Bellas Artes
El último tercio del siglo XIX en Europa fue una encrucijada de caminos para el arte y la literatura. Si la séptima década vio la eclosión del impresionismo, la octava conoció la impronta del simbolismo. Y aunque ambos eran movimientos que se negaban entre sí, coexistieron, cada uno por su lado. Así, hasta comienzos del nuevo siglo cuando desaparecieron o acabaron fundidos en otros. En el libro El arte y el hombre(1), René Huyghe observa que, por sus vínculos con el realismo, el impresionismo «llevaba su condenación en sí mismo, intelectual y físicamente». Y añade que la condenación se hallaba en reiterar la idea de Courbet acerca de la pintura como «una lengua completamente física que se compone de todos los objetos visibles»(2). Esta primacía otorgada a la forma acabó siendo —según Huyghe— una traba para «las facultades ilimitadas del espíritu».
El simbolismo, sin embargo, ya existía en la poesía francesa, y más exactamente en la poesía de Charles Baudelaire, que había encontrado en la obra de Edgard Allan Poe algunos de los principios fundamentales de su estética, expresados en el soneto Correspondances. Y si bien entre los pioneros del movimiento están Lautréamont, Verlaine, Rimbaud, Jules Laforgue y Mallarmé, no fue hasta 1886 cuando apareció en forma de manifiesto(3). Su autor, el poeta de origen griego Jean Moréas (1856-1910), define la poesía simbolista como «enemiga de la enseñanza, de la declamación, de la falsa sensibilidad, de la descripción objetiva», pues su intención era intentar «vestir la Idea de una forma sensible» y asumir la creación como una «sustancia infinita» y enigmática. Su equivalente pictórico se materializó en las obras de Odilon Redon y Gustave Moreau, quienes mostraron en sus lienzos el mismo refinamiento espiritual que había en los poemas, relatos y novelas de los escritores parnasianos, simbolistas y decadentistas de finales del diecinueve.
Redon y Moreau señalaron en Rafael, Michelangelo, Durero y demás pintores renacentistas sus principales modelos, pero el espectro del simbolismo abarca también a William Blake, los prerrafaelistas, los Nabis, Gauguin, Klimt, Ensor y hasta Munch. La Aparición (1876), representa el clímax del simbolismo en la pintura francesa, y aunque a lo largo de la historia muchos artistas habían pintado la decapitación de San Juan Bautista (Botticelli, Lippi, Berruguete, Cranach, Caravaggio…), su autor, Gustave Moreau, no vaciló en hacer lo mismo; pero, lejos de ofrecer una versión similar a la de los evangelios, recreó un inquietante escenario de sensualidad y erotismo cuyo centro fue la tentadora Salomé.
Hijo del arquitecto Louis Moreau, Gustave Moreau (1826-1898) mostró desde pequeño interés por el dibujo. Aquella fue una afición que, tras un viaje a Italia con sus padres (1841), se transforma en vocación. Tres años más tarde empieza a recibir sus primeras clases en el taller del pintor neoclásico Édouard Picot y gracias a la ayuda del maestro y artista (en sus años mozos compañero de estudios de Jacques-Louis David), el joven aprendiz logra ingresar en la École des Beaux-Arts (1848). Desde ese instante, Moreau se entrega con pasión al estudio de los clásicos de la Antigüedad, a los que copia directamente en el mismo lugar donde se encuentran sus obras.
Para llevar a cabo su ambicioso proyecto, Moreau realiza un nuevo viaje a Italia; en Roma visita la Villa Medici y entra en contacto con otros jóvenes pintores (Léon Bonnat y Elie Delaunay); allí conoce también al joven Edgar Degas, de quien se hace muy amigo. Junto a ellos, participa en las sesiones libres de modelos del natural y visita otras ciudades. Esta es una etapa marcada por su empeño de asimilación; pinta paisajes y realiza copias en museos, iglesias y hasta en el Vaticano. Con la obsesión de apropiarse de los secretos artísticos de los grandes Maestros de la pintura hace las copias del mismo tamaño del original, como se aprecia en el cuadro La muerte de Germánico (1826-1828), de Poussin. De tales esfuerzos irán naciendo sus primeras obras importantes, como Edipo y la esfinge (1864), tema esbozado previamente en una acuarela de 1860 y exhibido en el Salón de 1864. Según Geneviève Lacambre, ese óleo «señala el comienzo de su suerte» al ser adquirido por «un comprador famoso como el príncipe Napoleón», primo del emperador Napoleón III(4). Este cuadro muestra la personalidad de un creador con rasgos bien definidos que emplea complejos símbolos relacionados con temas mitológicos y bíblicos, dueño de un virtuosismo artístico que lo llevará en ascenso vertiginoso a la celebridad.
Tras la guerra franco-prusiana, comienzan a aparecer sus «Salomé», que provocan cierta estupefacción y escándalo en la sociedad de su época. Muy afectado por los acontecimientos bélicos —explica Lacambre—, «debe someterse a un tratamiento terapéutico en la estación termal de Neris-les Bains, especializada en la cura de las enfermedades nerviosas; después vuelve enseguida a trabajar»(5). Los óleos con el tema de Salomé surgen a mediados de aquella década traumática: además de La Aparición (en acuarela y en óleo), pinta otros cuadros similares, Salomé danza delante de Herodes, también de 1876, y Salomé con la cabeza del Bautista o Salomé en el jardín (1878). Lacambre menciona un cuadro anterior a estas fechas; se trata de Salomé en la prisión, realizado hacia 1870, vendido, según explica, en 1872 (hoy en el Museo de Arte Occidental de Tokio). La Aparción puede verse en el Louvre, y Salomé danza delante de Herodes en el Museo Gustave Moreau. Dos pinturas de Caravaggio, la Decapitación de San Juan Bautista (1608) y Salomé con la cabeza de Juan el Bautista (1609) pudieron despertar su interés en el tema; hay en ellos la misma atmósfera tenebrosa y el regusto por la sangre. Cabe pensar también que el impacto de la guerra favoreció la elección. Delante de esas imágenes recreadas, el espectador se siente inmerso en visiones que no se reducen a simples delirios de un espíritu hedonista y sensual.
Atacada duramente por la crítica de su época, la novela de Joris-Karl Huysmans À Rebours (A contrapelo, 1884) se convirtió en fuente de la que bebieron Marcel Proust y Marcel Schwob entre otros escritores. En el prólogo a una edición de 1903, Huysmans anotó que al aparecer en su novela «el naturalismo se estaba sofocando y agotando al hacer girar siempre la rueda en el mismo círculo. (…)». Respecto a los modelos que habrían de inspirarlo, señala a Baudelaire y Verlaine; pero añade otros —por entonces desconocidos— que leerá más tarde (Corbière, Mallarmé, Rimbaud y Laforgue). Los demás son artistas plásticos: «La pintura de Gustave Moreau, los grabados de Luyken, las litografías de Bresdin y de Redon siguen teniendo para mí el mismo valor que antes»(6). Justamente, en la novela de Huysmans hallamos una écfrasis sobre La Aparición, de Moreau, clave para comprender el drama de Des Esseintes, personaje protagónico. Al referirse a las motivaciones de su polémico texto, el autor intentará ofrecer algunas consideraciones: «Parece ser, en efecto, que las enfermedades nerviosas y las neurosis abren en el alma unas fisuras por las que penetra el Espíritu del Mal» (7). Pero Sade, Choderlos de Laclos, Théophile Gautier, Baudelaire, Lautréamont y Rimbaud ya habían dado vida, con bastante antelación, a ese «espíritu maligno». En una novela de 1835 Gautier escribe: «He perdido por completo la noción del bien y el mal y a fuerza de depravación casi he regresado a la ignorancia del niño y el salvaje»(8). Más que una estética, el decadentismo debe entenderse como una reacción contra las normas y valores establecidos con predominio del individualismo extremo, la sensualidad, y un desencanto manifiesto hacia la realidad a través de la exploración de lo oscuro, lo misterioso y lo irracional.
Considerado por Baudelaire «el único artista verdadero de Bélgica», Felician Robs (1833-1898) fue un magnífico dibujante, pintor y caricaturista. En su estilo, la crítica aprecia huellas de Daumier y Doré, de quienes fue devoto; también de Henri de Toulouse-Lautrec, que pudo haber influido en él con sus prostitutas. El marcado erotismo de sus pinturas y grabados resulta notable en obras como Pornocratés (1878), su pieza más conocida. Muestra a una mujer de perfil que avanza desnuda llevando de una cuerda a un cerdo. Pero ir desnuda y ataviada a la vez con guantes, medias, zapatos de tacón, joyas, sombrero de plumas y una faja azul alrededor de la cintura ofrece un «toque» que resalta aún más la desnudez. Si fuera poco, lleva vendados los ojos y por encima de su cabeza aletean tres angelitos o putti, símbolos eróticos. El resultado es una pieza en la que lujo y desnudez pasan a ser atributos sexuales femeninos. Destaca la ambigua relación entre lo humano y lo animal, que hace difícil saber si es la mujer quien conduce al cerdo, o si es éste quien tira de ella. Otras piezas del mismo autor muestran imágenes satánicas o de misa negra asociadas a manifestaciones de misoginia y posesión. Observada con ojos de Robs, la mujer desnuda deviene símbolo del mal: es la Circe que termina reduciendo al hombre a una mera animalidad.
En una Francia tan jerarquizada como la del siglo XIX, el respeto y la consagración artística llegaban avalados por la academia. Y los creadores luchaban por obtener el reconocimiento en los salones y eventos programados por el Segundo Imperio. Baudelaire, que odiaba la mediocridad, no cesó de criticar la pereza mental de una parte de aquellos artistas, aferrados a los cómodos e insípidos modelos del arte oficial, mientras celebraba la valía de importantes pintores como Ingres y Delacroix; de Courbet, por ejemplo, dijo que había sido el gran excluido de la Exposición Universal de 1855, y no dudó en calificarlo como «un vigoroso obrero, una salvaje y paciente voluntad» (9). No creo, sin embargo, que el autor de Las flores del mal, amigo íntimo de Courbet en su juventud y fallecido en 1867, hubiese tenido la ocasión de ver, junto al exiguo grupo que disfrutó de ese privilegio, El origen del mundo (1866), obra que, por razones obvias, jamás fue exhibida en su época ni en la siguiente. Analizado a fondo, el cuadro del vilipendiado artista era mucho más que un exuberante desnudo, y de su poderoso erotismo se desprende una idea mucho más humana y contemporánea de la mujer, a la altura de piezas geniales de la narrativa europea como Nana (1880), de Émile Zola, Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert, y Bola de sebo (1880), de Guy de Mapaussant. Es el mismo enfoque que palpita en Olympia, de Édouard Manet, concebido apenas tres años antes. Solo que Courbet lo llevó aún más lejos.
En la definición que De Micheli (1914-2004) ofrece sobre las vanguardias artísticas, se precisan ciertas características comunes a todos sus grupos; una es la condición de desarraigo, que lleva a algunos creadores a asumir posiciones cercanas al decadentismo. No obstante, el crítico asegura que el verdadero espíritu de la vanguardia es revolucionario y está teñido de socialismo porque se manifiesta, dice, en «la seguridad de que la única salvación consiste en la presencia activa dentro de la realidad y no en la evasión». Es lo que distingue, según él, a un tipo de creador de otro al que falta «un sentido histórico» de la ruptura social producida en el seno de los artistas, y muestra «una extenuación espiritual más que una rebelión» (Demicheli, «Vanguardia y decadencia», Las vanguardias artísticas del siglo XX, pág. 59 y siguientes). En ese capítulo, el autor plantea que lo decadente en el arte se manifiesta en un conjunto de rasgos que reiteran «un retorno a la nostalgia de un estado prerrevolucionario, al gusto por una civilización desaparecida o que va desapareciendo y, por consiguiente, al júbilo por por todo lo que revela en sí los signos fatales de la muerte».
El crítico italiano analiza a tres escritores, dos de ellos compatriotas suyos, Gabriele D´Annunzio (1863-1938) y Filippo Tomasso Marinetti (1876-1944); el tercero es el francés Joris-Karl Huysmans (1848-1909), cuya novela À Rebours, ha sido considerada, desde su aparición, como «la Biblia» del decadentismo literario; relato lleno de erudición artística y literaria, pero rebosante también de pesimismo y extravío. La crítica más visceral la reserva al poeta, novelista e ideólogo del fascismo F. Tomasso Marinetti, fundador del movimiento futurista italiano, «aliado ruidosamente al fanatismo por Nietzsche y su superhombre». Y al referirse a su novela Mafarka el futurista (1910) subraya en ella lo nocivo de una «estética de la máquina» aderezada con xenofobia, belicismo y «frases patrioteras».
En lo que a Gustave Moreau se refiere, De Micheli retoma la écfrasis de Huysmans para sentenciar que, formalmente, sus cuadros no muestran «ni la más pequeña incitación a romper los cánones de la tradición», bastándole «con los maestros del pasado». Según el enfoque, los mecanismos creativos que emplea el pintor «se agotan en una especie de sonambulismo estático y morboso». Redon, los prerrafalistas, Wilde y Felicien Robs (entre otros muchos creadores de igual signo) cierran un panorama donde los elementos de la poética decadentista son siempre repetitivos: «espiritualismo, misticismo erótico, simbolismo, placer por la crueldad, rechazo romántico de la “prosaica” normalidad burguesa».
De Micheli, que menciona a Baudelaire por su activa participación en la revolución parisina de 1848 y lo toma como uno de los modelos de su tesis, parece olvidar; sin embargo, el rechazo del poeta francés al «error público» de identificar arte con utilidad social y política, porque «con la condición de moralidad impuesta a las obras de arte —decía Baudelaire— ocurre lo mismo que con esa otra condición no menos ridícula que algunos pretenden imponerles, como es el expresar pensamientos o ideas sacadas de un mundo ajeno al arte, ideas científicas, ideas políticas, etcétera». «¿Qué es el arte puro según la concepción moderna? —se preguntaba el autor de Las flores del mal en otro texto de 1860—. Es crear una magia sugestiva que contenga a la vez el objeto y el sujeto, el mundo exterior del artista y el artista en su subjetividad»(10). No creo que exista una manera más sencilla, precisa y directa de definir la relación objeto-sujeto, válida no sólo para lo que Baudelaire denomina «arte puro», sino para cualquier tipo de arte.
Desde el punto de vista histórico, las vanguardias del siglo XX fueron una respuesta a un momento concreto. Además del indiscutible mérito de hacer un arte totalmente nuevo, audaz y revolucionario —conforme a unos propósitos de cambio profundo alentados en Europa desde finales del siglo XIX—, se caracterizaron también por el rechazo a la guerra, al militarismo y al fascismo. Pero esto, desde luego, no significa que todos sus representantes asumieran el mismo patrón de conducta y pensamiento. Y mucho menos que fueran la negación total de cuanto ya existía en arte y literatura, como quedó demostrado en quienes buscaron, a través de Hieronymus Bosch, Brueghel, Sade, Goya, Ensor, Munch, Rimbaud, Lautréamont y Cézanne el fundamento y los antecedentes de sus nuevos caminos. Hoy resulta evidente que los procesos rupturistas y sus estéticas no niegan sólo por negar; el objetivo que persiguen tiene siempre un mayor alcance y la tradición enlaza con ellos y termina enriquecida. Es lo que singulariza a las vanguardias: por un lado, la diversidad de ideas y caminos elegidos; por el otro, su proyección universal que hizo posible los sueños de generaciones de creadores.
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