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El dominio del valor tonal, el control sobre las gamas de color, las atmósferas logradas en un tipo de abstracción sumamente delicada y el temperamento que transmite, son algunos de los factores que caracterizan la obra de Liliam Cuenca (Cuba, 1944).
El uso de grandes masas de color puede ser una forma de crear impacto y expresión en la pintura, pero en este caso la artista va más allá, porque apuesta por la sutileza, elige susurrar en vez de gritar, y es por eso que su discurso artístico penetra suavemente en la mente del espectador, a través del disfrute suave de sus ojos.
No creo que esta obra sea totalmente abstracta, incluso sus antecedentes los veo en pintores figurativos como el inglés William Turner, por aquellos paisajes que hacían sentir el viento en la piel. También por momentos me recuerda aquellos mares que pintaba Emil Nolde, pintor danés de nacimiento, pero muy alemán en más de un sentido. Claro, la pincelada de Nolde es muy expresionista, la de Liliam también lo es pero menos violenta, hay en ella una gestualidad más controlada, volcada hacia la intimidad. Estamos ante una pintura muy interna, que obedece a un mundo propio.
La pintura puede funcionar como catarsis, es a ese camino al que apunta casi todo el expresionismo abstracto, pero aquí la pincelada es más meditativa, un tanto sosegada dentro de la propia gestualidad, y esto, aunque pueda parecer contradictorio, no solamente está, sino que la define, porque hay en ella un equilibrio entre lo pasional, y lo racional, que se manifiesta en el control de lo que pudiera parecer accidental. El equilibrio de la composición nos demuestra esta capacidad de moderación. No es que planee el gesto, pues son cuadros sueltos en los que la mancha fluye, lo que ocurre es que cuenta con un piloto automático que va vigilando donde detenerse, cuándo aplicar un poco más de blanco antes de que seque el azul. Intuición, se llama ese piloto, porque percibe y actúa sin que la razón bloquee el sentimiento.
Otro aspecto que se opone a la idea de considerarla abstracta son los títulos. Es imposible dejar de relacionar con el mar un cuadro azul y blanco, con claras sugerencias de olas, y que además, para confirmar esta idea, se llame Waves. El uso del título condiciona al espectador a la hora de interpretar el cuadro. Observemos lo que ocurre en una obra como Step out the world, por ejemplo, frase imperativa que intenta convertir lo abstracto en narrativo. La artista sabe que no hay una abstracción químicamente pura —como tampoco hay una figuración químicamente pura— y se apoya en el título para resumir la idea o para sugerir una lectura.
Duchamp creía que el título era más importante que la obra misma, y veía el arte como algo mental; sus ideas sobre este tema siguen vigentes en la actualidad. Y esto vale también para la abstracción más contemporánea, que aunque se pueda ver en un sentido «retiniano», también posee elementos de carácter conceptual e intenciones de comunicar con el espectador, elementos contenidistas que rebasan el aspecto decorativo y establecen vínculos espirituales muy precisos.
Al mirar estos cuadros quedamos envueltos en una atmósfera de silencio, adquirimos una actitud contemplativa, las palabras se ausentan del pensamiento para dejar espacio a los sentidos. El minimalismo de su paleta involucra una cantidad limitada de colores, con un enfoque en tonos neutros y combinaciones simples. Hasta los primarios se tornan discretos y pueden crear un efecto calmante, aun cuando contengan la energía del trazo seguro y de la mancha fresca. Puede incluir tonos rojos o amarillos, pero atenuados con el blanco o matizados del color vecino; también los tonos oscuros pueden ser agrisados para armonizar con el resto del cuadro sin producir agujeros visuales, sin marcar distancias demasiado cortantes.
Para Gregorio Vigil-Escalera, crítico asturiano residente en Madrid y apasionado del arte cubano, en la pintura de Cuenca, así como en sus grabados, «la sombra y la apagada luz son las significaciones de una plástica esquemática, que tiene un propósito ontológico de no ir más allá de lo que nos define y al mismo tiempo nos desconoce por completo. Casi no tenemos forma o simplemente somos formas hechas de subsistencias, de cuerpos que están dispuestos a dejarse absorber por esas rayas que actúan como veladuras y entierros».
Hay en estas obras una suerte de cosmogonía, porque las formas que construye tienen un carácter orgánico, biológico incluso. Ya sé que son manchas, sí, pero son manchas que respiran, que sienten, que remiten a la naturaleza, masas de aire y mar en los que revientan sugerencias de plantas, aves o peces en movimiento, a través de borrones o esgrafiados. Mirar sus cuadros es como contemplar las nubes; y encontrar sugerentes asociaciones a través de diferentes sinuosidades, de constantes ondulaciones que transitan cinematográficamente, como en cámara lenta.
No son pocos los museos que ostentan la obra de Liliam Cuenca en sus colecciones, no son pocas las exposiciones en las que ha participado, además de haber hecho más de una docena de exposiciones personales. También ha obtenido excelentes premios, como el de la Trienal de Grabado (La Habana, 1979) o el de la Fundación Cintas (Nueva York,1990). Aun así, pienso que su obra ha de difundirse mucho más, por su profundidad y por tratarse de un lenguaje amplio y universal, con posibilidades de conectar con espectadores de todas partes del mundo. Estamos ante una obra cargada de espiritualidad y buen gusto, su discurso artístico emana de su propia sensibilidad. ■
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