En La Habana, con Julio Girona

Por: José Pérez Olivares

Antes de conocer al pintor Julio Girona, yo había tenido el privilegio de conocer a Lam. Fue Emilio Rodríguez, compañero mío de trabajo en la Escuela Elemental de Artes Plásticas de 23 y C, en La Habana, quien me llevó al Hospital Ortopédico de Marianao donde el autor de La Jungla se hallaba ingresado a causa de un ictus apopléjico. 

Emilio y yo pasamos toda la tarde en su habitación, conversando con él y haciéndole preguntas. En una que le hicimos sobre pintores cubanos nos dijo que el único que le interesaba era Carlos Enríquez. Si mencionó alguno más fue sólo a Víctor Manuel y para ponerlo como ejemplo del escaso sentido del tiempo que tenemos los cubanos: «Cuando me fui para España, Víctor Manuel estaba pintando su Gitana Tropical. Permanecí lejos de Cuba diez años, y cuando regresé Víctor Manuel todavía estaba pintando lo mismo».

Supongo que Lam conocía a Julio Girona. Tratándose de pintores reconocidos internacionalmente, es probable que hubieran coincidido en alguna bienal. Pero en aquella oportunidad, Lam sólo mostró sus preferencias por Enríquez y nadie más, lo que tampoco puede interpretarse como que no le interesara la obra del manzanillero.

Esta vez, quien me puso en contacto con don Julio fue el fotógrafo Adalberto Roque que había sido, durante mi último año de servicio social, alumno mío en la escuela de arte de Pinar del Río. Una vez egresado se casó y fue a vivir a La Habana, y allá cambió los pinceles por la cámara fotográfica. 

Eran tiempos en los que Roque me visitaba con frecuencia para mostrarme sus fotos y charlar. Fue él quien me habló de la presencia de Julio Girona en Cuba y una noche de enero de 1983 quedamos en visitar al artista, del que ya era amigo.

En sus viajes a la Isla, Girona paraba en el piso de una de sus hermanas, en el edificio del Retiro Médico, ubicado en la misma esquina de las calles 23 y N, a poca distancia del Malecón. Y hacia allí nos dirigimos. Además de conocer al pintor, mi intención era hacerle una entrevista, cosa que logré con la ayuda de Roque, que se apareció con una Sanyo. La mía fue una de las primeras entrevistas que se le hizo en Cuba, pero por pereza la he mantenido inédita hasta hoy. No conservo la grabación porque los casetes eran de Roque, pero pude trasladar el contenido de los mismos, que era bastante material, al papel. También tengo conmigo las fotos que Roque le hiciera esa noche y luego me obsequiara. Llamó mi atención que Girona no cesara de dibujar durante la entrevista, lo que me hizo suponer que ya estaba acostumbrado a este tipo de molestia. A primera vista, don Julio parecía un cubano más y no el artista que era. Su manera de hablar llana, directa y cordial invitaba al diálogo. Y a pesar de los años vividos en el extranjero, en particular Estados Unidos, mantenía el acento cubano.

Bernal
Colección privada Bernal 50x35cm. Impresas en taller René Portocarrero

Mientras Roque ponía a funcionar su cámara, Girona nos contó que su afición por el dibujo le venía de la infancia, de tiempos en los que ni siquiera sabía leer. «A los diez años quise ser caricaturista, y mi modelo era Massaguer, cuyas caricaturas aparecían en Carteles y Sociales, dos revistas que yo esperaba con ansiedad y devoraba después». Su padre, que viajaba con frecuencia a la capital, lo llevó en una ocasión consigo para que conociera en persona al artista, pero también con el propósito de que el caricaturista valorara sus dibujos, pues quería saber si su hijo tenía talento. «Como él era profesor, además de abogado, pensó que yo perdía demasiado tiempo dibujando y que debería poner más énfasis en la Aritmética, la Gramática y la escuela. Y fuimos a la redacción de Carteles, donde Massaguer nos recibió cordialmente». 

estampa cubana
serigrafia/tela, colección estampa cubana.

Massaguer quedó impresionado por los dibujos del muchacho, y de la relación que surgiría más tarde entre ambos se afirmaría la vocación artística del manzanillero. «Él me hizo una caricatura y yo le hice otra. Se quedó con algunos de mis dibujos para publicarlos en Sociales, y fue así como aparecieron mis primeros dibujos en esa revista. Entonces mi padre me dio libertad para que dibujara e hiciera lo que yo quisiera».

La noche de nuestra visita, Girona nos contó toda su vida. Habló de su relación con el escultor Sicre, de quien fue alumno en San Alejandro, y de sus vínculos con Roa, Marinello y Pablo de la Torriente Brau. Y evocó la muerte de Rubén Martínez Villena de este modo: 

«Recuerdo que cuando murió Martínez Villena, Sicre le hizo una mascarilla y yo fui su ayudante. Después yo me encargué de hacer los vaciados de esas copias; una fue para Juan Marinello, otra para Roa». 

Muchas de las cosas que dijo Girona sobre las penurias de la familia cubana durante y después del «machadato», así como la situación de desamparo del artista en aquella sociedad, ya las habíamos leído en libros como Del barro y las voces, del pintor Marcelo Pogolotti (1). La única diferencia era que Pogolotti procedía de un estrato social más alto. «Así de pronto en esa situación en la que yo tenía dos centavos para un dulce de coco recibí una beca y me fui. Raúl Roa me dijo en el muelle: “Bueno, hazte famoso para que de esa manera yo pueda escribir sobre ti y ganar cinco pesos por cada artículo”». 

La beca que recibió del gobierno duró año y medio, pero como Girona estaba entrenado para «vivir con lo esencial», pudo estirar el dinero y permanecer fuera del país tres años. Recorrió Italia, Grecia y Francia. Y hasta pudo estudiar en la Academie Ramson, patrocinada por el escultor Aristide Maillol, que moriría años más tarde en un accidente de tráfico. En un barco de carga viajó hasta Egipto. Más tarde iría a Grecia. «Dormía en los parques y en los trenes, en el suelo, al lado de las cadenas del ancla, prácticamente donde pude». Al acabársele el dinero marchó a Nueva York. Corría el año de 1937. «Yo hubiera querido quedarme en París, pero era muy difícil hallar empleo en aquella ciudad». 

Y al terminar la Guerra Civil Española regresa a Cuba. 

Tras un breve lapso durante el cual trabaja en el periódico Hoy, órgano del PSP y exhibe sus esculturas en el Lyceum, parte rumbo a México. «Hice una lista de amigos intelectuales y cada uno se puso con dos pesos, Roa también. Con ese dinero y los cuarenta pesos de una escultura que vendí me fui a México. ¡Pero cada vez que pienso que llegué a Ciudad México con sólo quince pesos, me erizo de aquella locura!» 

Permanece cuatro años en esa ciudad y finalmente parte hacia Nueva York, donde, para sobrevivir, se ve obligado a realizar muchas cosas, desde guía de museos hasta dar clases de inglés. Llega la guerra y como era antifascista se ofrece como voluntario. 

habana
Fotos cortesía Adalberto Roque

«Aunque hoy me parece increíble, lo hice. Y digo esto porque una vez que estuve dentro, me convencí de cómo era el ejército norteamericano, que tenía todos los prejuicios de la calle y los oficiales no sabían qué cosa era el fascismo. Tuve la desgracia de caer en manos de la gente del sur, de Atlanta, gente muy atrasada, y fueron tres años duros en Europa». 

En Seis horas y más, el libro que la editorial Letras Cubanas le publicara siete años más tarde, recoge aquella experiencia. Pero la noche de mi entrevista, lejos aún de ese milagro editorial, rememora: «La vida del soldado no es como en las películas que duran noventa minutos y pasan muchas cosas. En la vida del soldado en guerra no pasa nada, ¡y cuando pasa..! La mayor parte del tiempo está uno aburrido esperando que repartan las cartas o la hora de almorzar, y convive uno con gente que jamás trataría en la vida civil». 

Y añade: 

«Al lado mío dormía gente de todas las capas sociales, un carnicero, un chofer de camión, un peluquero. Yo tenía un amigo que había estado en Sing Sing porque había matado a uno. ¡Era buena gente!» 

Cuando apareció el libro, fui a verlo para decirle que me había divertido mucho con su lectura, y le entregué mi ejemplar para que me lo dedicara. Escribió: «Para José Pérez Olivares que se ha reído con este libro –eso me complace– con un abrazo de Julio Girona».

En uno de los capítulos de Seis horas y más narra una anécdota deliciosa.

Para levantar la moral de los soldados, explica, en los campamentos les exhibían filmes de guerra. Un día visionan uno donde un coronel le dice a uno de los soldados que debe enviarlo de vuelta a casa. 

Girona describe lo que ocurrió con gran sentido del humor:

«––Bill, tengo malas noticias –dice el coronel. 

El joven, parado en firme, escucha. 

Julio Girona
Fotos cortesía Adalberto Roque

––Las radiografías –sigue diciendo el comandante sin mirar al soldado– indica que usted tuvo un problema en los pulmones hace años… No queda otra solución que enviarlo a su casa.

El muchacho aprieta la boca, frunce el ceño al escuchar las palabras del coronel. 

––Lo siento, Bill –dijo el oficial poniéndole la mano en el hombro sin mirarle la cara. 

Los soldados que contemplaban la película rompieron en carcajadas. 

––¡Qué suerte tiene ese son-of a bitch! –decían alborotados. 

Otros comentaban en alta voz: 

––¡Cuánto diera yo por estar en su lugar!» (2) 

De regreso a Estados Unidos, y casado con una alemana que había conocido en San Alejandro, abandona la escultura por la pintura al darse cuenta de que era «más pintor que escultor» y también por las ventajas de ese tipo de arte con respecto al otro, ya que la pintura «es más rápida y el resultado se ve enseguida». 

Mil novecientos cincuenta y tres sería un año decisivo para Girona en sus aspiraciones de convertirse en pintor. Asiste a la Student Art League, la escuela más conocida por los pintores norteamericanos, llena por entonces de veteranos de guerra. Conoce allí a Raushenberg y a otros que debutarían durante la década. Cinco años más tarde entra en contacto con una galería y hace su primera exposición personal con trabajos realizados en la escuela. 

Serigrafías
Colección privada Bernal Óleo/lienzo Serigrafías Impresas en taller René Portocarrero

Viaja más tarde a la RFA donde realiza cinco exposiciones y se convierte en un artista «con mucho éxito financiero, a tal extremo de que con una sola de mis pinturas pude comprar un VW». 

Y al recordar su vida llena de penuria en Cuba, confiesa: «¡era bueno sentirse con plata!». 

En Alemania Federal permanece dos años vendiendo los cuadros que pintaba. «Me informaron que hasta la familia de aquel que colgaron en Nuremberg, Ribentrop, que vende champán y es riquísima, compró un cuadro mío». 

A lo largo de la noche hemos hablado mucho de sus viajes por el mundo, pero, ¿y Cuba, qué lugar ocupa en sus afectos?

De su relación con nuestro país natal comenta que regresó a Cuba en 1959 y más tarde lo hizo en 1968. «A partir de entonces he venido todos los años, incluyendo un año entero cuando fui profesor del Instituto Superior de Arte de Cubanacán». Nos explica que antes no había podido regresar porque las presiones de las autoridades norteamericanas eran muy grandes. «Hace tres años el FBI estuvo en mi casa. Hablaba por teléfono con alguien y a los cinco minutos ya estaban tocando a su puerta. ¡Me tienen marcado!» 

Esto último lo dice sin efectismo, riéndose casi, como si hablara de otra persona, y sin dejar de dibujar. Y nos dice que desde su arribo de la guerra, su trabajo ha consistido en hacer las letras de los comics, lo que le permite la comodidad de trabajar en su casa por la mañana y pintar por la tarde. Ni siquiera cuando viajó a Alemania –añade–, dejaba de hacer su trabajo: usando la maleta en forma de mesa escribía el texto de los cómics y luego los enviaba por correo. «Yo trabajo para dos compañías de muñequitos, una se llama King Fisher donde aparecen los mismos personajes que yo veía de niño, Pancho y Ramona, Popeye el marino, en fin, muchísimos. La otra es la tristemente célebre United Press». 

Girona nos mira de pronto y sonríe con nostalgia: «Los muñequitos que se leían en El País, los sábados por la tarde, cuando ninguno de ustedes había nacido, eran hechos por mí, allá. Para entretenerme, sustituía los nombres en inglés por los de mis amigos, y aquí ellos se reían de mi ocurrencia y me divertían también». 

Estoy terminando mi entrevista y Julio Girona parece algo agotado de tanto hablar y rememorar. Nos dice que piensa dejar ese trabajo para dedicar más tiempo a la pintura y también a escribir. En efecto, en Cuba, además de Seis horas y más de Letras Cubanas, la Unión de Escritores le publicaría una plaquette con su poesía. 

Yo leí los dos libros y me convencí de que en el pintor Julio Girona también moraba un escritor. En un país donde esa combinación resulta frecuente, ¿qué de extraño podía tener que nuestro entrevistado disfrutara de esa doble condición?

Apago la grabadora. Llevo más de dos horas conversando con el artista nacido en Manzanillo que en 1983 tiene sesenta y nueve años. Dice que padece de la gota, pero se le ve bien, bastante fuerte para su edad.

Le quedan todavía casi veinte años de vida para seguir pintando y escribiendo. 

Notas

1. Escribe Pogolotti: «De todas las artes, la más preterida eran las plásticas. Aquí el panorama era sencillamente desolado. No se vislumbraba la menor originalidad ni intento de buscar una modalidad adecuada a lo cubano. Campeaba el lodoso academismo español y el desvaído neo-academismo italiano. (…) Los pintores no pensaban sino en vivir de una cátedra de San Alejandro, con el menor esfuerzo posible, enraizados en la más estéril rutina». (Del barro y las voces, UNEAC, Contemporáneos, S/f, págs, 131-132)
2. Julio Girona, Seis horas y más. Letras Cubanas, 1990, págs, 86-87

ARTEPOLI-XXVII-30-33

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