«Los que practican las artes estéticas nos conectan entre nosotros y ofrecen un contexto para el dolor» según la escritora Courtney Zoffness. Finalizo la lectura de su último libro de no ficción y medito sobre la reflexión con la que pone el broche final a su obra. Me interpela. Aunque quisiera pensar que todo tipo de creativo —quien configura un libro, una canción o cualquier otro relato— está proporcionando un espacio seguro para el sentir. Y no crean que sentir libremente, sin prejuicios ni guías preestablecidas, está al alcance de todos. La generación zoomer llora delante de una cámara de selfie, guardando su mejor perfil y procurando una buena iluminación. Y lo peor —o lo más extraño— es que es muy probable que estén llorando así de verdad, por mucho que a los no-tan-nativos digitales nos cueste creerlo.
Vivimos una época populista, sensacionalista y amarillista. Reitero con sustantivos: política populista, consumo y publicidad sensacionalistas y prensa amarillista, respectivamente. Esto significa que todos los sectores de la comunicación están basados en la manipulación expresa de nuestros sentimientos, sin remilgos.
Los sentimientos están de moda, se instrumentalizan y se convierten en armas. Lo hemos aceptado. Comulgamos con que apelen sin tapujos a nuestra vulnerabilidad anímica o a nuestros brotes emocionales en lugar de a nuestra racionalidad. Permitimos que condicionen nuestras elecciones vitales, nuestras compras e incluso nuestro voto. Hoy, más que nunca, el consumo es una elección política —sobre todo el consumo activo de cultura. Tras la penalización al sector del cine en EE. UU., Robert De Niro, con su Palma de Oro honorífica en la mano, clama que no los callarán, que saben que son peligrosos y que saldrán adelante por muchos aranceles que les impongan. Sin embargo, en medio de este panorama tan internacional, mis recomendaciones van por otro lado: sus artistas locales. Acudan a su cantautor de barrio, el que habla sobre los problemas que les acucian directamente. Su Albert Pla de cabecera puede salvarlos de la ceguera y hacerlos reír por la cercanía del relato. Porque en él se reconocerán.
Aún están a tiempo.
Porque no me negarán que cuesta cada vez más reconocerse: en las personas, en los lugares, cada vez más estandarizados, más globales, con más cartelismo plagado de anglicismos… pero cada vez con menos vecinos contertulios, con menos solera de barra pegajosa, con menos indicios para poder reconocerse a uno mismo. Parece que ya no quedan esos peculiares antros en los que uno pudiera encontrarse con una chabacana pero sagaz Paquita la del Barrio, cantándole a una rata de dos patas. Costumbrismo hecho identidad.
Diviso una crisis identitaria cimentada en la uniformización cultural y el desdoblamiento de la individualidad digital (sin hablar del robo de identidad y la desautorización que procura la IA). Vaticino el continuo descenso de la salud mental ante tal multiplicidad de espejos —espejos deformados, como los de las ferias—.Y pronostico la sensación de niña perdida en un bosque que nos va a dejar este primer cuarto de siglo. Al principio es divertido; cuando anochece, ya no. Y en este largo y exasperante atardecer, el arte es lo único que nos mantendrá los ojos bien abiertos. Abiertos para poder ver a través de las lágrimas que se nos agolparán en las cuencas de los ojos ante tal distopía amnésica. Y aun así, seguiremos teniendo ejemplos de pura luz. El papa Francisco generó un espacio seguro en su credo para todo tipo de personas, legando una Iglesia aperturista. El presidente Pepe Mujica ofrecía una práctica de la política honesta gracias a su humanismo, modernizando Uruguay. Y el escritor Mario Vargas Llosa, como buen artista, creaba una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad —y, parafraseándolo—, volvía lo natural extraordinario y lo extraordinario natural.
Rayos de esperanza en medio del caos tiránico y autoritario que genera estar a la sombra del viejo fantasma del fascismo resucitado una vez más. Nolite te bastardes carborundorum(1).