Joan Parramón

Espiritual e impalpable como el arcoíris

Por: Ángel Alonso

Si hay una manifestación artística que ha resistido todo tipo de amenazas de muerte es la pintura; abundan tomos en las bibliotecas donde se hacen predicciones fatalistas sobre su supuesta desaparición; respetables teóricos levantan el índice y, como dictadores, apuntan al pintor expulsándolo del mundo del arte -¿del Paraíso?- y lo hacen con la plena seguridad de quien se equivoca -ya sabemos: quien menos duda suele ser el más errado-. 

El gran artista ruso Aleksandr Ródchenko presentó en una exposición constructivista tres telas monocromas, afirmó entonces que aquel tríptico -suyo, por supuesto- era la última pintura. La prepotencia del acto nos hace pensar que si bien la pintura nunca moriría, alguna enfermedad sí había contraído. 

El control del mercado de arte sobre la producción artística, a modo conveniente para el sector que de él se enriquece, decide qué es obsoleto y qué es «contemporáneo», olvidando que lo contemporáneo es todo lo que se hace en nuestro tiempo: videoarte, performance, instalación… pero también grabado, escultura y pintura. Y si hablamos de pintura contemporánea en un medio artístico como el de Barcelona, no podemos dejar de nombrar a Joan Parramón.

Cuando te acercas al estudio de Parramón le escucharás hablar de tratamientos con paños, rasguños y salpicados, porque más allá de las referencias al mundo real lo que aquí prima es el color -y las texturas, quizás por tratarse de una pintura imbuida en las tradiciones matéricas del arte catalán-. Y para hacerlo más protagónico el artista ha creado una serie basada en el arcoíris, en la que utiliza pigmentos fosforescentes, fuente de placer para aquel ojo inquieto que lo observa disfrutando su frescura, un oasis para el espectador cansado de explicaciones; nos internamos en sus grandes formatos como quien transita por un mundo paralelo, fantástico y sencillo al mismo tiempo, refulgente, y dinámico, pero a la vez sosegado y placentero como un balneario. No solo nuestros ojos reciben el masaje benefactor de un colirio nacarado, también nuestras almas; es una obra curativa, un refugio para la autonomía de una pintura abstracta en cuanto a su morfología, pero simbólica por sus referencias a todo lo ancho y libre que pueda llegar a ser el pensamiento. 

El sistema promocional del arte ha dejado poco espacio a la pintura, Ante esta segregación surgen instituciones que reaccionan abanderando una figuración relamida y decadente. No hay que tomar una postura conservadora para defender la pintura, existen obras que, como las de Joan, resultan tan actuales como pictóricas. Nuestro artista demuestra con su quehacer que la pintura ha sobrevivido precisamente por su capacidad de no ser totalmente traducible al verbo; manifiesta que el discurso que emana del color no puede ser argumentado con palabras y que, aún existiendo el referente de la realidad (en este caso el arcoíris, con todo y su simbolismo) este vínculo queda de fondo, como pretexto y no como texto, porque es otro el verdadero significado de su pintura. 

El arcoíris puede tener diferentes connotaciones y ser utilizado desde en un cuento infantil hasta en una bandera, pero en la pintura de Parramón los colores del mismo son mucho más que eso, porque existe una tradición pictórica en la que se investiga el impacto en la retina de una masa amarilla o roja (con Mark Rothko a la cabeza) y existe una tradición matérica (con Antoni Tàpies a la cabeza) que nos condiciona a leer de otra manera sus texturas, sus gruesos pigmentos, su discurso no verbal; esto es: esa ausencia de discurso verbal que es su discurso.

La serie En el Arcoíris, pudiera decirse que no es del todo abstracta porque no renuncia a la referencia a la naturaleza -al asumir esa hermosa ilusión óptica y meteorológica como punto de partida- pero… ¿hasta qué punto el arcoíris es materialmente algo «real»? ¿No será que este es también, en cierto modo, una abstracción? Con una base material, por supuesto, como también la tiene cualquier imagen en su soporte, sus materiales… y sabemos que no es eso lo que la define.

Parramón, en su entrega a la pureza de la pintura, al goce de salpicar construyendo verdaderas explosiones de colores, establece en esta serie un paralelismo entre lo más etéreo y natural que nos da la naturaleza y el propio acto de pintar concebido este -al mismo tiempo- como etéreo y natural. 

Solo el arcoíris, efecto óptico materialmente impalpable, resulta comparable al acto de pintar en cuanto a su cualidad virtual, espiritual y rebasadora de su propia materia. Una montaña está ahí, es lo que vemos, la podemos tocar; un arcoíris es mucho más que lo que tiene de materia, es una ilusión, un holograma, un efecto prismático. También la pintura rebasa su calidad de pigmento para convertirse en una ilusión, y es esa condición de ir más allá de la materia lo que la emparenta con las curvadas bandas de colores que parecen habitar el cielo después de una lluvia. 

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Espiritual e impalpable como el arcoíris​

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