Sin más status que la tradición

Notas a la pintura de Noel Dobarganes

Por: Jorge Peré

Tiempo atrás llegué a convencerme de que todos los pintores cubanos jóvenes podrían resumirse en un solo lienzo. Cuando escribo joven estoy pensando en aquellos que frisaban, o bien excedían por poco, los 40 años. Incluso me atrevía a extender esa sentencia a hornadas todavía más bisoñas.

En realidad, sucedía esto con una buena cantidad de pintores que conocía, los cuales, justo es decirlo, no eran «todos los pintores». Si la pintura, por sí misma, despertaba ya una oscura reticencia en los propios creadores, profesores, críticos y curadores de la isla; si aquel soporte, sustento indispensable de la tradición artística occidental y las mal llamadas periferias, cargaba con el amargo estigma de la frivolidad, el onanismo formal y la conveniencia mercantil, con esta lápida que entonces pretendía imponerle era natural que cualquiera de sus cultores le pusiera precio a mi cabeza testaruda. 

Puede que la pintura, dentro del contexto cubano, se convirtiera, de un tiempo a acá, en resguardo de una parcela conservadora, reñida con cualquier expresión desestabilizadora y enajenada del oficio académico. Incluso puede que en medio de cierta tendencia a la despolitización y el abandono del estrés contestatario, deviniera motivo para soslayar la cualidad primera que debe imponerse el arte en cualquier contexto: producir sentido y discutir aquellos conceptos que imaginan la realidad. Creo no equivocarme al observar que el propio prejuicio arraigado en el espacio académico, cuando de pintura y pintores se trataba, se volvió una causa común, un motivo para aferrarse y no ceder ante los continuos reproches que ubicaban al conceptualismo como la panacea, entre aquellos que figuraban en el impopular listado de los consagrados al lienzo. Pero insisto: ni toda la pintura era tan desechable y reductible como podría pensarse, ni todos los que pintaban llegaron a tener la voluntad y la constancia que podría indicarnos hoy que, en efecto, eran «los pintores» a tener en cuenta.  

Lo que sí podemos concluir de cara a aquel revival pictórico que se gestó a finales de la primera década de este siglo, es que apenas unos pocos nombres se han mantenido fieles a ese credo, contando ya la experiencia de un recorrido satisfactorio dentro del soporte, mientras que otros, de edades similares, aunque con carreras menos mediáticas y enfocadas por el discurso curatorial, han sostenido una obra no menos atractiva que obliga, cuando menos, a reescribir cualquier visión de uniformidad en ese lenguaje plástico. Esta nueva certeza, más condescendiente y mesurada que aquella otra, encuentra respaldo en la obra de artistas como Noel Dobarganes (Matanzas, 1977). 

Debo confesar que por mucho tiempo ignoré a Noel descomunalmente. Esto suele suceder en un circuito donde, precisamente, por la estrechez de los canales, el criterio tiende a acoplarse con facilidad a los nichos que conforman, o al menos ensayan, el mainstream. Sin embargo, la praxis demuestra que toda nómina compacta podría leerse más eficazmente desde las omisiones en que incurre que desde los aciertos que se arroga. De ahí que no pueda sino reconocer y abrirme a la experiencia de otros tantos valores por mí desconocidos, las más de las veces agazapados detrás de una infortunada censura o de un temprano exilio.  

Según estoy enterado, lo que postergó la obra de Noel a mi mirada crítica fue esta segunda causa. Situación que me conduce a advertir otra paradoja notable, relativa a una movida cultural centralizada en una ciudad: un contemporáneo se me hace reconocible, cercano, atractivo, justo cuando ya no se encuentra en mi latitud. 

Desde otro centro me llega ahora con más fuerza el eco de una pintura sólida, gozosa, atrevida, que para nada comulga con los modismos que le descubro a la que aún germina por aquí. Pintura que aboga por las (re)visitaciones; poderosamente orquestada como intertexto y fabulación a propósito de cierta iconografía inscrita en el panteón de la tradición occidental. Dobarganes es un romántico empedernido que prefiere no saltarse esa plática, imprescindible para cualquier artista consciente, con los viejos modelos. En este sentido, pareciera obedecer a una estrategia común, redundante. Sin embargo, su apropiación iconográfica no se emparenta a la intención paródica y sí a la (re)significación simbólica tan perseguida por las sucesivas vanguardias europeas. Si acaso, su intención se conduce hacia la reformulación de ciertos criterios pictóricos y a conectar indicios, hallazgos, que se insinúan a lo largo de la tradición de un género para él medular: el retrato.  

Su impronta visual, en cambio, no ha desestimado regodearse en maneras y estilos disímiles, de los cuales se ha nutrido a placer para dejarlos asomar, a ratos, como vestigios y destellos fascinantes que abigarran la tela. Algo es muy cierto: en los años en que se da a conocer, todavía en ciernes y envuelto por la devoción hacia algunos maestros contiguos, Dobarganes impregna su obra plástica de matices muy reconocibles, acendrados inconfundiblemente en la producción visual del prestigioso pintor cubano Gilberto Frómeta. Su pincelada, el regusto colorista, la atmósfera que vibraba en cada cuadro, tributaba sospechosamente a aquel. No obstante, me temo que esa temprana lectura de lo aparente dejaba escapar acaso un detalle esencial: nada es más legítimo que un joven pintor hurgando en la poética de otro, como una manera de mitigar la sed de sus desvaríos.  

Noel, hoy nos queda claro, encontraba en Frómeta apenas un punto de identificación, el resorte inicial para lanzarse al ruedo creativo. No bien adquiría lo necesario cuando apareció el deseo, también natural, de cuestionarse el modelo, esa manera unívoca y establecida de pintar a la cual el propio Frómeta —todo sea dicho— jamás ha obedecido. Tuvo entonces, el joven artista, un necesario periplo por la abstracción que sentará, en buena medida, varios de los presupuestos visuales que hoy le advertimos.  

Posteriormente, comienza a gestarse en su pintura una figuración meticulosa, original, que viene a contrastar con la mancha de color sin llegar a despreciarla pues de ella nace. Noel es un dibujante exquisito y suntuoso; suerte de detallista obsesivo que penetra la imagen hasta el tuétano, la satura y exprime a más no poder. Esto se hace patente a medida que su obra se encamina hacia la conquista de un estilo definitivamente personal.  

Y quisiera enfatizar este aspecto, el carácter temerario de una pintura que no se conforma con explayar su superficie y subyugar a placer el gran formato, puesto que ahí, a mi modo de ver, quizá se ofrece la escisión más notable entre Noel y sus coetáneos insulares. Justamente, donde muchos apuestan por el minimalismo figurativo, la sobriedad en la paleta y una gestualidad recatada —finta predilecta, en varios casos, para disimular ciertas carencias—, Dobarganes se arroja sin medias tintas a la espesura barroca.  

Esa venturosa propensión a deleitarse con el sensualismo de las formas, ha sido perfectamente descrita con anterioridad por el crítico Andrés Isaac Santana. Asimismo, desde otra perspectiva discursiva, el ensayista Antonio Correa Iglesias ha suscrito esta idea, toda vez que se anima a condensar el gesto plástico de Noel a través de una sonada metáfora lezamiana. Barroco es sin dudas, por cuanto complica diversos estilos –desde la figuración realista hasta la pulsión expresionista– en la urdimbre de sus cuadros. Sin embargo, sería el suyo un barroquismo heterodoxo, divorciado de toda regla, mestizo, atizado por ciertos matices escandalosos, sintomáticos de una visualidad muy actual. 

En sus retratos, casi todos femeninos, casi todos inspirados en la arquetípica madonna renacentista, Noel pondera, como describí más arriba, varios de los asuntos centrales en su poética: su intimación con una belleza socavada por el frenesí conceptual del arte contemporáneo, la transfiguración constante como jugarreta a la identidad y el tiempo como trasfondo inalienable de todos los procesos vitales. A este último tema, el artista le dedica no solamente un escenario central dentro de su obra, sino también buena parte de sus apuntes en torno a la realidad como suceso inasible y la condición humana.  

En ese sentido, cada imagen suya habita en una sensación contradictoria, produce ese efecto de ambigüedad que nos pone a dudar si lo que apreciamos, en efecto, nos está dado en su estado definitivo, o si no es más que un proceso de continua (des)composición de lo perecedero. He aquí que el tiempo y su relativa percepción asedian los recorridos simbólicos y cada fabulación pictórica de Noel. Como si el antes y el después fueran una imagen ya cosificada, inerte, y el ahora, siempre fugaz, tuviera ese único, irónico sentido dentro de la narración. Así de abstracta y enrevesada puede llegar a ser la experiencia sensible, una vez se transita por esos cuadros en los que todo parece dicho sin sobresalto, con la serenidad de quien se conduce ad libitum tanteando en los muchos rostros de lo posible. •

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