BELLAS ARTES
Charles baudelaire (1821-1867) no sólo fue un gran poeta, precursor de la modernidad en la poesía contemporánea con sus libros Las flores del mal (1857) y El spleen de París. Pequeños poemas en prosa (1869). Fue, además, uno de los críticos de arte más importantes de su tiempo por la agudeza de sus observaciones y la inteligencia mostrada ante el hecho artístico; sólo alguien así era capaz de ver y señalar los límites de algunos creadores —resultado de su acomodamiento a las estéticas oficiales— y de sacudirlos con alusiones breves, ingeniosas y punzantes. Este hombre, que no perteneció «a la raza grandilocuente de los precursores y los profetas»(1), sino a la del hombre común y citadino que no creía en el progreso. «El sol del porvenir no lo calentaba. Todos los amaneceres eran para él, como para Rimbaud, navrantes (desoladores)»(2). Nos referimos, sin embargo, a una persona con una visión clara y un sentido de la responsabilidad intelectual bien afinados en asuntos de creación. Baudelaire creía, como Poe, en una poesía y en un arte puros, entendidos como una solución al problema entre creador y realidad. Descreía completamente de un arte para o un arte por como los ha habido siempre a lo largo de la historia. Defendía un arte en el que confluyeran a la vez el objeto y el sujeto: «el mundo exterior del artista y el artista en su subjetividad»(3). Su participación en las revoluciones que tuvieron lugar en Francia, en 1848, como en los tumultos sangrientos acaecidos tras el golpe de Estado provocado por Napoleón III contra la República, dicen mucho del ciudadano comprometido que vivía dentro de él.
En este artículo vamos a comentar dos textos suyos: el Salón de 1845 y el Salón de 1846, esenciales para comprender su estética, así como el método utilizado por él en sus análisis. Ya en la introducción al primero de los dos Salones —el de 1845— explica su propósito: «…lo que decimos nosotros los periódicos no osarían imprimirlo. ¿Vamos a ser tan crueles e insolentes? No, al contrario, seremos imparciales». Y la emprende contra esa crítica unas veces «necia», otras «furibunda», mas «nunca independiente» que aparecía con frecuencia en los periódicos del imperio, «y que ha acabado asqueando, por sus mentiras y sus descarados compadreos, a los burgueses de esos útiles añalejos llamados reseñas de Salones». Era como gritar a la cara de esa gente: no esperen de mí lo mismo.
En aquel trabajo concluido el 8 de mayo de 1845, Baudelaire dividió su comentario en seis epígrafes: «Cuadros de Historia», «Retratos», «Cuadros de género», «Paisajes», «Dibujos-Grabados» y «Esculturas». Y es de ese modo como el poeta —ahora convertido en crítico— se adentra, a partir de ese instante, en los contenidos y en las soluciones ofrecidas por los representantes de la Academia. Difícil será que hallemos en su época mejor reseña que la evocada hoy, ciento setenta y nueve años después de publicada, y de la que sólo unos pocos nombres egregios emergen aún por su permanente e indiscutida representatividad en las artes plásticas.
El primer epígrafe lo inicia de forma contundente: «Delacroix es decididamente el pintor más original de los tiempos antiguos y de los tiempos modernos». Tras lo cual añade con delicada ironía: «Es así, ¿qué se le va a hacer? Ninguno de los amigos de Delacroix, ni entre los más entusiastas, se ha atrevido a decirlo tan simple, cruda e impúdicamente como nosotros».
Con ánimo provocador, Baudelaire comienza a hacer cosquillas a la crítica de su época, esa misma que no ha mostrado suficientes luces como para ver y señalar la grandeza del pintor francés: «Gracias a la justicia tardía de las horas que amortiguan los rencores, los asombros y la malevolencia y se llevan lentamente todo obstáculo a la tumba, ya no estamos en los tiempos en que el nombre de Delacroix era un motivo para que los pasadistas se hicieran cruces, y un símbolo de adhesión para toda oposición, inteligente o no; esos buenos tiempos han pasado». Y a guinda de pastel añade: «Delacroix seguirá siendo siempre un poco discutido, justo lo bastante como para añadir algunos fulgores más a su aureola».
Hasta aquí, sin embargo, Baudelaire no ha hecho más que calentar los motores. Para añadir a continuación: «¡Mucho mejor así! Tiene derecho a ser siempre joven, pues él no nos ha engañado, no nos ha mentido como algunos ídolos ingratos que hemos instalado en nuestros panteones. Delacroix todavía no es de la Academia, pero moralmente forma parte de ella; hace mucho tiempo que lo ha dicho todo, todo lo que hace falta para ser el primero; esto es algo en lo que existe acuerdo; no le queda más que —prodigiosa hazaña de un genio en busca incesantemente de lo nuevo— progresar por la vía del bien por la que siempre ha avanzado»(4).
Y dicho esto, pasa a analizar los cuatro cuadros enviados al Salón por el artista: La Magdalena en el desierto; Últimas palabras de Marco Aurelio; Una Sibila que muestra la rama dorada; y El sultán de Marruecos rodeado de su guardia y de sus oficiales. De La Magdalena dice que «Nadie puede, sin verla, imaginarse lo que el artista ha puesto de poesía íntima, misteriosa y romántica en esta simple cabeza». Al segundo cuadro lo califica de «espléndido, magnífico, sublime, incomprendido». Y se rebela contra quienes atribuyen significados errados y superfluos a sus personajes ofreciendo una disertación de agudeza en su interpretación de cada uno. Respecto a los restantes, refiere el uso del color, bello y original en el tercero, para afirmar del último que Delacroix demuestra allí haber «progresado en la ciencia de la armonía». (…) Y cierra la idea con un buen reto: «¿Se ha hecho cantar nunca sobre un lienzo melodías más caprichosas? ¿Un acorde más prodigioso de tonos nuevos, desconocidos, delicados, encantadores? Apelamos a la buena fe de cualquiera que conozca su viejo Louvre: que cite un cuadro de gran colorista en el que el color contenga tanta espiritualidad como en el de Delacroix»(5).
Tras dejar por escrito toda su enorme delectación frente a la genialidad pictórica del artista francés, de esperar era que no resultara demasiado generoso con quienes no la merecían. Y he aquí un cuadro de Horace Vernet, por ejemplo, del que dice: «Esta pintura es más fría que un bonito día invernal. Todo en ella es de una blancura y de una claridad desesperantes»(6). Peor le sabe a Boulanger, un pintor que «ha presentado una Sagrada familia detestable. Unos mediocres Pastores de Virgilio; unas Bañistas algo mejor que las de Ducal-Lecamus y las de Maurin, y un Retrato de hombre de buena pasta»(7). Y ¡qué esperar de otro de que se apellida Schnetz! «¡Ay! ¿Qué hacer con estos burdos cuadros italianos? Estamos en 1845; nos tememos que Schnetz siga haciéndolos parecidos en 1855»(8). No albergamos la menor duda de que tanta franqueza crítica, y el tono mordaz utilizado en ellas, le acarrearían al poeta de Las flores del mal grandes y poderosos enemigos. Pero era ese, justamente, el modo que caracterizaba su prosa para alertar a los artistas estancados, o a los que buscaban acomodo en ciertas fórmulas más que sabidas. Y creo que él era consciente de las iras que despertaba en algunos, pero también de las satisfacciones que proporcionaba a otros que, no siendo Delacroix, recibieron sus estímulos y la recompensa a su esfuerzo artístico.
Polémico y atrevido siempre, Baudelaire no cesa de ir a por más. Y sitúa a Corot a la cabeza «de la escuela moderna del paisaje», pasando incluso por encima de Théodore Rousseau, una de las vacas sagradas del Romanticismo cuyos cuadros se encuentran hoy en el Louvre. Escribe sobre él: «Es evidente que este artista ama sinceramente la naturaleza, y sabe contemplarla con tanto amor como inteligencia. Las cualidades por las que brilla son tan poderosas —siendo cualidades del alma y de fondo—, que la influencia de Corot es actualmente perceptible en casi todas las obras de jóvenes paisajistas, sobre todo de algunos que ya tenían la buena intención de imitarle y de sacar provecho de su estilo antes de que se hiciera célebre y de que su reputación trascendiera el mundillo de los artistas»(9). Y ante «la pretendida torpeza» que la crítica le endilga, en el sentido de «pecar en la ejecución» lo que más o menos significa que Corot no sabía pintar, Baudelaire sale de inmediato en su defensa ofreciendo argumentos realmente demoledores: «¡Pobres! Ignoran, en primer lugar, que una obra de genio, o si se prefiere, una obra con alma, en la que todo está bien visto, bien comprendido, bien imaginado, está siempre muy bien ejecutada cuando lo está bastante. Y, luego, que existe una gran diferencia entre una pieza hecha y una pieza acabada; que, en general, lo que está hecho no está acabado, y que una cosa muy acabada puede no estar hecha en lo absoluto, que el valor de una pincelada hábil, importante y bien dada es enorme…, etcétera, etcétera, de lo que se deduce que Corot pinta como los grandes maestros»(10).
Pasamos a esbozar algunas de las ideas esenciales de Baudelaire expuestas en su larga y enjundiosa crítica sobre el Salón de ese año. Es de destacar, primero, que el poeta no sólo hace una valoración de las piezas exhibidas, sino que teoriza sobre el oficio de pintar, lo cual hace más interesante su exposición, respaldada siempre por el aroma de una estética personal depurada, que se adapta, como guante a la mano, a sus propósitos de esclarecer conceptos, precisar ideas y definir, en suma, qué es y qué no es artístico. Para ello, necesita responder antes la siguiente pregunta: ¿De qué sirve la crítica? La respuesta resulta capital, pues —según dice—, lo que a menudo el artista reprocha a la crítica «es que no pueda enseñar nada al burgués, el cual no quiere ni pintar ni rimar; ni tampoco al arte, ya que es de sus entrañas de donde ha salido la crítica». Y es éste, «el verdadero reproche que hay que hacerle»(11). Con su característica agudeza, Baudelaire explica que, en cuanto a medios y procedimientos, incluso de obras, «el público y el artista no tienen nada que aprender. Esas cosas se aprenden en el taller, y el público no se preocupa más que del resultado», por eso, dice, «la mejor crítica es la que resulta amena y poética; no una crítica fría y algebraica que, con la excusa de explicarlo todo, no siente ni odio ni amor y se despoja voluntariamente de todo tipo de temperamento; por el contrario: siendo un bello cuadro la naturaleza reflejada por un artista, la crítica que yo apruebo será más bien ese cuadro reflejado por un espíritu inteligente y sensible. Así, la mejor reseña de un cuadro podría ser un soneto o una elegía»(12).
Siendo por encima de todo poeta, Baudelaire sabe que cualquier poema que tome como referencia una obra de arte se convierte en una reseña de la misma, y, en tal caso, sería «un género tal de crítica (…) destinado a los libros de poesía y a sus lectores». Advierte el compromiso que toda crítica entraña, pues para tener lo que define como «su razón de ser», la crítica «debe ser parcial, apasionada, política, es decir, hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde el punto de vista que abra el más amplio de los horizontes»(13).
A diferencia de otros críticos, bastante más subjetivos en sus apreciaciones, Baudelaire se preocupó por conocer cómo trabajaban los mejores artistas de su época, empezando por Delacroix, de quien fue amigo. Sin duda, esto le confirió autoridad a los juicios que hacía. Como teórico vivía empapado en movimientos como el Romanticismo, al que dedica un clarividente análisis en uno de sus epígrafes del Salón de 1846. Así, nos aclara algo esencial: que la visión romántica «no está en la elección de los temas ni en la verdad exacta, sino en la manera de sentir». Y concluye: «Lo han buscado fuera, cuando la única manera posible de encontrarlo era dentro», para —con un trazo indeleble— fijar su punto de vista con respecto al fenómeno: «Para mí, el Romanticismo es la expresión más reciente, la más actual, de lo bello», dando por hecho que no será su único enfoque natural, porque intuye o sabe que «Existen tantas bellezas como manera habituales de buscar la felicidad»(14).
En el supuesto caso de que sus comentarios hubieran mostrado algún límite, estarían determinados tal vez por los inevitables límites de toda experiencia creadora, y que Baudelaire llevó lo más lejos que pudo, con el rigor que hubo de caracterizarlo. Nos referimos a quien, por encima de todo, era un creador; alguien que mostró una pasión singular por las artes, en especial por las artes plásticas, convertido incluso en coleccionista de cuadros pagados con la fortuna (que a punto estuvo de derrochar) heredada de su padre, y que vivió endeudado.
Baudelaire no escribía, desde luego, como suele hablar un pintor, sino como escritor y poeta, utilizando, incluso, metáforas que hacían sus críticas mucho más atractivas, más gráficas, más comprensibles, más participativas: «Imaginemos un bello espacio natural en el que todo verdea, rojea, polvorea y tornasolea en plena libertad; donde todas las cosas distintamente coloreadas según su constitución molecular, mutables a cada segundo por el desplazamiento de la sombra y de la luz, y agitadas por el trabajo interior de la energía calórica, se encuentran en perpetua vibración, que hace temblar las líneas y lleva a cumplimiento la ley del movimiento eterno y universal»(15).
Con la excepción quizás del cubano José Lezama Lima y su enorme poder con la palabra, resulta difícil hallar —en la crítica de arte— una prosa tan precisa y luminosa, elaborada con tanta libertad, fantasía y dominio, como la que Charles Baudelaire ofrece en estos escritos.
1 y 2. Giovanni Macchia: «Introducción a Baudelaire». En: Charles Baudelaire. Escritos sobre arte, literatura y música (1845-1896). Acantilado, 2002, pág. 7.
3. Baudelaire: «El arte filosófico», obra citada, pág. 787.
4. «Salón de 1845», en: Charles Baudelaire. Escritos sobre arte, literatura y música (1845-1896). Pág. 5.
5. Op. cit., págs. 6 y siguientes.
6, 7 y 8) Ibídem, pags., 9-10; 18-19 y 19, respectivamente.
9-10. Ibídem, págs. 39-40.
11 y 12. Ibídem, pág. 67.
13. Ibídem, pág. 68.
14. Ibídem, pág. 70.
15. Ibídem, págs., 71-72.
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