TEBAS LAND
Por: Maria José Cortés Robles
Prefiero enfrentarme a lo inesperado desde mi singularidad, aislarme de categorías. Sin embargo, me doy cuenta de que pertenezco, en cuanto me reúno, en cuanto somos más de dos haciendo algo en el mismo espacio-tiempo. Nadie que acuda a ver una función escapa de diluirse entre el público, de desaparecer para sentirse inmerso. O quizá sí…
Al acceder al patio de butacas del Pavón Teatro Kamikaze la otra tarde, constaté mi presencia: discriminé el reflejo de una imagen entre otras semejantes, pude observarla sabiéndola mía, alzada sobre el foro, tocando el techo -lugar fantasmagórico-. Me sitúe en mi butaca correspondiente a reflexionar… En el día a día, nos buscamos con ahínco. Pero si asistimos a una función, generalmente, queremos ver, no que nos vigilen. Sin embargo, es innegable que hurgamos en lo nuestro a través de esa experiencia artística. En la mayoría de las ocasiones, tras acomodarnos en un teatro, nos creemos invisibles, cada cual en su lugar íntimo, como convalecientes frente a un espejo que comprobasen sobre su físico las huellas de lo muerto y de lo vivo, los estigmas y el rubor. Solo nuestra mirada emite un juicio, podemos compartirlo o no, estamos a salvo.
Lo programado en el Teatro Kamikaze siempre se distingue. Poco a poco, otros pares de ojos semejantes a los míos fueron situándose, estableciéndose de forma aleatoria. Sin necesidad de eliminar luces, ni de enchufarnos a una corriente alterna para pulsar encendidos, nos fue envolviendo lo virtual. Perplejos en una sincronía de tiempos paralelos, en el vaivén de dentro y fuera, pasamos del teatro a la sala de ensayo, de esta a la cárcel -y viceversa-, guiados por la pertinente narración de Israel Elejalde. La única cuarta pared, lo único que nos separaba de la ficción eran unas vallas metálicas rodeando una supuesta cancha de baloncesto, en el escenario. Pero, esperen un momento, no entiendo… Si las vallas eran reales, también los actores que ensayan una obra dentro, y los personajes que viven ahí su papel… ¿Qué nos separa a nosotros de todo ello? ¿Formamos parte? ¿Nos consideramos reales o ficticios, en esos momentos? Depende… Perspectivas infinitas, como en la esfera de Escher, como su arquitectura del laberinto. La continuidad de lo efímero, lo impreciso de los límites. Habíamos iniciado el viaje a Tebas Land. Buscamos exhaustivamente una verdad en esa concatenación de posibilidades que se nos abrían a lo profundo. Era tan solo un juego, un entrenarse en acertar enigmas, en hacer entrar por el aro a los razonamientos que nos mueven, en desentrañar seres. Cuando uno está preso, como el protagonista de la obra, lejos del lugar en el que se sueña, cercado por la tiranía del propio cuerpo, constreñido por la perversión de otras miradas, resulta molesto el sonido de las puertas abiertas golpeadas por el viento, recuerdan a quien se ha ido, a quien quizás nunca vuelva, a quien se imaginó y no estuvo… ¿Por qué no huye, si la puerta está abierta? Nadie puede huir de su destino. Sobre todo si está ciego, si ya no ve lo que tiene ante sus ojos, si no encuentra salida. Ninguno estamos exentos de caer en desgracia, de tomar parte en una tragedia. El texto de Sergio Blanco es duro en lo discursivo, cuestiona valores morales, fundamentos religiosos, tiene muchos momentos de extrañamiento, resulta inquietante. Me hace dudar de la verdadera naturaleza de los errores aparentemente cometidos por Martín, ensayados o no así por Pablo Espinosa, el actor que lo interpreta: Lapsus del lenguaje, confusiones o aturullamientos -tics tan del actor como del personaje, tan nuestros-. Y esta pesquisa intelectual me resulta placentera, me hace percatarme de nuestra participación en lo que transcurre, de la necesidad de espectadores para que se convierta en un hecho la propuesta escénica. Como en lo vivo, nada está tan sujeto a lo perfecto, pero todo suma y envuelve.
La puesta en escena de Natalia Menéndez dejaba fluir cada elemento en escena sin forzar nada, pese a lo complejo de los conceptos estéticos manejados. Como espectadora, se me permitía ir entrando a mi ritmo, adecuarme. Resultaba mágico a nivel estético -nos invitaba a trascender la lógica-, elevada a niveles éticos -subrayaba los vínculos emocionales sanos como posibilidad redentora ante el maltrato. –
Pero observemos a la criatura que ocupaba la jaula: lo animal, que estriba también en la inocencia de un ser humano, que se desata tras el daño. Tomemos distancia, si somos capaces, tratemos de evitar la empatía, la compasión -quizá el mayor de los males, si se persigue lo objetivo-. Por más que se la encierre, la fiera ataca, el pájaro conserva las alas. ¿Y si privamos de libertad a un ser mitológico, fiera y pájaro, mitad por mitad? ¿No nos preguntaríamos sobre su origen? ¿Por qué no indagamos en las causas, en el germinar de las tragedias? ¿Qué hemos ido perdiendo por el camino? Tanta tradición que arrastramos, tanto ejemplo que nos empeñamos en atesorar, y continuamos cercados por lo inevitable, desorientados, reiterativos, maniáticos, obtusos, apelando a lo instintivo, idealizando, asumiendo como esencial en nosotros lo que somos incapaces de digerir… Por eso enfermamos… Martín tolera hasta cierto punto, después se abandona a un mar de convulsiones. Hay muchas formas de escapar. ¿Huir de quién, de qué? ¿Cuál es el monstruo que nos atenaza? ¿Qué nos mantiene encogidos y temblorosos ante la puerta entreabierta? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? -“Todos queremos matar al padre, en realidad…”-decían. Somos proclives al parricidio, pero estamos sujetos, como bueyes bajo el yugo de un sistema impuesto: el poder ocioso del que mira. El verdugo quizá fue víctima… Pero hay víctimas que no pudieron convertirse en verdugos, que fueron y son invisibles. También hay verdugos que no ejercen, todavía, que no se dejan ver… Ni la libertad ni la justicia son palabras con contenido, en este estado de cosas.
Israel Elejalde se mete en la piel de alguien muy cercano a nosotros, extremadamente vulnerable, que nos arranca una sonrisa precisamente por eso, porque tendemos a identificarnos con él, a reconocernos en sus actitudes. Nos hace de intermediario con el supuesto monstruo, nos invita a enternecernos por Martín, por esa criatura herida, tan necesitada de cariño. La decadencia espiritual debería conmovernos -viene a decirnos- es tan solo un síntoma, como el hambre.
Sergio Blanco -este autor franco-uruguayo tan premiado y leído, pero poco conocido en España-, Natalia Menéndez, Israel Elejalde y Pablo Espinosa, nos invitan a Tebas Land, a tomar la distancia necesaria para que una realidad social tan tremenda como el maltrato y sus consecuencias, pueda revivirse de forma que le suponga al espectador entretenimiento, disfrute estético, choque emocional, reflexión intelectual y compromiso ético. Lo tiene todo y asombra. No se la pierdan