El ojo del espectador recorre las líneas armónicas de sus dibujos con el goce de un niño que va en la montaña rusa de un parque de diversiones; la mirada fluye por esos raíles y en ocasiones se accidenta por la sorpresa. Nuestra vista tarda mucho en agotar su avalancha de imágenes, su carácter barroco nos obliga a detenernos a escudriñar los detalles. No hay anécdotas sino símbolos: El ojo, el árbol, el corazón… olvidan sus condicionamientos biológicos para transformarse en significantes contenedores de las ideas de la artista.
Estamos hablando de Claudia Figueredo, cuya actividad creadora es su manera de respirar, artista que no se detiene ante las dificultades y encarna, en cada pincelada, un deseo de libertad explosivo, enérgico y vibrante, psicodélico por su manera de utilizar el color, pero sin alucinaciones, por más caleidoscópico y fantástico que se manifieste. Podemos notar en su trabajo una muy clara y determinada conciencia. Eso es lo primero que respiramos en los escenarios que construye al pintar: una apuesta por la emancipación y la libertad.
Las curvas predominan sobre las rectas, la categoría simbólica de los rostros y los cuerpos anula su condición de carne; lo material se dinamiza, se eleva, hasta el punto en que su propio movimiento lo convierte en éter. Como una rueda de bicicleta que gira velozmente ante nuestros ojos, los rayos desaparecen. Claudia eleva al plano espiritual las formas que representa.
Así, en ese crecimiento que implica su práctica artística, lo natural y lo intelectual se integran haciendo un buen equipo, la superficie decorada de un corazón, el fondo detrás del mismo, nos recuerda aquella vertiente de la abstracción que se denominaba biomorfismo, por su semejanza con las formas biológicas: amebas, neuronas, células… todo un mundo microscópico y orgánico.
Estos círculos y formas amorfas que resaltan sobre el entramado de colores perfilados, además de remitir al microcosmos, a su vez nos sugieren constelaciones. Las texturas de Claudia sobre las formas abstractas nos hacen pensar en la semejanza de lo infinitamente grande con lo infinitamente pequeño, pues ambos mundos se comportan igualmente distantes, misteriosos y desconocidos. Y es hacia lo misterioso y lo desconocido que apuntan sus cuadros.
En su pintura se fusionan varios lenguajes, podemos encontrar en una misma pieza elementos en relieve, como los pequeños volcanes que deja la boca de un tubo de acrílico ligeramente presionada contra el lienzo, y también líneas planas de rotulador que perfilan las formas pintadas en brillantes colores, un recurso muy utilizado en el mundo de la ilustración. Técnicas aparentemente contradictorias (lo matérico y el dibujo a línea) armonizan perfectamente en su trabajo y le dan a la obra un carácter ancho, inclusivo. Y es este uno de los contenidos principales de su pintura, el carácter desprejuiciado que manifiesta al incluir diferentes tratamientos plásticos; en esta obra cabe lo mismo lo que la artista piense que lo que vea, lo representado puede estar en la realidad circundante o en su imaginación. No se pone límites, no se encorseta en una propuesta conceptual enfocada en una sola vía de expresión y, no obstante a eso, podemos reconocer una manera personal de hacer.
En una obra como Planeta K, por ejemplo, conviven en armonía la línea y el volumen, el claroscuro se impone como efecto seductor y provoca una atmósfera diferente a otros cuadros en los que no hay pretensiones de tridimensionalidad, sino que las figuras se desplazan en un mismo plano. Mapa y tesoro, aunque también tenga como protagonista un corazón, está resuelto de diferente manera, porque la artista no utiliza mecánicamente los medios expresivos sino que investiga, explora y elige, según lo que le interese trasmitir, los recursos visuales más adecuados para cada idea.
Como bajo aquella higuera donde se sentó el príncipe Siddhartha, la artista se encierra para aislarse del medio en que vive y descubrir su propia verdad, pues hay mucho de budista en su manera sosegada de realizar estas elaboradas texturas, práctica que necesita una entrega semejante a la elaboración de los mandalas de arena tibetanos.
Claudia Figueredo, en su sabio despliegue de imágenes, nos ofrece su particular visión del mundo; la estridencia del color como recurso, nos hace sentir poderosas sensaciones, se trata de una obra de gran autenticidad e impacto visual, abre una puerta a nuestra mirada, que con seductora satisfacción penetra en su universo, firmamento de deseos y libertades, de evocaciones y sueños.
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