El paisaje interno de Ivet Molina

Por: Ángel Alonso

«Invitar al paisaje a que venga a mi mano,
invitarlo a dudar de sí mismo,
darle a beber el sueño del abismo
en la mano espiral del cielo humano».

Carlos Pellicer Cámara

El paisaje de Ivet Molina Maceira (1988) es más interno que externo, trasmite aquellas emociones aprisionadas en el interior que nos enseñaron a exteriorizar los expresionistas. Actúa la artista al pintar la tierra con la intensidad pasional que Emil Nolde imprimía a sus mares tempestuosos. La pasión inherente a su pintura se emparenta con aquella obligada deformación de la naturaleza que el movimiento expresionista manifestaba. La artista da prioridad a los sentimientos que quiere expresar por encima de lo descriptivo. Así, la visión de un río, de unos árboles o de una zona campestre, se aparta de lo bucólico y sirve de pretexto a un discurso sensorial profundo; el arroyo es un pretexto para sus expresivos empastes; el cielo, lejos del de cualquier paisaje pastoril, más bien parece la obra de un expresionista abstracto.

Cada fragmento del cuadro, sea de agua, tierra o cielo, sería una abstracción si lo aisláramos del conjunto. Si miramos de cerca su Paisaje con río, por ejemplo, veremos en cualquier detalle un tratamiento de empastes y gestos a la vez enérgicos y muy bien controlados. En este cuadro el uso del tondo aporta una sensación de infinitud que ayuda al recogimiento, a la meditación. Verde frío, otro de sus paisajes más interesantes, demuestra en su título la atención que le concede la artista a sutilezas frecuentemente ignoradas, como la carga emocional que pueda comunicarnos una tonalidad específica. Nuestra percepción, de manera inconsciente, capta las señales que intuitivamente nos trasmite.

El espectador, en la contemplación de sus pinturas, cae en un estado de ensimismamiento, el disfrute estético de las piezas transcurre en ese silencio cálido que nos provocan las obras auténticas, estado bien alejado del bullicio mental que nos provocan las obras pretenciosas. No hay aquí presunción ni pedantería. La artista pinta lo que con honestidad siente sin pretender hacer algo «importante» o «trascendente». 

La trascendencia o la importancia que pueda llegar a tener una obra puede venir precisamente con la ausencia de pretensiones, es como la felicidad, que no se puede perseguir porque se escapa, hace falta una especie de indiferencia ante ella para poder sentirla. Ivet no se obsesiona, no se angustia persiguiendo el éxito. No le interesan los aplausos ni la aprobación inmediata, simplemente hace lo suyo, que es suficiente.

 

En las últimas décadas estamos asistiendo a un condicionamiento del artista, a causa del cada vez más creciente poder del curador1. Los creadores que quieren visibilidad se adaptan a esta situación, se subordinan a los poderes oscuros de las instituciones. La práctica artística no debe obedecer a exigencias externas. Nuestra artista está libre de tales demandas, pinta con libertad y nos entrega una obra de la que decimos poco, pero sentimos mucho; pinturas que, como piezas musicales instrumentales, no necesitan más explicación que su propia belleza, traducción de un alma sensible, huella de una manera saludable de afrontar la creación artística.

La artista explora con intensidad, desarrolla su lenguaje con la paciencia de un arqueólogo y descubre, en el mundo natural, la posibilidad de emitir un discurso sobre la intimidad y la sencillez. Un discurso propio que, si bien se distancia de la fría descripción también se aleja de la «rabia» expresionista. No veremos aquí la angustia de un Soutine, porque no se juega al mito del artista «atormentado», tampoco se trata de una deformación grotesca del paisaje real, no estamos ante una pintura de excesos, es una pintura conciliadora, una actividad en la que lo externo sirve de pretexto para armonizar en el terreno interno. Ya lo había dicho Buda: «Cuida el exterior tanto como el interior, porque todo es uno».

Pinta y, por supuesto, también da a conocer su obra, pero mientras tanto vive su paisaje sin pasar 20 horas frente a un ordenador buscando becas y sin exponer cada día para inflar el currículum. Su paisaje nos dice que a través de él mira hacia adentro, busca en actitud meditativa y calmada, una armonía espiritual semejante a las armonías cromáticas que logra. Su habilidad al pintar está al servicio de su espíritu.

1-_ http://www.caimanbarbudo.cu/articulos/2012/07/el-oscuro-poder-del-curador/

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El paisaje interno de Ivet Molina

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