Semejante al trotamundos belga Francis Alÿs, instalarse en ciudad de México le permitió al «artista de maleta» Santiago Sierra (Madrid.1966) descubrir un «inmenso laboratorio al aire libre» que, al experimentar con sus antagonismos, lo definiría como «un resumen del planeta tierra». Aquel sistema de resistencia a la modernidad se adecuaba a los propósitos del nuevo intruso: recrear la explotación capitalista del trabajo asalariado, en un intento de unir arte y economía, minimalismo y posperformance, diferencia y repetición.
Desde su periplo ibérico, Sierra propone un reemplazo simbólico de la noción minimalista del «cubo epistemológico» por un elemento del proceso productivo: el contenedor. Sin renunciar a la premisa clásica de «menos es más» enarbolada por sus antecesores, procura desafiar esa austeridad formal mediante el auxilio de los resortes que activan su poética: el cuerpo, el movimiento y la desaparición del objeto que desencadena la acción. Estas variantes consiguen eficacia cuando el cubo ya no funciona como un dogma lógico y, por supuesto, cuando se rompe la dicotomía forma-contenido.
Ejercicio de colocación para cuatro contenedores cúbicos (Hamburgo, Alemania, 1991) es una tentativa en que la superación del minimal tradicional se concreta en la escala y volumen de la instalación irrumpiendo en el espacio. Pero la diferencia entre el cubo y el contenedor continúa siendo mínima, ya que el contenido de ambos no deja de ser una abstracción para el espectador común. Solo que el «vacío» procesual de Sierra implica el «lleno» del esfuerzo de la mano de obra para elaborar y ubicar los contenedores cúbicos en la sala de exhibiciones. La paradoja que encierra este ejercicio será una constante en la operación crítica del artista: humanizar el minimal mediante su propia deshumanización.
Los cubos movibles o comestibles de Santiago Sierra inter-actúan con la zona vulnerable de la sociedad: la emigración y el hambre, el gasto irracional del tiempo y el allanamiento del espacio muerto arquitectónico. A pesar de la voluntad transgresora, lo que se plasma es una ilusión de cambio donde el objeto-sujeto pasivo solo quiebra la inercia para luego retornar a su módulo real o imaginario.
Hay momentos en el accionar de Santiago Sierra en que su utilitarismo confluye en materia de medios y fines. Uno de ellos tuvo como escenario la Plaza del Estudiante de ciudad de México (2003). Se mandó a elaborar un cubo de pan macizo y se brindó como ademán caritativo en un albergue para indigentes. Al sacudir el esquema habitual de la remuneración, el artista entregó una pieza donde logró dorar la píldora de la humillación, a través de la astucia que debe regir a la razón cínica para convencer.
Cubo de pan es un gesto donde la apariencia dadivosa no enmascara la esencia cruda. Aquí el artista se iguala al político, quien manipula a los ineptos en trampas humanitarias. Sierra es otro que se esfuerza por acortar la distancia entre arte y política, a pesar de sus contradicciones.
Teresa Margolles expuso un cubo de concreto que era un ataúd en 1999. Tras el aborto de una mujer indígena, la artista mexicana le pidió que no dejara al «niño» a disposición del hospital, sino que accediera a preservarlo como una obra de arte. Margolles y Sierra le incorporan a la pureza matérica del minimalismo, el arte de negociar cuerpos para aportarle un efecto de choque grotesco. Este se basa en contraponer la limpieza formal del minimal con ese realismo sucio que inunda la sociedad. Dicha operatoria se ajusta a lo que Gerardo Mosquera etiquetó bajo el término de posminimalismo perverso.
Sin exponerse a la contaminación, el proceso de estas actitudes denota una cercanía tan distante en el aspecto manipulador como la entiemotividad en los artefactos de fabricación industrial de Donald Judd, Dan Flavin, Sol LeWitt. No hay redención para los fetos y sobrevivientes de Margolles y Sierra. Su finalidad es garantizarle una coartada a quien los eligió como obras de arte. La desdicha como readymade es otra tendencia de la escena competitiva, allí donde ética y moral dejaron de tener sentido.
La obra y carrera de Santiago Sierra tienen una constante: producir inspirado en una obsesión casi enfermiza por no dar ni darse tregua, como un sujeto a quien lo asiste una misión: demostrar la capacidad de ser una máquina que reproduce lo ya conocido, para volver a ser consumido a través de fantasías a contracorriente. Se trata de una réplica de Warhol, despojado de maquillaje y peluca que se permite cualquier desvío menos mostrar una afectación light. Esa intolerancia pop traducida en un desacato minimal incide en que haga piezas formalistas, conceptuales, pasajeras, profundas, extravagantes. De lo cual se deduce que también aspira a ser un productor visual impredecible.
Más que para ser visto, el trabajo de Sierra está concebido para ser un tema de discusión. De ahí proviene la causa de su frenesí productivo. Entonces diría: «hacer lo mismo antes que no hacer nada, porque si no hago nada me darían por muerto al instante y hablarán de quien todavía no disfruta el status de ser una celebridad». Para salir airoso, Sierra apela a una retórica de la ocurrencia, necesaria para que ciertos enfoques mediáticos lo asuman como esa noticia del día que sirve de gancho periodístico.
La prensa se encargaría de completar la lectura de una de sus obras, en ocasión de efectuarse el Encuentro Internacional de Arte Experimental Madrid 2003. A propósito de la acción, el título de un reportaje aparecido en un diario local se ocupó de otorgarle la categoría de acontecimiento social. Este declaraba con una frase: «100 desempleados escondidos llaman la atención más que un millón y medio en la calle». Sin exagerar el contenido de la idea, el reportaje le concedía al guión de este docudrama el encanto de un happy end en tiempo real. Así la denuncia se equiparaba a la aventura nocturna de quienes se alistaron para «ocultarse» en sitios conocidos de una calle madrileña por cuarenta euros.
Edificio iluminado (2003) representa a un Santiago Sierra que, al producir con la urgencia de un obrero asalariado, concibe una buena idea. También confirmó la incompetencia de las secuelas mediáticas ante la autonomía de una obra de arte. La acción consistió en iluminar con reflectores un edificio ruinoso, localizado en el centro de la ciudad de México. Este había sufrido daños cuando el terremoto de 1985, mientras que en la actualidad sirve de almacén para vendedores ambulantes y alojamiento de indigentes.
Alumbrar la pasividad de los habitantes del edificio fue el mejor antídoto contra el cliché de pagar los servicios. Fuera de la penumbra pero dentro de su refugio habitual, la crítica a la apatía del poder se revirtió en un comentario irónico sobre la vía de la no-protesta como no-solución a los conflictos sociales. Tal vez la intervención solo perseguía una reacción absurda: el descontento de los inquilinos ante esos chorros de luces que invadían la privacidad de las sombras.
El realismo conceptual de este proceder saca lasca de la humillación, gracias a una carencia de escrúpulos. Nada lo expresa mejor que esas once mujeres indias tzotziles sin conocimiento de lengua española, que recibieron dos dólares por la hora que repitieron la frase aprendida: «Estoy siendo remunerado para decir algo cuyo significado ignoro». El susurro de las indígenas, en la Casa de la Cultura de Zinacantán en ciudad de México (2001), permitió calcular hasta dónde puede llegar el descaro de manipular a pobres mujeres analfabetas, en nombre del truculento arte contemporáneo que lo aplaude.
Sierra también se aprovecha de las heridas del pasado para «exorcizar» los prejuicios vigentes. Así no tuvo reparos en transformar una Sinagoga sin uso religioso en una cámara de gas, en alusión directa al fenómeno del holocausto. Esto ocurrió en un pueblo situado en las afueras de Colonia, Alemania (2006). El público interesado en ver lo que había adentro debía ponerse máscaras de respiración artificial y entrar junto a técnicos de seguridad. Era la manera de penetrar en el vacío de un espacio regido por el snobismo o la encomienda de recorrerlo sin propósito alguno. Esta vez los performers voluntarios o pagados se limitaban a configurar las imágenes que se registrarían en fotografías y videos.
La solución escogida en 245 metros cúbicos para honrar a los judíos asesinados en el siglo pasado dedicándole una absurda ofrenda, patentizó la condición del productor visual como «alegoría de la globalización». Algo similar al «nómada posmoderno», que va dejando el residuo de sus acciones por el mundo. De un extremo a otro del globo terráqueo se desplaza este «ingeniero del arte a pie de obra», declarando una suma de ideologemas que se leen como lugares comunes.
Poco después, quiso reeditar el éxito que le proporcionó el tema y el espacio elegido para continuar en boca de todos. En Los Castigados (2006), se colocaba a un grupo de alemanes nacidos antes de 1939 mirando a la pared en distintos lugares de la ciudad de Francfort. ¿De qué sentimiento de culpa puede hablar Sierra cuando sostiene que su trabajo se caracteriza por la ausencia de ejemplaridad moral? Otra vez el destino de la acción comienza y termina en la fórmula de penitencia remunerada. Solo variaba que los sujetos «mudos» eran personas reunidas por el azar cómplice de la historia y la necesidad económica.
Ya se antoja lejana la época en que S.S andaba por La Habana reuniendo un puñado de dólares, para trazar 250 cm. de línea tatuada en las espaldas de seis jóvenes desocupados de extracción marginal en Espacio Aglutinador (1999). Su escalada meteórica sorprende a quienes le ayudaron a concretar aquella pieza en un minúsculo apartamento hecho galería. Tres participaciones consecutivas en las Bienales de Venecia (2001, 2003 y 2005) lo encumbraron como una de las emergencias rentables de su generación.
De los suburbios del Distrito Federal como mega-ciudad-tumor hasta las naves del Arsenale, media una separación tan grande como incansable tuvo que ser la capacidad de gestión que le permitió negociar tal cantidad de intervenciones. Después vendrían otras maniobras efímeras, realizadas al margen del circuito institucional del arte cubano: tres prostitutas en ropa interior metidas en cajas de madera durante una fiesta privada entre amigos con mucho alcohol, y diez hombres de raza negra masturbándose ante una cámara de video, en una poblada cuartería del barrio Centro Habana.
La Palabra tapada de S.S en la 50 Bienal de Venecia 2003 lo catapultó a la fama. Cubrir la palabra España del Pabellón de su país, fulminó el aura panfletaria que atenta contra el trasfondo social de sus piezas. Mostrar el pasaporte nacional para acceder al salón, armó tal revuelo en la opinión pública internacional que le aportó al gesto una pertinencia que dejó «sin palabras» al mismo autor. En cambio, S.S nunca modificó el tono de sus respuestas precisas: fingir sorpresa. Ante las pasiones que despertó su «barrera para el consumo del arte», optó por exhibir una jocosa frialdad. Era la «reacción natural» de quien oficia como voyeur de su provocación. Otra vez el éxito dependía de la posibilidad de crear polémica.
Palabra tapada rebasa una crítica al sustrato demagógico de las políticas de extranjería en su versión globalizante. Esa bolsita de plástico cubriendo el nombre de una nación revela al poder como una máquina de resemantizar el lenguaje que le confiere legitimidad. Renunciar a la dimensión abstracta de nociones como Iglesia, Nación, Estado… no encabeza ninguna agenda hegemónica. Este arte político que cuestiona todo sin solucionar nada, enfatiza cuánto oculta: la imposibilidad de acabar con los simulacros que sustentan la política y el arte. Chismógrafos oportunos agregan que ser amigo de la comisaria internacional española Rosa Martínez, influyó en la consagración de Sierra en la 50 Bienal de Venecia.
De nada vale que S.S repita: «Yo no soy ejemplo de nada». Otra cosa sería aceptar que su propuesta está vaciada de corrección moral. Escalar desde su departamento en la Calle Regina 51 en el Distrito Federal hasta las alturas del mainstream contemporáneo lo instauran como el «ejemplo a seguir». Dar con la estrategia adecuada y aplicarla en el momento adecuado, es una empresa que desvela a creadores visuales de cualquier rincón del mundo. Solo así estas letanías performáticas consiguen transformar el tedio en eficacia, lo bajo en lo alto, la pérdida de tiempo en una ganancia de espacios y protagonismo.
S.S representa el sueño de la razón que engendra al monstruo que todos añoran ser. Hasta se dio el lujo de renunciar al Premio Nacional de Artes Plásticas 2010, concedido por el Ministerio de Cultura español. No estaba dispuesto a sacrificar su libertinaje artístico, a cambio de treinta mil euros y la reputación institucional del gobierno. Después de la notoriedad alcanzada, sería ingenuo detenerse en movidas justicieras para que alguien desista en querer imitarlo. Más allá de imposturas y desfachatez, este fenómeno se impone producto de una circunstancia política: el auge de posiciones emergentes de izquierda, inconformes ante la correlación de fuerzas inclinada hacia el predominio del capitalismo salvaje.
La decepción de S.S fuera volver a ser Santiago Sierra. Siendo ya una máquina que aún camina, una mezcla de Warhol y Beuys, el reciclaje irrumpe: exhibir diseños de una colección de pulseras, colgantes de oro y diamantes en los que se lee: «el tráfico de oro mata» o «el tráfico de diamantes mata». El buitre Santiago Sierra podría ser olvidado, aunque consiga alimentarse de la plusvalía de su propio arte.
Agradecemos a Dominik Nuerenberg, jefe de comunicación del museo DEICHTOR HALLEN HAMBURG GMBH, por su apoyo y material gráfico. Gracias. https://www.deichtorhallen.de/
Kiosco Online. Ejemplar 27 Revista Artepoli Primavera 2020
Versión digital gratuita para los lectores de artepoli