Si en el texto Julio Figueroa-Beltrán y los suntuosos palacios abandonados, que aparecerá próximamente en CdeCuba Art Magazine, abordamos el carácter de una pintura establecida desde los «no-lugares» y sus vacíos ontológicos; hoy quiero referirme a la oblicuidad como naturaleza en su obra.
La pintura de Julio Figueroa-Beltrán transcurre con derecho propio entre dos realidades que contrarrestan su aparente inconexión. No son universos paralelos, porque de serlos, garantizarían la atomización de la experiencia. Son, en todo caso, realidades confluyentes que socavan el orden nominal y simbólico de las cosas y su secularidad conminatoria. La diferencia hace de las suyas en la complementariedad de los «contrarios», como si de una introspección se tratase.
Entre junio y julio de 2021, Figueroa-Beltrán mostró su mundo alucinante en MIFA Gallery Miami. Tales from the inner world to the outer space fue el título a partir del cual se aglutinó una producción, pero, sobre todo, el oficio y ejercicio de pintor que medita sobre la pintura. Una pintura como introspección, pero también como ejercicio hedónico. El posicionamiento simbólico en la obra de Figueroa-Beltrán hace de la belleza un acto cotidiano de la existencia. La belleza del estar aquí, ahora y en todas partes, la belleza del instante a la que se refería Gastón Bachelard.
Al mismo tiempo, Julio «re-inventa» la ubicuidad desde una pintura que reivindica ese estado vaporoso y de ensoñación que gravita en sus lienzos. Lo que menos importa en su pintura es un estar físico; Julio coloca en todo caso al sujeto en la disyuntiva de una existencia, como sí de un estar metafísico se tratase. Para Figueroa-Beltrán lo único que importa, cuando pinta, es la memoria y como esta genera una existencia y un cuerpo que se descompone. Por eso el hombre está en el centro de su figuración. Un hombre lleno de contrasentidos, habitando la sala de estar de un delirium que llamamos vida.
En los lienzos de Julio Figueroa-Beltrán se desborda una visualidad donde el manejo simbólico de los elementos, sus confluencias, su serena yuxtaposición, crean un híbrido de verosimilitud. Damos por real lo que solo puede ser una sobrenaturaleza hipertextual. El equilibrio figurativo que este pintor genera anula el tiempo, y sus sucedáneas consecuencias. Todo es placer y Julio hace suya esa búsqueda desde un cuerpo. Un hedonismo que, a intervalos de realidades, crea otra aún más alucinante.
Al «imperio de lo efímero»1, del mundanal silencio, Julio antepone la imagen como construcción ontológica. Y este ejercicio crítico en la confirmación de una visualidad solo puede estar amparado en un soberano dominio de una tradición, sobre todo, al alcance crítico de la tradición pictórica estadounidense. Cuando esos lugares comunes donde todo se parece a todo, donde la ausencia de identidad nos conduce a objetos que no tienen significados, Julio Figueroa-Beltrán acentúa la búsqueda de una imagen desde la experiencia. Una imagen que no está arraigada a una realidad secular, sino que coexiste con ella en una ubicuidad contrastante. Porque el universo pictórico de Julio garantiza desde su figuración la ausencia de un destino para sumergirnos en la experiencia de un viaje desprovisto de senderos apriorísticos.
Julio ha sabido soñar con otras realidades, toda su obra es un retablo de ese sueño, de esa ensoñación. Pero no es un sueño como cualquier otro. Julio ya no sabe, como tampoco lo saben algunos de los personajes de Archipiélagos, si abrir los ojos significa comprobar que se trata de un «sueño-sueño o de un sueño-realidad»2.
1._ Véase Gile Lipovetsky
2._ Abilio Estevez. Archipielagos. TusQuest. Barcelona 2015. Pag 283
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