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Bellas Artes

Espacios de la Memoria

Por: Liannys Lisset Peña Rodríguez

La memoria, sostiene Florencia Battiti, es una estructura de la subjetividad que aparece como una necesidad antropológica; esta refuerza en el individuo la intención de existir: ser. Es también, como dijera Walter Benjamin: «recordar, reflexionar, analizar y explicar, hacerse presente, encontrar un lugar, narrar, apoderarse de un destello, una imagen potente y fugaz». Ante el exceso de las imágenes se hace más difícil recordar y las obras de Felipe Alarcón se convierten en una suerte de archivo derridiano que nace del gesto de exteriorizarlas y depositarlas en el cuadro como un lugar ajeno a esas «memorias vacías» que se confinan en dispositivos tecnológicos. 

Alarcón es un creador que busca el significado de los sucesos que plasma en esa imagen fija (pintura), que propicia esa trascendencia temporal. Complejas, múltiples, suspendidas, no lineales, solo son algunas de las dimensiones que comparten estas obras con la circunstancia contemporánea; sus temas, soportes, formatos, formas, funcionan como un posicionamiento cultural, social, político; como ese territorio del recuerdo en disputa permanente.

La primera vez que estuve ante las imágenes de Alarcón buscaba rostros en escenas de mi memoria, recordaba pasajes culturales, establecía conexiones entre mis imágenes de archivo, elaborando en cada escena ese «poema infinito». La primera vez ante estas obras fue con Mestizos, de Aponte a Belkis Ayón, en ella el artista exploraba los límites de la cubanidad, tanto en la forma de representación pictórica como gnoseológica. Concepto que ha generado todo un imaginario de tropos, arquetipos, que cada creador asume desde sus experiencias, conocimientos y circunstancias; para con ello configurar cosmovisiones en tránsito. 

En series posteriores: Visiones de la Divina Comedia (2021); Utopía de los sueños (2021) La Ceguera (2020) Quijote con ADN cubano (2020) Diálogos de Mestizaje (2019); el artista ha convertido al ejercicio pictórico en «una memoria crítica»; que deconstruye, transforma, recrea conceptos plásticos, políticos, históricos, que ponen a sus imágenes en «uso».  

Su obra; como diría Valeriano Bozal, en Sobre el Cubismo: «no tiene que ser intensa o dramática, tampoco compleja, puede serlo, pero también sencilla; es ese reconocimiento gozoso de la imagen, de un fragmento que deja  ver un cuerpo, un rostro conocido, una figura apenas nombrada.  Es una composición fragmentada, que rompe con la unidad que proporciona una representación convencional y ofrece una imagen más intensa y estricta de las cosas.  (…) en ella se valora en una amplia dimensión lo visual: el ojo, la boca, su rictus, el almendrado del ojo, el óvalo de la cabeza, el papel de una partitura, las cuerdas de una guitarra, los rombos del traje. Se adhiere a la máxima cubista de no representar solamente al objeto percibido, sino también a la emoción que acompaña a esa percepción (…)». 

En las pinturas de Felipe Alarcón nos viene eso que Didi Huberman sostiene como la irrecusable sensación de la paradoja. Joseba Eskubi lo denomina: «la tensión de un suceso en la pintura». Por un lado, su obra posee el atractivo de la a simple vista «supuesta» espontaneidad visual; y por otro una pausada elaboración, atención al detalle, que pudiera anular la intervención del azar o de las posibles combinaciones que la imagen exige. Alarcón los satisface: ninguno es hegemónico; ni se impone jerárquicamente a los demás. 

No parte de una idea pura, hoy más que nunca su pintura está afectada por contaminaciones visuales, interferencias de naturaleza mediática. Es performática: un proceso de exploración, indagación y búsqueda como actividad de apropiación que hace posible no solo la adquisición de conocimientos, sino también descubrir un lenguaje y posibilidades expresivas. 

Las figuras se disponen segmentadas sobre el plano; no representan volumen o sombra, más bien lo indican.  Criterios de composición simples: ejes verticales y horizontales, con especial atención al central vertical, los diversos fragmentos sin simetría se disponen por todas las superficies en torno a esos ejes. La pincelada; variada, sutil, junto a ocres, blancos, sienas, introduce verdes, naranjas, violetas, remarcados con gruesas líneas distribuyendo armónicamente el cromatismo y la luz con mayor homogeneidad por la superficie del cuadro. Todo se organiza a partir de las exigencias y posibilidades del plano.

La dimensión del collage se presenta como una crítica y extensión del «acto de pintar»; una complicación de sus reglas. Burla y revela sus fronteras con un acto consciente que genera una superficie de tensiones. En la imagen el artista modela, juega con las distorsiones, esta se desaparece en fragmentos e incorpora otros, experimenta con diversos procedimientos del arte pictórico, para generar alianzas con un lenguaje propio en base a las posibilidades de la repetición y la transformación.  

Recorta, fragmenta, extrae de obras, con un mensaje preexistente y yuxtapone para configurar un conjunto disímil, de contextualidad compuesta. El collage le permite crear una relación espacial. Es una respuesta crítica a un estado avanzado de descomposición y fragmentación del plano pictórico.  Propone una red de relaciones —nunca definitivas— que reflexionan acerca de lo que retóricamente la visualidad fórmula. 

Son imágenes fragmentarias que advierten la presencia de memorias múltiples, obras que se muestran, desdoblan, para que el espectador pueda (re)construir lo ya (de)construido por el artista; ante ellas, sufre las consecuencias del trato con el tiempo, expuesto a sus accidentes, bifurcaciones y discontinuidades. Una acumulación que crea una dinámica visual capaz de involucrar a la agitada disparidad de lo real.

Aprovecha las libertades de la composición. Abundan los cortes, los desvíos, desniveles, que la convierten en un cúmulo hiperactivo de acontecimientos semánticos de naturaleza mutable. Instaura sus dialécticas entre lo propio y lo impropio, forma y antiforma.  

Sus cuadros se convierten en un espacio ambiguo, cuya espacialidad se articula sobre sus propias imágenes. Como refiere Fernando Castro: una zona de representación (in)finita de concatenaciones intencionales, antagónica; de superposiciones, contigüidades; en lo multiforme y multireferente.  

En ese encuentro de figuraciones imprevistas, combinaciones y asociaciones libres, las imágenes incitan a la complejización de la mirada que se extiende sobre ellas. Escenas pictóricas que estimulan la producción de la memoria; a ir más allá de la representación material. Es ese espacio que decía Benjamin; aparece al quebrarse la temporalidad lineal y abrirse hacia todas las direcciones confluyendo pasado, presente, futuro en un remolino en el que giran el antes y el después. 

Sostiene Padura[1] que «siempre la memoria es mejor que el olvido». Ambos sobreviven en las imágenes de este artista; predominan en sus incitaciones a la pintura. Son el germen de las cosmovisiones de un sujeto contemporáneo; cuyas construcciones pictóricas no representan un mero recurso retórico, que sirve solamente para ilustrar o enfatizar una idea; tienen más bien una fuerza expresiva propia; un potencial que deriva del hecho de que su forma y contenido están intrínsecamente unidas. 

La memoria (hypómnema) es el acto de recordar como resistencia al olvido, hace que la noción de archivo derridiano pueda entenderse; como el suplemento que tras la pintura la preserva y rescata de la amnesia y la aniquilación.  Felipe plasma rostros y pasajes de personas que jamás conoció, pero en la necesidad de inmortalizarlos crea sus propias narrativas.  Ante sus pinturas solo podemos pensar en eso que diría Kundera: «recordar el propio pasado, llevarlo siempre consigo, es tal vez, la condición necesaria para conservar, como suele decirse, la integridad del propio yo».  •

1_ Leonardo de la Caridad Padura Fuentes (La Habana, 9 de octubre de 1955) es un escritor, periodista y guionista cubano, conocido por sus novelas policiacas del detective Mario Conde y por la novela El hombre que amaba a los perros (2009).

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