Por: Ángel Alonso

Sentir por encima de comprender

La obra de Jorge Santos

Veo una disposición de planos interceptados por líneas y manchas que bien pudieran ser autónomos y no necesitar de la intervención de la figura, pero ese sería otro pintor,  porque en los cuadros de Jorge Santos la figura (un hombre, una muchacha, un gallo, un niño, a veces más de un personaje…) irrumpe con fuerza sobre la abstracción, se mezcla con ella, dialoga con el espacio hasta que llega una línea y le rompe la boca, o al menos insinúa que se la tapa, que la interrumpe. Nunca había visto un pintor tan figurativo y tan abstracto al mismo tiempo, paradoja que, muy lejos de traerle contradicciones lo personaliza y afirma. 

En nuestros tiempos los artistas se preocupan porque sus obras se «lean», por dar una respuesta aplacadora, sedante, a quienes le interrogan. Santos no parece interesado en esa frívola y epidérmica comunicación sino en otra mucho más interna. En sus obras sobran las palabras, lo que pretende del espectador es que este sienta el cuadro, por encima de comprenderlo. Aquí la intención va mucho más allá de la superflua tentación de encontrar una respuesta. Todo verbo que intente explicar lo que en su obra acontece es un sacrilegio, una rotura del estado meditativo al que nos lleva su representación. No busca Jorge una estilización del rostro que pinta, lo representa con el rigor técnico que lo caracteriza y tiene cuidado de no excederse en detalles superfluos, aborda la figura con firmeza, no la edulcora ni la tergiversa con manierismos inútiles.

Salta a la vista la exactitud con que diseña el espacio, las tensiones espaciales entre los focos de atención, la polarización que establece cada línea sobre la masa de color; esa línea que lanzan sus figuras, siempre bien ubicadas, todo un ejercicio de diseño, de balance, de compensación. Y no busquemos la quinta pata al gato tratando de argumentar posibles respuestas porque ahí no es donde está el «pollo del arroz con pollo» sino en la mirada de esa niña que aguanta un gallo, en la tristeza de ese rostro borroso, anulado, indefinido… pero… ¿acaso es tan difícil darnos cuenta de que somos nosotros? ¿y no se ve a la legua que todo lo que pinta -sea niña, niño, hombre o gallo- es cubano? 

Desde el trazo que atraviesa las bocas hasta la mirada perdida de la Serie dorada, desde las fantasmagóricas mujeres azules hasta las mutiladas manos, estamos en presencia de esa amarga tristeza que nos envuelve detrás de la aparente fiesta con que nos han vendido. Jorge Santos nos revela la angustia que nos corroe detrás del dominó y la salsa, detrás de tanto tambor turístico, palmas y tabaco. 

 

El tondo, ese recurso tan usado en el Renacimiento por su acercamiento a la perfección, está presente en muchas de las obras de Jorge, como las de la serie Florecimiento del deseo, cuadros que apuntan a ese período en el que la sexualidad comienza a protagonizar nuestras vidas. Consciente de que el redondo espacio pictórico ofrece una sensación de universalidad e infinitud, el encaje de los cuerpos sugiere la intimidad y el auto-reconocimiento que viven los personajes. La figura masculina posee un hieratismo un tanto egipcio, mientras que en la femenina el reposo es lo importante y el cabello deviene en símbolo de serenidad. 

Otro tondo, mucho más dramático y fantasmagórico, es la pieza Apología de un naufrago, en este caso asistimos a una escena un tanto cinematográfica, quizás por la herencia de Francis Bacon, aquel contundente artista que bebió tanto del cine para conformar su figuración de personajes monstruosos, cuyas deformidades de base fotográfica se basaban en la superposición de movimientos acelerados. Veo en Jorge una lejana huella de este artista, aunque no tenga ningún parecido obvio con él. No es una influencia puramente formal lo que aquí asocio entre ambos creadores sino una semejanza más interna que externa. En ambos hay una atención a lo que pasa dentro de los personajes por encima de lo que estos puedan representar; no es Brecht sino Stanislavski -para decirlo en términos teatrales- porque las acciones son vívidas, no fingidas.

En Apología de un naufrago la iluminación sobre fondo negro hace pensar en el negativo de una foto contrastada, y el escenario que sostiene al personaje parece construido por las líneas que este vomita. Los ojos no están, son cuencas vacías, de sus manos salen trazos que parecen prolongaciones de sus gestos, luces artificiales y violentas, combinadas con un amasijo de surcos verticales igualmente lumínicos, hierba de neón que lo circunda y lo encierra. 

La obra de Jorge Santos no ignora el dolor, no pretende sonrisas sino reflexiones sobre nuestra vida más íntima y sobre lo complejo que es el ser humano. 

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