«Cuando no encuentras tierra nueva, cuando estás cercado,
puede quedarte todavía un recurso:
sacar a relucir la que está debajo de lo construido.
Excavar, caminar en lo vertical.
Buscar la conexión de la isla con el continente, la clave del horizonte.»
Antonio José Ponte (El arte de hacer ruinas y otros cuentos)
Ya lo ves
El viejo sueño acabó
Y tú y yo
A ambos lados del sol.
Qué más da
Quién ganó, quién perdió.
Si es que al final
El sueño acabó.
Carlos Varela
I
El profesor D regresaba, cuando me visitó, de un congreso de evanescencia, críptico, como es su costumbre, ya no vivía obsesionado -como los tugures 1– por los derrumbes, por las ruinas; su pena había escalado a un estado de profunda melancolía, una suerte de ontología de la predisposición que solo produce la lejanía, la premonición de la muerte; el cadáver que sería, consumido por el espacio y el tiempo, exhaló su argumentación en mi oído y hoy convierto su suspiro en palabras.
Cuando leí Un arte de hacer ruinas y otros cuentos de Antonio José Ponte, un vértigo me llevó a un estado de exaltación, a una pulsión arrítmica, desconcertante. Los cuentos que componen este libro son sorprendentes no solo en lo temático, sino en la forma inesperada en que Ponte «soluciona» un conflicto, una situación dramática. La crítica ha coincidido en su incuestionable calidad literaria, pero yo preferiría detenerme en el carácter ontológico de al menos uno de ellos y ver cómo, desde su narrativa, abre una puerta a la comprensión de fenómenos contemporáneos del arte, sobre todo del arte cubano, más allá, y más acá de la isla.
Un arte de hacer ruinas y otros cuentos dedicado a la poeta Reina María Rodríguez, plantea uno de los temas más evasivos en los estudios sociológicos y antropológicos de la intelligentia y el pensamiento «crítico» cubano.
La ruina de una ciudad, y por extensión su deconstrucción arquetípica, su reducción a cenizas, su condición teleológica, son los pilares sobre los cuales Ponte construye la dramaturgia de esta historia, corta, pero profusa. Todo es absurdo, inimaginable, con la sola diferencia de que es real, aunque inverosímil. La ruina habitada, dice Ponte, solo nos puede conducir a un sentimiento miserable, demasiado hiriente, «solo genera un sentido de escándalo […] la convivencia siempre es trágica, existe la posibilidad de que tú también te estás arruinando dentro de ella».
II
Para comprender cabalmente el argumento de Antonio José Ponte, tenemos que recurrir a la noción de deconstrucción, tal y como Derrida la estableció.
El argumento de la «deconstrucción» ha sido uno de los ejercicios más recurrentes en el pensamiento contemporáneo. Recurrente porque está en boca de todos, aunque pocos entiendan de que va verdaderamente. Derrida entendió la deconstrucción como una metodología, más que como filosofía, aunque muchos la asuman como tal. Metodología en el sentido de que intentó reorganizar de cierto modo el pensamiento occidental ante el descalabro y la proliferación de contradicciones lógico-discursivas, contradicciones que atentaban o atentan en el establecimiento de los juicios de tipo analíticos. Pero metodología también en el entendimiento de las relaciones entre texto y significado, sin que estos sean reducidos a una comprensión exclusivamente lingüística o semiológica. Pero también metodología en la operatoria que toda genealogía estructurada fomenta un dominio conceptual. Esta genealogía insiste ya no en nombrar o describir, sino en hacer explícito aquello que puede haber sido ocultado o excluido, en su conformación lógica.
Lo que pretende Derrida no es la mera desarticulación del tejido en las relaciones simbólicas, sino más bien la confrontación con las estructuras dominantes de la dinámica social y la institucionalidad cultural en cuanto teleología. Aunque, deconstrucción no es necesariamente desestructurar o descomponer determinado sistema o una secuencia simbólica o lingüística, lo cierto es que la deconstrucción supone una operatoria en términos y carácter. La deconstrucción es una serie de estrategias, -y esto puede ser muy cuestionable- para anteponer al esfuerzo postmetafísico, una argumentación de índole conceptual. Lo contrario a ello, es el predominio abrumador y esterilizante de una cultura de lo gestual en detrimento de lo argumental. Cuyo resultado es la prevalencia del vacío y la estupidez maquillada de influencia, trending y fatua relevancia temporal.
El fundamento y la legitimidad de la deconstrucción, dice Christopher Hamilton, radican en el carácter ontológico de la condición humana. «We are in conflict with ourselves at deepest level because our being-in-the-world is riven by two contradictory trajectories»2
III
La ciudad, más allá de la construcción o deconstrucción de un espacio antropológico, ha sido una constante en el arte, pero sobre todo en el imaginario cubano.
De la ciudad medieval de intramuros a la ciudad moderna, y sus guiños posmodernos. De la esgloa3, anticipo del ágora griega del parque de los ahorcados, a la urbe del siglo XXI. De la ciudad de Win Wenders en Alas del deseo al monstruo que habita en la ciudad gótica. De la ciudad lineal a la ciudad radial y de esta a la ciudad rizomática. La ciudad imaginada, la cuidad como objeto de deseo y contemplación en Midnight in Paris y A rainy day in New York de Woody Allen. La ciudad cinematográfica y de cartón que el ojo avezado de Sergio en Memorias del Subdesarrollo enfatiza.
Pero también la ciudad letrada, su desarticulación, más que deconstrucción, y de esta, a las ruinas de Ponte. De la ciudad arruinada y su morbosidad antropológica, a la ciudad virtual y de esta a los non-places donde la ausencia de identidad es su elemento identitario. La cuidad como molde, como constreñimiento donde se persigue frenéticamente la felicidad.
En uno u otro caso, una cuidad habitada, fantasmagórica, o hechizada, es el centro donde el hombre se debate entre la existencia -ontológicamente hablando- y el sentido de esta, ahora si, como desontologización. El dilema, la agonía de la existencia, una y otra vez.
Portocarero empastó sus lienzos con las texturas y colores de una ciudad extinguida, la ciudad irrumpe geometrizada en el cubismo de Amelia y sus vitrales, la ciudad de las columnas asoma obsesionada y obsesiva en Los pasos perdidos de Carpentier, la ciudad se manifiesta como asombro y fascinación -el asombro como meta, no como origen- en Tratados en la Habana de Lezama Lima, príncipe de la ciudad letrada, una ciudad que, como los metafísicos de Tlön4, no busca la verdad, ni siquiera la verosimilitud, sino el asombro. La ciudad que habita en El Jardín de Dulce Maria Loynaz que «en la noche me hace sonar cosas exquisitas, que no son, por cierto, divagaciones del ocio […]»5, las ruinas habitadas de su casa de campo en el vedado.
El hechizo de la ciudad, que se desvanece y de-genera en el híbrido tercermundista y posmoderno. Del hechizo al vértigo, del vértigo a la marginalización.
Para nuestra generación o al menos para las generaciones que vienen después de la década del ochenta, ya no se vive en la «Utopía», esa suerte de ciudad eidética; en todo caso, la distopía se ha instalado en la conciencia del cubano, incluso del cubano ultramarino, como da cuenta Faro Tumbado (2006), esa magnífica y reveladora obra de Los Carpinteros.
Las profundas contradicciones entre los imaginarios y las añoranzas han generado, para suerte nuestra una sensibilidad «alternativa» que ontologiza este proceso y busca entre sus escombros lo que para Derrida ha sido lo oculto o excluido en su conformación lógica del discurso.
Pensemos por un instante en las acuarelas de Julio Ramón Serrano donde la difuminación icónica de algunos elementos de la arquitectura habanera, generan una ciudad escurridiza, inaccesible, disuelta en las aspiraciones de un suspiro. La ciudad como espejismos en el desierto, la ciudad en su infalible y yuxtapuesta condición fundante6. Serrano hace de esta serie de acuarelas una fineza pues en ella, la ciudad se contrae para escapar del hombre que la quiere habitar.
O la obra de Ismael Gómez Peralta donde el apuntalamiento de las estructuras deja de ser un mecanismo de soporte, de carga, para convertirse en alegoría, en elemento que viene a reforzar el discurso visual, como cuando en la disección de un cuerpo, quedan expuestas sus venas más profundas. Gómez Peralta nos presenta un descubrimiento arqueológico; la ciudad ha muerto y de entre sus escombros reaparece con la dignidad de lo que fue. La ciudad como desolación, donde solo la memoria de algunos de los vivos, logra remediar el descubrimiento de la verdad.
O las ciudades circulares de Juan Antonio Rodríguez, todas ingrávidas, a la deriva, siempre sobre el mar, huyendo, escapando de una condición fundante, de su enraizamiento más profundo, como una balsa de piedra7. Una ciudad amontonada sobre sí misma, hacinada, a punto de desbordarse, pero en la cual aún sobreviven o mal-viven los hombres. La ciudad de Juan Antonio Rodríguez, como la de Antonio José Ponte, o la de Pedro Juan Gutiérrez o la ciudad de Dulce María Loynaz, es un espacio ruinado donde no solo se descompone la ciudad -arquitectura de una nación, la nación que nos falta-, sino también los sujetos que la habitan, el individuo que permanece. Es la ciudad panóptica que engendra la locura; la ciudad vigilada, vigilante, que castiga; la ciudad isla, laboratorio, rodeada de agua por todas partes.
El anatema de la ciudad, su construcción o deconstrucción ha sido recurrente en las artes visuales cubanas; Douglas Pérez, por ejemplo, ha ironizado desde una ciudad «bucólica» plagada de estereotipos, «fundando» si se quiere una visión poscolonial de sí misma; o Camejo que abre y llena de reflejos «incondicionados» una ciudad que es, como la otra cara del espejo de Alicia, un mundo sorprendente. Las telas de Camejo son puertas y el lo sabe, de modo que se llega a tener la percepción de que hay vida al otro lado.
IV
Pero hay también una ciudad desde el desarraigo, desde una profunda conciencia de lo que no se ha alcanzado a ser; un discurso visual donde la ciudad y su arquitectura escapan, huyen de cualquier atisbo de memoria, de cualquier residuo de alegría. Como si todo fuese consumido y lo que una vez fue polvo, regresara al polvo.
Alejando Justiz y Gerardo Lianza son dos pintores cubanos que distantes territorialmente, están unidos por una profunda obsesión, la verticalidad; una verticalidad que solo puede conducirnos al vértigo, Jorge Luis Borges diría que este es un inútil juego de palabras. Pero no se trata de palabras, se trata precisamente de esa sensación de desequilibrio que genera la descomposición desde la altura.
Si Alejandro procura una pintura estilizada e infinita, donde sus paralelas se entrecruzan, es cierto, pero no parecen tener fin; Gerardo desmonta las estructuras de lo que un día fue el discurso de la identidad y hace que el peso de las vigas en el colapso, remuevan los cimientos de lo que fuimos, de lo que no llegamos a ser.
Tanto uno como otro encarnan a dos nuevas generaciones que miran la tradición de una manera irreverente, ausente de todo colectivismo, de todo compromiso que no sea con ellos mismos. Cuando pinta, Alejandro Justiz, parece desplazado de sus memorias. Su pintura recrea una ciudad entre gótica, fantasmal, plagada de guiños rizomáticos, de disquisiciones fractales, como si la deriva condujera su acontecer, como si todo estuviera en una fuga perpetua. Su pintura geométrica, genera centros de irradiación, a partir del cual todo se expande, como tratando de acceder a otra dimensión del recuerdo. Sus ciudades están deshabitadas, no hay hombres en ella, todo aparece consumido, o reducido a un patrón recurrente, como un déjà vu, líneas que cruzan y entrecruzan una narratividad agobiante.
Lo curioso de su pintura no solo es su comprensión de la verticalidad, sino también el manejo del color. El blanco y el negro predominan y cargan de dramatismo una escena en la que siempre hay un centro que todo lo consume. Hay, sin embargo, mucho color, colores fuertes que intercalan su disposición en el lienzo para generar una pulsión, una sensación de festividad. Pero no nos dejemos engañar, Justiz aceita el engranaje de su trampa y en ella caemos, una y otra vez como niños o moscas cautivados por la «luz».
Como Alejandro Justiz viene también del mundo audiovisual, sabe muy bien cómo funcionan estos trucos, como ese conejo que en uno de los videos de la Teoría Dorada de Popeye para sonreírnos, se abre la boca con una navaja y derrama su sangre.
Si Alejandro procura una pintura estilizada e infinita -como ya dijimos- Gerardo Lianza, se regodea en las ruinas, en la memoria que evoca lo que un día fueron, la identidad de una nación que en ellas -en las ruinas- encuentra la descomposición de aquello que la identificaba y la nombraba.
Con una paleta que interactúa entre blanco y negro pasando por los tonos grises, Gerardo hace visible sus influencias que pueden ser rastreadas desde Georges Braques, Meidner hasta llegar a sumergirse en los tonos desconcertantes de Gerhard Richter. Su pintura no se parece a nada; en todo caso, su pintura es un monumento en los que la irónica deconstrucción hace aflorar una nueva naturaleza. La contemplación de las ruinas, el sentido de abandono que en ellas prevalece, subraya la desolación; nos hemos quedado solos, el «viejo sueño, acabó».
Gerardo Lianza sabe muy bien como ser frontal en su obra, por eso, el predomino de los grises coloca en primer plano el carácter necrológico de la escena, recrea lo que somos, en lo que nos hemos convertido. Su pintura es una revelación en slow motion, como quien asiste a una puesta en escena, donde los empastes y las texturas recrean la arquitectura del desamparo.
Pero como en todo, la resiliencia hace de las suyas; todo sistema cerrado está condenado; por eso Gerardo Lianza incorpora a su paleta el elemento vegetal, metáfora de vida, de una vida completamente nueva, desprovista de cualquier relación de dependencia o compromiso. Las ruinas repugnantes y cautivadoras solo pueden dar paso a algo completamente nuevo y renovador. Mucho de ello estaba ya en el lamento profundo de Dulce María Loynaz «Yo he sufrido mucho en mi vida cuando veo el estado lastimoso que esa casa nuestra ha llegado a tener en sus últimos tiempos; pero no pude hacer nada por salvarla y así, lo único que espero y deseo es que acabe de derrumbarse». La casa, el galpón, el central azucarero, no son otra cosa que extensiones de nuestro cuerpo, un cuerpo que solo sanará cuando hayamos expurgado todo aquello que nos ha conducido a este estado deplorable.
NOTAS
1._ Tugures es una palabra que inventa Antonio José Ponte en su libro Un arte de hacer ruinas y otros cuentos para denominar a aquellos que habitan las ruinas.
2._ A philosophy of tragedy. Reaktion Books, London 2016
3._ Esgloa: Construcción semicircular que abundaba en la grecia antigua, un lugar para sentarse a pensar, conversar y debatir.
4._ Tlön es un mundo ficticio creado por el escritor argentino Jorge Luis Borges en su relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, perteneciente al libro Ficciones (1944).
5._ Dulce Maria Loynaz, Jardín, Letras Cubanas, 1993, 122
6._ Aunque no aparece en el diccionario fundante sería «el que funda» o lo que es lo mismo «el fundador»
7._ José Saramago, La balsa de Piedra (1986).
Ver versión digital en el siguiente enlace o adquirir ejemplar impreso de alta calidad en nuestro Kiosco Artepoli