La tragedia de los fallecimientos masivos provocados por la dramática crisis sanitaria, unida quizás a una difícil situación personal, me retrotraían estos últimos meses con frecuencia a visiones de un par de tremendas obras del tristemente también desaparecido artista italiano Luciano Fabro. Ya entonces, durante la última retrospectiva que el Reina Sofía dedicó en 2014 a este, el más barroco entre los artistas povera que debutaron a finales de los sesenta, aquellas obras me impactaron profundamente; pero los recientes acontecimientos las hacían aflorar de mi subconsciente de manera recurrente.
Una de ellas es El expirado (Lo spirato, 1973), una inquietante escultura en mármol que representa un cuerpo yacente cubierto por una sábana que, sorprendentemente, se desvanece progresivamente desde los pies hacia el torso, de tal forma que, mientras las extremidades inferiores son perfectamente reconocibles aun a través del velo de la sábana tallada, al llegar a la cabeza, esta última ha desaparecido por completo, quedando tan solo la huella de su peso sobre la almohada. Fabro conjuga aquí el clasicismo de los medios y la técnica realista con una narrativa contemporánea, que podría ser deudora de la poética onírica del surrealismo, incluso en su farragoso antetítulo: «Yo represento el estorbo del objeto en la vanidad de la ideología. Del lleno al vacío sin solución de continuidad». Este epígrafe actúa como interferencia y desactiva la posibilidad de una lectura demasiado trascendental. La contraposición de lo irracional y lo simbólico, es todavía más manifiesta por la propia materialidad de la obra, donde la pesadez del mármol supone la antítesis de la evaporación espiritual congelada en ella. El fidedigno trabajo de la tela enlaza con maestros barrocos de los paños húmedos como Bernini y Corradini, que llegaría a su culminación con el Cristo velado (1753) de Giuseppe Sammartino. Por otro lado, la congelación del proceso dinámico de desvanecimiento produce una sensación de extrañamiento parecida a la que podríamos sentir ante una obra posterior tan diferente como La imposibilidad física de la muerte en la mente de algo vivo (1991), el controvertido tiburón tigre suspendido perpetuamente en su terrorífico avance dentro de un tanque de formaldehído, del polémico artista británico Damien Hirst. Ambas obras nos confrontan con el miedo a la muerte, ese cambio de estado definitivo, a través de la inmovilidad, ya sea desde la extrañeza que encarna lo opuesto a nuestra irrefrenable maquinaria biológica, o como intento de fosilización rebelde ante la inevitable disolución simbólica de la memoria de nuestro paso por el mundo.
La huella del cuerpo ausente es también el tema de Sin título (valla publicitaria (1991), el dramático homenaje de Félix González-Torres a la pareja del artista, Ross Laycock, fallecida durante la crisis del SIDA. El lecho truncado de los amantes queda preservado eternamente, trasmitiendo casi todavía su calor. A través de aquellos 24 carteles colocados en distintos emplazamientos de la ciudad de Nueva York se visibilizaba la tragedia trasmutando lo íntimo en público y las sábanas individuales en sudario colectivo, paralelo al que tantas familias han vivido durante el último año.
La otra obra del italiano que recordaba con insistencia es la delicadeza escenográfica del tríptico Tres formas de poner las sábanas (Tre modi di mettere le lenzuola, 1968) que, por su simplicidad léxica, podría pasar por un típico formalismo conceptual de la época, que juega con un repertorio de variaciones plásticas para disponer una sábana sobre tres grandes bastidores de lienzos cuadrados. Sin embargo, a la luz del inesperado barroquismo con que me sorprendió la citada retrospectiva, pródiga en sedas, suntuosos mármoles y baños dorados, aquella otra obra, con Lo Spirato resonando a pocos metros, aparejaba extrañas sinapsis que conducían tanto a la mencionada intimidad de las sabanas de González-Torres, como a esas otras arremolinadas a los pies del paradigmático escorzo renacentista del Lamento sobre Cristo muerto (1470-1474) de Andrea Mantegna. Algún lugar entre la papiroflexia y la técnica de amortajado.
En la frontera entre el arte y la arquitectura, el desvanecimiento como motor creativo que evidencia la ausencia a través de un cambio de estado ha dado a luz obras singularmente poderosas y bellas. Olafur Eliasson, ya sea desde su propio estudio o desde su filial Studio Other Spaces, junto al arquitecto Sebastian Behmann, profundiza en incorporar la fenomenología y los procesos naturales a sus obras. Así, el todavía irrealizado proyecto Ilulissat Icefjord Park (2014) utiliza la descongelación de un fiordo in situ como molde negativo, un encofrado invertido y efímero que crea espacio a través del proceso de fusión del hielo. Estas ideas fueron ensayadas en posteriores piezas escultóricas más modestas como The Presence of Abscence (2015-2016) bajo la forma de dos grandes cubos de hormigón que dejan ver en su interior las formas grotescas generadas por la disolución de sendos bloques de hielo procedentes de Groenlandia y que se disolvieron lentamente durante el proceso de curado. Ya la modernidad incipiente asistió a un debate arquitectónico por dotar al hormigón -uno de sus materiales fetiche junto al acero y el vidrio- de su propia esencia expresiva, caracterizada a la par por la maleabilidad y el endurecimiento pétreo. Más allá de heredar la belleza fantasmagórica del veteado de la madera en las primeras obras de hormigón visto de Le Corbusier o el aspecto acolchado de los encofrados flexibles de Miguel Fisac, que enfatizaban su origen fluido, los procesos de cristalización activa de Eliasson bien pudieran ser una culminación de esta problemática. Pero a su vez estas obras, pertenecen a una inquietud recurrente en este artista que evidencia los efectos devastadores del cambio climático y la pérdida de los paisajes naturales asociados, como es el caso de los casquetes polares que le son tan próximos. Actúan como testigos de la ausencia dramática con vistas a una concienciación ecológica, a la vez que exploran vías alternativas generadoras de formas.
De un modo parecido proceden los españoles Ensamble Studio que en algunos de sus inclasificables proyectos utilizan la orografía del lugar como base de sus intervenciones y encofrado natural de sus obras en hormigón. Posteriormente, como en sus Estructuras de paisaje para el Centro de Arte Tippet Rise (2014-2016), ejercen acciones sobre estas piezas que evocan los procesos de transformación geológica quedando abandonadas en algún lugar entre lo natural y lo artificial. Ya en La Trufa (2006-2010) creaban un refugio primigenio y telúrico a partir de un molde en negativo, vertiendo el hormigón en un terreno excavado donde se habían depositado unos fardos de paja; posteriormente y una vez fraguado se practicaba una apertura que permitiera el acceso recurrente de una vaca, que al engullir la hierba seca fue revelando poco a poco el espacio resultante, antes de devenir habitable.
Muchos han sido los artistas que, especialmente desde la posmodernidad han explorado las posibilidades de la huella, como testimonio de la impronta creativa. Acaso desde esta perspectiva podríamos leer tanto las danzas psicoautomáticas que registran los lienzos de Jackson Pollock, como las antropometrías de Ives Klein a través de la estampación del cuerpo pintado de las modelos. También algunas obras cercanas al Land Art de Ana Mendieta, para acabar reencontrándonos inevitablemente con la presencia muda y reconfortante de las manos de nuestro abuelo primigenio en la profundidad de las cuevas prehistóricas.
Todas estas obras evidencian el poder que emana de la ausencia como motor creativo. La pérdida, ya sea de una persona o de un glaciar, actúa como agente desencadenante que nos obliga a reequilibrarnos hasta volver a encontrar un centro de gravedad. Nos incita a valorar y salvar los sistemas relacionales que quedan, a la vez que ayuda a construir nuestra memoria e historia. Queda el consuelo termodinámico de pensar que en el fondo nada desaparece, tan solo se transforma.
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