Bellas Artes
«Las nubes: los únicos pájaros que nunca duermen».
Victor Hugo
En la exposición Nubes. Ayer y hoy, en la Casa de las Artes de Bruselas[1], pudieron verse muchos ejemplos de la polisemia de estos elementos atmosféricos a lo largo de la Historia del Arte, con especial atención en el impresionismo y el arte contemporáneo. Las nubes nos remiten a la incertidumbre, pues son eternamente cambiantes y pasan de lo abstracto a lo figurativo en cuestión de segundos. Desde que Magritte nos mostró la capacidad simbólica de las nubes, no son pocos los artistas que las han utilizado en sus obras, pero solo algunos han logrado sacar provecho de ellas, haciéndolas protagonistas de su discurso. Uno de esos pocos creadores es Ramsés Llufrio (1974).
Sus cuadros nos asombran por su rigor técnico, pero también por lo que esa habilidad sostiene: Un universo propio, contundente en el sentido conceptual y capaz de trasmitirnos sus ideas sin la molestia de una explicación racional.
Los surrealistas lo sabían, toda explicación consciente solo esconde la infinitud de la verdad, su relatividad, por eso atendían al verdadero responsable de la mayoría de nuestras acciones: el subconsciente. La interpretación es sana, pero la explicación es enfermiza; resulta ya, no solo aburrido, sino también contraproducente, colgar los statements de los artistas al lado de sus obras. Un insulto a la inteligencia de un público que, por mucho que los especialistas miren con aires de superioridad, es quien realmente tiene la última palabra.
Ramsés suele envolver en nubes no solo a los objetos que pinta (botes, palmas, globos, cuerdas…) sino también —metafóricamente hablando— al espectador, quien salta sobre ellas y deja correr su imaginación para sorprenderse de todo lo que pueda encontrar allí, mientras admira la perfección de esa pincelada tan bien puesta y tan diluida como el sfumato de un renacentista. Una pincelada precisa, capaz de lograr un volumen perfecto, casi fotográfico, pero sin sobar el color, sin caer en aquellos relamidos que quitan brillantez y vulgarizan las formas. Aquí las degradaciones de color se logran sin perder la frescura, están realizadas con una limpieza poco común.
Ramsés posee todas las habilidades de un hiperrealista, pero no hace hiperrealismo, domina las técnicas académicas, pero no se circunscribe a reproducir, y desde una mente muy abierta y una mano inclasificable, es capaz de estremecernos con ideas propias y cargadas de significado, porque unas palmas encerradas en bloques de cristal, o unos botes que surcan el cielo, están muy lejos de la mera decoración.
No es fácil encontrar un artista que posea, al mismo tiempo, una técnica tan depurada y una capacidad de comunicación eficaz. Y es que aunque su trabajo tenga la apariencia del paisaje, se trata de una mirada hacia adentro. No son las nubes del cielo físico, sino aquellas que llevamos dentro, en nuestros pensamientos, aquellas que las historietas representan esquemáticamente cuando el personaje piensa en vez de hablar, y aunque posean todo ese realismo aplastante con que las representa, se trata de aquella otra nube interna, la de la preocupación, la de la confusión a la que nos somete la vida actual.
Los elementos con los que se combinan estos cielos, no son arbitrarios, pues ya sabemos el significado de un bote para un cubano, que no tiene nada que ver con pasear ni con pescar, sino con la fuga, la huida en busca de la libertad. Una obra como Time flies (El tiempo vuela) es un buen ejemplo de su manera consciente de usar los títulos, en ella los globos que ascienden se escapan de los relojes como nuestros años de vida. El título nos guía en la lectura y el resultado es una obra al mismo tiempo directa y metafórica. ¿Cuán diferente sería esa misma obra sin nombrarla de una manera tan acertada? Otra vez tenemos que dar la razón a Duchamp sobre la importancia del título. Y en este caso, titularla así es poner un mundo onírico en la tierra, dar un sentido, una dirección precisa, a una imagen que flota como las nubes que representa. El título es el ancla de este barco, la estabilidad y la salvación tras la tormenta mental que nos provoca la primera mirada.
Sus temas cambian de cuadro a cuadro. En una pieza como Peso, dolor y equilibrio, podemos ver tres construcciones de piedras superpuestas que recuerdan levemente a las primeras edificaciones del ser humano. Ya sé que no son idénticas a los menhires y dólmenes que se han encontrado, pero remiten a ese pasado de la Edad de Piedra. El artista nos sugiere que el peso del dolor y el intento de superarlo, es algo que siempre ha estado en el ser humano, sujeto omitido de su obra, presente siempre en ella, no con su cuerpo pero sí con sus huellas.
En medio de sus nubes, Ramsés Llufrio transita su camino por el arte con la apariencia de un surrealista que no es —pues es demasiado consciente como para subordinarse al automatismo psíquico—, con la apariencia del paisajista que tampoco es —pues está muy lejos de ser contemplativo y más distante aún de reflejar el mundo exterior— y con la certeza de estar edificando un universo propio, sólido y poseedor de un discurso artístico en el que la capacidad de la imagen va más allá de lo que podamos describir con las palabras. •
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