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La Noche de las tríbadas | Teatro Madrid Mayo

LA NOCHE DE LAS TRÍBADAS

Per Olof Enquist / Miguel del Arco

Siempre me han atraído las mentes que rozan el precipicio, la semblanza de los genios. Mi primer recuerdo de su nombre es una fotografía. August Strindberg me incitaba a la lectura de sus obras completas desde la portada de un libro. Mirada hipnótica: espirales de curiosidad y asombro. No parecía inseguro, sino esforzado. Yo lo imaginaba atormentado, golpeándose la cabeza contra las paredes de un zulo. Mientras, los demás cautivos lo observábamos, parapetados en la distancia justa, acechando, como ratas sedientas de su sangre. Así me hizo sentir. Qué paz la del lector que juzga lo escrito sin poner nada en juego, sin intercambio de fluidos. La vida real es peligrosa. Strindberg lo sabía. Yo era joven. Más adelante aprendí que todo lo humano me concierne, incluso lo artificioso, lo oscuro.
Miguel del Arco dirige La Noche de las Tríbadas teniendo muy en cuenta las notas previas y las acotaciones de su autor, Per Olov Enquist, escritor sueco contemporáneo varias veces propuesto para el Premio Nobel. La puesta en escena resulta la adecuada para un trasiego de energías que se entrecruzan, chocan, se repelen, se funden, arden y deslumbran. Estas potencias vivas, cuya naturaleza no es otra que la de cuatro seres humanos reencarnados en dos actores y dos actrices, mantienen al público en jaque durante las dos horas en las que se desarrolla la función. Al igual que en la obra de Pirandello con la que tanto éxito tuvo del Arco en sus comienzos, la técnica del metateatro coloca al público en una suerte de perspectiva en la que se le incluye en varias escenas, aunque se le presupone ausente. Esto tiene lugar dado que el patio de butacas juega como espacio añadido. Lo cierto es que yo hubiera deseado que mi asiento fuese giratorio, para no perderme nada de lo que transcurría a mis espaldas. Sin embargo, entiendo que este esfuerzo que se pide al público de removerse en sus asientos, o bien, de concentrar toda su atención en lo escuchado y no visto, le condiciona para no dormirse en los laureles, para no acomodarse en lo frontal y unívoco, siendo el prisma a través del cual se quiere mirar poliédrico. Y es así porque no podría ser de otro modo, si se pretende entrar en la mente de un genio, en su delirio visionario, en angustia existencial ebria de emociones tibias. Es de este modo porque tres de los personajes de Enquist son excepcionales, cada cual con su carácter específico y su modo de enfrentarse al mundo. Incluso el cuarto, el mediocre, viene a convertirse en aliado de las batallas que libra el genio y, por tanto, en un ser extremadamente útil.
Este drama aderezado de humor salvaje, se sostiene sobre el bien hacer de los actores, alternando contención con desmesura, según conviene. El ritmo frenético del montaje queda suspendido de pronto en momentos de singular belleza. Los personajes se internan en sus propios pensamientos o recuerdos para recrear sensaciones y emociones mediante la acción física, mostrando al ojo del espectador despierto la descomposición del tiempo y el desdoblamiento del espacio, una vida paralela oculta en el subconsciente. Esta danza ritual en la que algo esencial del ser se ofrece en sacrificio, lejos de producir extrañamiento, conmueve. La iluminación consigue efectos oníricos, atmósferas en las que las figuras de los vivos se tornan fantasmagóricas y, sin embargo, se nos antojan entrañables criaturas perdidas en un laberinto, exhaustas por la búsqueda sin tregua.
La trasformación que sufre la figura femenina a nivel social durante el siglo XIX, trastoca los cimientos de una sociedad machista hasta la médula. Strindberg -un hombre inteligente y sensible, pero con todos los prejuicios de aquella época- se debate entre aceptar o rechazar estos cambios sociales y las consecuencias que conllevan. Durante toda la obra hay un resquebrajarse de las paredes del refugio de la familia como estructura social sólida con núcleo paternalista. El personaje central, Strindberg, lo sufre como si estuviese inmerso un agujero habitado por alimañas. Tiembla.
No se puede vivir con miedo, dicen… Yo creo que se equivocan. Lo que no se puede es morir, morir sin miedo, aventajando así a la vida ya vivida. Si uno nace, no hay más que hablar, se siente el vértigo. Somos engendros mixtos de mente, piel y entraña, con hambre atroz, con afán infinito de conocimiento. Buscamos saciarnos de algún modo. Estamos condenados a lo razonable y sus quebrados, a la protuberancia de la lógica. Y, al unísono, vamos forjando anhelos, capaces como somos de proyectarnos hacia lo intangible. El talento puede resultar una tortura, si no se da en equilibrio. La sensibilidad exacerbada de Strindberg, en amalgama con su pensamiento liberado de excusas, arrastra al artista hasta la vanguardia del pánico, al filo mismo de la trinchera más honda, o a la retaguardia, ralentizado el paso hasta la quietud de lo inerte. El inmovilismo intelectual resulta corrupción de lo sensible, angostado el impulso vital entre aparatosas ideologías decadentes. Lo que se estanca, se envilece. No se puede escapar al paso del tiempo, a la trasformación continua. Nada permanece. Lo digno de demandarse es la valentía, que no es otra cosa que vencer el miedo y la parálisis a base de esfuerzo. Tampoco las Tríbadas están exentas, si quieren ganarse consideración y respeto.
Dice el autor que reconocería a Strindberg como a “un chico disfrazado de hombre”. La indefensión de la infancia, si se arrastra largo trecho, si asoma bajo un disfraz de adulto, genera sufrimiento, a uno mismo y a su entorno. Individuos así, por muy geniales que sean, son síntoma de sociedades enfermas. Ningún tema de los que se exponen en La Noche de las Tríbadas ha quedado obsoleto. Ninguno de los enigmas que se plantean los personajes ha sido resuelto en el siglo XXI. Ni la mujer ha alcanzado sus objetivos de libertad e independencia, ni el hombre ha dejado de responder con violencia ante los cambios de rol y la pérdida del control subyacente, ni han conseguido que se reconozcan sus derechos los diferentes tipos de ‘familias’ posibles hoy en día. La trasformación social continúa siendo imprescindible. Son tremendas las reacciones de intolerancia y violencia. Maltratos, abusos, violaciones, muertes. ¿Se ha avanzado en algo, o es un espejismo? El Teatro Pavón Kamikaze no ceja en su compromiso contra esta lacra. Por mi parte, agradezco la generosidad de estos artistas que se arriesgan a la controversia, que optan por cuestionarse el mundo y provocar la reflexión del público con sus pesquisas. El elenco de actores estuvo sobresaliente, desde que se subieron al escenario hasta el saludo final, cuando ambas actrices se despojaron de algo impuesto, genuinas bajo la mera apariencia.
MARÍA JOSÉ CORTÉS ROBLES

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