbió en silencio a la deriva. Ocho meses después, encontraron al velero Ocean Wave cerca de las costas de Irlanda. Un naufragio programado fue su elección para alcanzar el «final de partida».
Quizás el «artista melodramático» descendió a las profundidades. Algunos de sus alumnos pensaron que el incidente era una de sus bromas extravagantes. Hubo quien aseguró que merodeaba tostándose por las playas de California. ¡Qué ironía! Un veraneo visto como un sacrificio. Aunque esta sospecha no se probó, quién negaría en ese momento que tal vez podría ser un guiño absurdo de una falsa inmolación. Ader no imitó el truco de una estrella del rock que se desploma en el escenario para luego resurgir del olvido con el brío de antes. La realidad probó el «hallazgo» de su misterio.
Más fácil es admirar o mitificar a un artista conceptual muerto que a uno vivo. Bas Jan Ader y su temeridad puede reposar tranquilo con su repertorio de historias reales e imaginarias. La posteridad apenas reparará en la levedad o pesadez de sus mentiras piadosas. Sus lágrimas se diluyeron en la profundidad del océano; allí donde los náufragos moran a la deriva o incrustados a conchas, junto al fondo marino que los escolta, sin vigilarlos o juzgarlos por sus acciones o indiferencia.
Kiosco Online. Ejemplar 27 Revista Artepoli Primavera 2020
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