Los amplios espacios, cuando contrastan con la pequeñez de las figuras, remiten a la inmensidad del universo, lo sabían muy bien los surrealistas; Ives Tanguy, Giorgio de Chirico, Salvador Dalí… concebían el paisaje como un escenario simbólico en el que desarrollaban escenas oníricas. Ya Brueghel el viejo, y también el Bosco, habían reducido la figura humana a límites que expresaban su insignificancia ante la inmensidad, ante aquella infinitud que supera nuestra capacidad de controlar el medio donde nos desenvolvemos. Y este tipo de paisaje, aunque pueda estar pleno de elementos naturales o arquitectónicos, es ante todo mental.
En la obra de Roberto Daniel González Fernández (1972) asistimos también a un paisaje interior, más allá de que todos los elementos del mismo se acerquen, por su rigor técnico, a un tipo de representación muy realista. La asociación con el surrealismo no se produce aquí por la deformación de los elementos que pinta sino por la distorsión de las proporciones. El muro del malecón se torna más largo que la Gran Muralla de China, la lógica se traiciona intencionalmente para subordinarse al discurso, la gravitación se tergiversa en pos de lo onírico. Al final se trata de aquellos sueños vívidos que a menudo nos llenan de melancolía, en los que el espacio circundante puede ser aterrador y lleno de belleza al mismo tiempo.
Destaca en su obra el tratamiento de la luz y las atmósferas. En algunos cuadros la representación tiene algo de cinematográfica; un paisaje de La Habana, con su célebre Capitolio, parece, por la oscuridad en los bordes del lienzo, un fotograma de 35 mm. proyectado con poca luz. En otras obras la insigne palma real aparece bajo el agua; aprovechando ese temor natural de la condición isleña, el artista parece estar aludiendo al hundimiento, a la desaparición, y si a la palma la atraviesa una luna menguante, se afianza esta idea de construir la imagen irreal con elementos totalmente reales.
Un Malecón laberíntico y desmembrado, bosques encantados para perderse en ellos, ciudades sumergidas, construyen aquí un discurso sobre su realidad social en el que lo surrealista queda como pretexto. La basura desbordada en la que se internan las liliputienses figuras humanas está muy lejos de una bucólica ensoñación, Roberto pinta pesadillas visibles en el paisaje de su cotidianeidad, y los elementos que ve los filtra a través de una introspección que nos remite a la soledad, a la nulidad del ser humano aislado.
La palma inundada, azotada por la tempestad, posee un dramatismo simbólico en cuadros como Hay cosas profundas que se ven en la superficie. El título nos induce a los pensamientos que condicionaron esta imagen, escena de incertidumbre y peligro, en la que la protagonista parece identificar la resistencia, la firmeza ante las embestidas… ¿del tiempo? La entereza es aquí lo que más se destaca, y puede ser sinónimo de integridad, de incorruptibilidad ante cualquier dificultad o peligro, no necesariamente ante los embates del viento.
A menudo se representa a sí mismo como personaje central de sus historias, esta implicación personal le da a la obra un carácter autobiográfico, y todo lo que sea autobiográfico el espectador lo toma como real, sucede con Fanny y Alexander, la última película de Bergman, que muchos la ven como un autorretrato aunque Oscar sea un personaje de ficción. También sucede con La infancia de Iván, que tampoco es fiel a la niñez de Tarkovski (su director), pero basta que hayan algunos elementos autobiográficos en una obra para tomarla como documental, como secreto guardado detrás de la fantasía, es una especie de realismo de lo irreal. El autorretrato que realiza el autor dentro de muchos de sus cuadros aporta veracidad a estos paisajes fantásticos, que son ilusorios y al mismo tiempo se componen de elementos de una contundencia y un peso marcadamente realistas y no sólo en el sentido físico. Así, lo que Milan Kundera define como levedad, se combina con su concepto contrario: el peso, y el resultado llega a ser un contraste de emociones flotante y dinámico.
Disfrutamos estos paisajes sumergiéndonos en sus aguas, nadando como peces en un mundo de silencio y reflexiones, escuchamos el sonido burbujeante del viento bajo el agua, nos diluimos en imágenes que reconocemos, que forman parte de nuestra vida, como la palma, como la ciudad en que crecimos…así soñamos en estos cuadros, así nos deleitamos con la certera pincelada de Roberto Gonzáles.
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