Por: Marcos Pérez-Sauquillo Muñoz

Inventario de anhelos nómadas.

«Así pues, todos estamos de acuerdo en que podemos vivir una gran aventura. Dejadlo todo…Salid a las calles».
André Breton, Entretiens (1952). Sobre la primera deambulación surrealista
Blois-Romorantin en 1924.

Ensayos

La persistencia de la pandemia aún a pesar de la eficacia de las vacunas reaviva la necesidad del confinamiento domiciliario y las restricciones a la movilidad como medida de contención y responsabilidad social. Esto ha desencadenado un deseo romántico por el viaje, por escapar y huir de la ciudad infectada en pos de entornos remotos, salvajes y salubres -a veces desafiando la sensatez y el civismo-. También, de un modo más modesto, de abrir la puerta de casa y salir a dar una vuelta sin objetivo aparente ni rendir cuentas a nadie. Este deseo de vagabundear libremente; este nomadismo frustrado es, en el fondo, una pulsión que ha estado siempre presente en el hombre, residuo arquetípico de nuestros antepasados cazadores y recolectores, antes de la aparición de los primeros asentamientos formales. La existencia de unas rutas primigenias ligadas a la caza y la recolección es algo que los aborígenes australianos han preservado desde el paleolítico hasta nuestros días con sus walkabouts y sus vías de los cánticos, un mapeado virtual del terreno o cartografía cantada que encarna una realidad: la del espacio pautado del errar, anterior incluso al espacio nómada y que tan bien supo divulgar el espíritu aventurero de Bruce Chatwin. El espacio nómada, a pesar de que con el tiempo haya pasado a encarnar una aparente desvinculación con el lugar a la que solemos oponer la categoría de sedentario, no debemos olvidar que está también anclado a su tierra, pues posee un carácter cíclico, ligado a los desplazamientos trashumantes del ganado en las estaciones. 

La mayoría de los ritos de paso a la madurez de las tribus indias norteamericanas consistían en internarse en soledad en la naturaleza salvaje y regresar más fuerte o iluminado. Este tipo de rituales ligados al recorrido o al viaje como experiencia purificadora han permanecido incluso en nuestra cultura cristiana, con los viacrucis y las peregrinaciones. También las trazas de la primera arquitectura megalítica, la de los menhires, nos remiten a implantaciones simbólicas relacionadas con una espacialidad concebida en términos dinámicos, la de un espacio en torno y ritual simultáneo a la génesis del espacio interno que solemos asociar propiamente con el hecho arquitectónico. Los zíngaros y los buhoneros, inventores de la caravana, son los primeros que hacen de la carretera un auténtico estilo de vida. A finales del siglo XIX, el Dr. W. Gordon-Stables refinaría el modelo de vivienda-carromato, revistiéndolo de dandismo aventurero y divulgando esta nueva actitud vital con la publicación de su libro The Gentleman Gipsy, que desencadenaría la creación del primer Club Caravanista Británico en 1907, todavía a tracción animal. Su difusión continuaría de la mano del estilo de vida surfero, que se encargó de repopularizar una forma de vida que había quedado estigmatizada, como recurso de las clases pobres tras la Gran Depresión y la creación de los primeros campamentos permanentes de caravanas estadounidenses.

El arte, como manifestación cultural del subconsciente colectivo, no ha sido ajeno a estas pulsiones ambulantes. Ya los primeros románticos en su búsqueda de lo sublime y lo pintoresco nos transportaban a lugares remotos, desde los océanos embravecidos de J.M. William Turner hasta las altas cumbres y los paisajes glaciares de Caspar David Friedrich. A medida que se agotaba la inspiración en los recursos de la vieja Europa fue creciendo simultáneamente la querencia por lo exótico entre el público y fueron los artistas más intrépidos, los que, de la mano de la fe empirista realizaron la labor documental de campo junto a los últimos descubridores y heraldos del colonialismo. Así, William Hodges acompañaba en su segunda expedición al Pacífico al capitán Cook, o Frederic Edwin Church se enrolaba en una de las primeras expediciones al ártico para retratar los icebergs en Terranova o las frondosas selvas de Colombia y Ecuador; hasta llegar a la lente aventurera de Frank Hurley en la última gran expedición antártica, la frustrada pero heroica travesía del continente a bordo del Endurance junto a sir Ernest Shackleton. Los pintores impresionistas, de una manera más modesta, se lanzarían al campo otra vez, pero con una ambiciosa coartada: la busca y captura del efímero instante lumínico, de la espontaneidad del momento inmortalizado a vuelapluma en confrontación con la objetividad pura y mecánica de la representación fotográfica.

Pero no se trata solo de «huir del mundanal ruido» en busca del último paraíso perdido o del reencuentro con el buen salvaje, como hicieran a su manera Henry David Thoreau en su cabaña del lago Walden y Paul Gauguin en la isla de Tahití. También se puede aspirar a encontrar en esas vías de escape una nueva utopía social, por ejemplo a través de la reivindicación de la belleza sorpresiva y oculta en los paisajes de nuestras modernas urbes y sus rutinas proletarias y pequeño-burguesas, como también hicieran los impresionistas y posimpresionistas retratando las estaciones de trenes y la sordidez festiva de los cafés y cabarets, donde la vida burbujeaba más que en la soledad de sus tristes buhardillas. El Flâneur baudeleriano aderezado con el espíritu transgresor y nihilista de los dadaístas terminaron de agitar el cóctel que pretendía derrocar a la representación, aunque fuera en esa aparente contradicción de congelar el movimiento o aludirlo en su multifocalidad, como todavía se esmeraban futuristas y cubistas en sus lienzos. Todo ello en beneficio de la acción, de un arte que toma las calles con las proto-performances de las soireés y las primeras incursiones en la banalidad de la ciudad moderna. Los surrealistas recogieron el testigo con sus deambulaciones y mapas influenciales que cristalizarían ya a mediados del pasado siglo en las derivas de los letristas y situacionistas que, renegando de la supremacía del inconsciente de sus predecesores, revistieron de un aire pseudocientífico sus correrías por la ciudad contemporánea, postulando la existencia de una psicogeografía que de algún modo regía el abandonarse a las solicitaciones del terreno. Acabarían teorizando sobre el advenimiento de una hipotética sociedad del bienestar posrevolucionaria en la que, gracias a la total automatización del trabajo, los individuos se consagrarían a la práctica del urbanismo unitario, esto es, la creación de situaciones y ambientes en su libre vagabundeo errático por las nuevas ciudades-sector, construcciones elevadas sobre el terreno productivo e interconectadas conformando grandes megalópolis, que tan bien materializaría la Nueva Babilonia de Constant Nieuwenhuys, uno de sus principales ideólogos.

Ya ese otro gran flâneur que fue Walter Benjamin señalaba que «la ciudad es la realización del viejo sueño humano del laberinto». Y quizás no por casualidad dos de los grandes constructores e inventores de la mitología occidental, Dédalo y Argos, lo fueron de artefactos para extraviarse o evadirse. El primero creando la pista de baile para Ariadna, el Laberinto del Minotauro y las famosas alas de cera con las que su malogrado hijo Ícaro y él escaparon del cautiverio del rey Minos; el segundo construyendo la homónima Argo, la embarcación en la que Jasón y sus argonautas surcaron el Mediterráneo y el Mar Negro hasta la Cólquide en pos del vellocino de oro.

En el ámbito arquitectónico, las plantas abiertas de las casas de Mies van de Rohe tenían un morador teórico encarnado en la figura individualista y seductora de su propio autor: ese soltero moderno, culto y hedonista, que vive al margen de las convenciones y estereotipos familiares. Sin embargo, la realidad de la utopía social se erigiría de un modo mucho más lúgubre en las profundidades del bloque soviético, donde, tras los fastos formales del constructivismo, la ansiada desfragmentación de la sociedad tradicional y la familia acababa relegando al individuo a los escasos metros cuadrados del Existenz Minimum, convertido en canon residencial al amparo de la economía de posguerra. ¡Pero todos soñamos con grandes espacios abiertos! Y así lo hicieron también de un modo ambivalente los grandes valedores de la modernidad clásica. Le Corbusier lo hacía con el automóvil, no sólo como metáfora formal en su refinamiento tecnológico inspiradora de la nueva arquitectura, sino como elementos dinámicos vertebradores de sus propuestas urbanísticas sectorizadas mediante criterios funcionalistas. Frank Lloyd Wright lo haría también, pero de una manera más amable, apelando al espíritu pionero y aventurero del estadounidense de clase media en la Broadacre City (1932), su modelo de ciudad dispersa de tipología unifamiliar poco densa, apuntalada por la prosperidad motorizada del fordismo. Richard Buckminster Fuller con su mirada tasadora de ingeniero y una sensibilidad medioambiental que fue depurando con los años, planteaba en sus prototipos edificios transportables y de fácil montaje, ya fuera mediante estructuras ligeras de aluminio y plástico a base de módulos hexagonales fácilmente prefabricables y apilables sobre un mástil portante  (como la 4D-Tower o 4D Dymaxion House, ambas de 1928), o con sus tan popularizadas casas-cúpulas geodésicas. Una de las imágenes más difundidas de estas últimas, muestra a un helicóptero de la Marina estadounidense transportando por el aire una de estas estructuras en 1954. Las ya mencionadas deambulaciones de los neobabilónicos que Constant comenzara a desarrollar a mediados de los cincuenta tendrían su reverso pop una década después y en los albores de la sociedad del consumo en las creaciones del grupo inglés de arquitectura visionaria Archigram, donde entre muchas sugerentes propuestas de carácter efímero y móvil, Ron Herron puso a las ciudades directamente a cabalgar en sus ya míticas Walking Cities (1964). Mediados los 80 y antecediendo la modernidad líquida de Zygmunt Bauman, las chicas nómadas de Tokio, para las que Toyo Ito concibiera sus refugios o Paos (Pao: A Dwelling for Tokyo Nomad Women, 1985-1986), parecían habitar en algún punto intermedio entre el espacio físico y los flujos de información electrónicos, suspendidas por cables tensados en sus frugales estructuras transitorias, crisálidas de armazón poliédrico colgadas entre los rascacielos de la megalópolis nipona y arropadas por unos pocos pero selectos artefactos-mobiliario (pre-furniture for styling, pre-furniture for intelligence, pre-furniture for snacking…).

Así pues ¡salgamos! ¡Que el inventario de la historia del arte nos sirva de inspiración y pretexto! ¡Rebelémonos mediante la imaginación contra la monotonía de nuestros días de confinamiento! Quizás nuestras casas remonten el vuelo como en ese hermoso dibujo de Andrzej Wróblewski, Fruwający Domy… Busquemos nuevas narrativas en las vueltas a la manzana u otras maneras de mirar nuestro mundano barrio como hiciera Robert Smithson en su Recorrido por los monumentos de Passaic (1967) con las banalidades de su Nueva Jersey natal. Las delicadas intervenciones en la naturaleza de Andy Goldsworthy rehúyen la permanencia y están ligadas a el cambio y la destrucción que determinan los ciclos y agentes naturales. Su compatriota Richard Long reivindica en sus paseos una manera abstracta, discreta y reversible de entender la intervención artística, no como gesto grandilocuente o de afirmación en el paisaje, sino como un rastro que se desvanece (A line made by walking, 1967), el pretexto de un viaje que termine por cambiarnos a nosotros mismos. Puede que sea nuestra última oportunidad… •

«Si el ser humano está condenado a la no pertenencia -como probaría la urgencia viajera-, si la “casa” con la que soñamos es siempre diferente de la que habitamos y siempre extinguida, ¿por qué no habitar un umbral con algo de isla de hielo o de puertas de una Roma prohibida?»

Estrella de Diego, Travesías por la incertidumbre (2005)

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