El gusto es mío. Ignorando en voz alta

Por: Osvaldo Moreno (Ovidio Moré)

Aisthesis a machetazos

I

Decía Paul Valery en la inauguración del 2º Congreso Internacional de Estética y Ciencia del Arte en París (agosto de 1937):

«Con frecuencia he pensado que en el desarrollo de toda ciencia constituida y ya bastante alejada de sus orígenes, podía ser en ocasiones útil, y casi siempre interesante, interpelar a un mortal entre los mortales, invocar a un hombre suficientemente profano en esta ciencia, y preguntarle si tiene alguna idea del objeto, de los medios, de los resultados, de las aplicaciones posibles de una disciplina, de la que admito que conoce el nombre.»(…) «Si es ese, Señores, el papel de ingenuo al que el Comité me destina, me tranquilizo de inmediato, y sé lo que vengo a hacer: vengo a ignorar en voz alta.»

Así, al igual que Valery, yo, obtuso y profano; ingenuo e ignorante, vengo a mostrar mis orejas de onagro a la vez que suelto mi lengua y ejercito mis dedos en el teclado para hablar de un tema que, si fuera un traje, me quedaría demasiado grande, pero al que respeto y amo, a pesar de que sé, que cuando lo vista, quedaré convertido en aquel iluso borrico que creía tocar la flauta. Consciente de tal despropósito me lanzo a la piscina de cabeza. No tengo la inteligencia de Jean Baudrillard, de Sixto J. Castro, de Román de la calle, de Fernando Castro Flórez, de Pierre Bourdieu ni de Ian Graund, ni siquiera el carisma de Antonio García Villarán, pero creo que, como simple consumidor de arte, tengo el derecho democrático a dar mi opinión. Hablemos pues del gusto en el arte.

Cada cual saca sus propias conclusiones de la observación de una obra de arte según sus puntos de vista. El nivel cultural, la idiosincrasia, la moral, la religión, la educación recibida, la ideología, la edad, la época en la que le ha tocado vivir, etc, le ayudan a ello. Hay algo que siempre prevalecerá por encima de todos los estudios filosóficos y estéticos, o del juicio del entendido y del crítico arte, y es el gusto personal del observador, ya no solo del que consume arte habitualmente, también del observador neófito, atendiendo (o no) a los criterios antes señalados.

Después de catar una obra, viene la interpretación, la descodificación de aquello que hemos observado o estamos observando. Los puntos expuestos anteriormente vuelven a jugar un papel importante, pero, ya aquí, entran en juego otras características como: el soporte donde está realizada la obra, los materiales utilizados, la técnica empleada, la imaginación y pericia del autor, el título, el estilo, y puede que hasta algunas circunstancias de la vida del artista o del momento en que fue creada la obra. Pero es esa primera mirada, ese primer impacto visual el que condiciona lo que luego interpretaremos, y esta interpretación nuestra es tan válida como la significación que haya querido dar el autor, si es que la nuestra difiriese de la de éste último. Nuestra mirada es el punto de vista subjetivo que hace eclosionar la fabulación, la imaginación, y despierta los elementos sapienciales necesarios para penetrar lo ignoto y encontrar nuestros códigos descifradores, nuestras verdades. Pero todo esto sucede después que aquello que estamos observando lo hemos asimilado, primeramente, como obra de arte.

En un ensayo de Sixto J. Castro en la revista Estudios Nietzsche de diciembre del 2012 sobre el «señorío de la interpretación» nos dice: «la misma noción de obra va unida, de modo necesario, a la noción de interpretación. No hay una obra que después interpretemos sino que no hay obra hasta que la interpretamos como obra.»

¿Es necesario ser entendido en arte para apreciar el arte, para valorarlo? Yo diría que no. No es necesario que conozca el método Stanislavski para darme cuenta si un actor hace una buena interpretación del personaje o si me gusta o no la pieza teatral que estoy viendo; no necesito saber de armonías o de solfeo para deleitarme con la música que estoy escuchando, y no necesito saber ni de teoría del arte ni de estética para observar un cuadro y determinar si es o no de mi agrado. Eso sí, si usted, un ciudadano común, se ha labrado, autodidacticamente o de manera académica, cierta educación estética y tiene nociones de historia, teoría o filosofía del arte, o en algunas de las materias artísticas antes mencionadas y puestas como ejemplo: pintura, teatro o música; podrá ejercer un juicio crítico quizás más eficaz y de mayor validez, pero eso tampoco implica que sea usted poseedor de una certeza interpretativa absoluta ni le convierte en garante y poseedor del buen gusto.

Desde el siglo XVII el problema del gusto ha dado sus quebraderos de cabeza a los mejores pensadores. Cuando por fin la Estética, de la mano de Baumgarten, en el XVIII, pasó a ser una disciplina filosófica, las teorías comenzaron a cuajar a raíz de la Aesthetica baumgartiana que basó su trabajo en el conocimiento sensible y en el valor cognitivo de la percepción sensorial. Todos los estudios sobre el gusto coinciden en la subjetividad del fenómeno y en su germen en el mundo de las sensaciones, de los sentimientos. Aún así, entre todas estas mentes brillantes, hay divergencias de opinión. Ahí están como ejemplo: Hume, Hutcheson, Gerard, Alison y Kant, entre muchos otros.

Según Jean H. S. Formey: «El gusto es en general el conocimiento de las bellezas, cuales sean que están repartidas en las obras de la naturaleza y de arte, en cuanto este conocimiento va acompañado de sentimiento.»

No obstante, aunque esta afirmación de Formey no deja de tener su cuota de veracidad, hay muchas otras definiciones y acercamientos que aumentan esta definición y otras que difieren un poco. La de Kant, por ejemplo, es mucho más compleja; la de Schopenhauer más sencilla. Coincido con Valeriano Bozal cuando dice que: «gusto es uno de los conceptos más equívocos de la estética, también uno de los más utilizados y de más difusa extensión». Muchos han teorizado sobre el tema, hasta Charles Batteux hizo sus aportaciones. Me quedo con esa contundente frase donde sentencia que «el gusto es en las artes lo que la inteligencia es en las ciencias».

Por otro lado, desde que el propio Bateaux acuñó el término Beaux Arts, el arte ha evolucionado de manera tal que ni los grandes filósofos ni los grandes estetas han logrado ponerse de acuerdo para dar una definición fiel de qué es exactamente, porque, a estas alturas de la historia, cualquier cosa puede ser arte o puede ser calificada como arte. Un papel preferente lo juegan los preceptos imperantes, ya que estos han ido cambiando a medida que la sociedad ha ido evolucionando y, paralelamente con ella, también han ido cambiando el gusto y la apreciación estética. Desde Platón y Aristóteles, pasando por las clasificaciones del mundo antiguo: Cicerón, Plotino, Quintiliano, Galeno; luego por el tamiz de la edad media: San Agustín, Santo Tomás de Aquino; más tarde por el Renacimiento y el Barroco; también por los idearios de Hume, Kant, Hegel, Kierkegaard, Nietzsche y de un largo etcétera de filósofos y estetas, o de intelectuales como Goethe, Schiller o Tolstoi, hasta llegar a Tatarkiewicz, Adorno y Danto, ríos de tinta se han vertido tratando de clasificar las artes y adecuar teorías en busca de una definición que aglutine, en su totalidad, eso que hoy llamamos arte. Para entender y conocer estas aproximaciones teóricas, sin duda hay que leer a Wladyslaw Tatarkiewicz, nadie como él para explicarlas. El concepto ha ido cambiando a velocidad de vértigo hasta llegar a ese «campo expandido», proclamado por Rosalind Krauss o Lucy Lippard, que sigue la estela de Danto y su «transfiguración del lugar común».

Todas estas teorías y clasificaciones tienen su razón y su por qué, cada una fue ( y es) fiel a la corriente de pensamiento del momento histórico-social en que fueron concebidas y responden a sus cánones estéticos. Pero, aunque se hallara esa definición, vamos a decir: absoluta, donde cada una de las manifestaciones artísticas contemporáneas tenga cabida, la apreciación del espectador seguirá rigiéndose por su gusto personal y sólo él decide si lo que está observando le merece el calificativo de arte; si le gusta o no le gusta, digan Danto y Dickie lo que quieran. No porque un esteta, un curador o un artista, decida que una obra es arte y la exponga en una galería o en un museo que la institucionalice, yo, como espectador, como consumidor, he de aceptarlo, así, a secas, y he de estar de acuerdo con ello, por mucho discurso y conceptualismo con que me travistan la «cosa» (parafraseando a Heidegguer). Si Grayson Perry dice: «esto es arte porque yo soy un artista y digo que lo es» o si Piero Manzoni firma uno de sus zapatos y, con este simple gesto, lo convierte en una obra de arte, pues, por esa misma regla de tres, yo, como destinatario final de esa «obra de arte», tengo el mismo derecho a decir que lo es o no lo es; por esa misma ley «testicular» tengo todo el derecho del mundo a opinar como me plazca. Con estos ejemplos, como es evidente, me estoy refiriendo a la apreciación de la obra de un artista plástico, pero esto, igualmente, es aplicable a la música, al cine, al teatro, la literatura y la danza. Los espectadores no somos tontos, tenemos criterio, sabemos opinar, es más, tenemos el derecho a opinar, vuelvo a repetir, lo que nos venga en gana, porque todo se reduce a nuestro gusto. Aunque estemos errados, da igual, para nosotros es nuestra verdad (siendo conscientes de que nadie es dueño de la verdad absoluta) y esa verdad, la nuestra, es la que va a misa. Difícilmente alguien nos hará cambiar de opinión. Es cierto que a lo largo de nuestra vida el gusto se va educando y puede cambiar, cosas que antes no nos agradaban luego, a fuerza de degustarlas, acaban por complacernos, pero una vez educado el gusto (o no), este también se curte y se enraíza (al menos en el presente en que degustamos; en el futuro ya se verá). Si en ese presente (hipotéticamente) mi color preferido es el azul, seguirá, lo más probable, siendo el azul hasta la finitud; si me gusta más lo dulce que lo salado; el cine que el teatro; Sandorfi que cualquier otro de sus contemporáneos; más Beethoven que Bach; el verano más que el invierno; la playa más que la montaña, será casi imposible (digo casi, porque siempre hay excepciones que rompen la regla; estamos hablamos de la naturaleza humana, que es totalmente impredecible) que cambie de opinión. Por más que me hablen de las bondades saludables de la coliflor, no me comeré la coliflor que siempre me ha provocado náuseas.

No necesitamos leernos ningún tratado de estética para enjuiciar aquello que estamos viendo o escuchando. Hasta los propios estetas difieren en sus gustos, apreciaciones, teorías y puntos de vista. Si un artista decide exponer su obra públicamente, sabe que lo que pueda ser dado como bueno o excelente por el crítico o el entendido en arte, puede no ser del agrado del espectador, y viceversa. Si nuestro juicio con respecto a una obra fuera negativo, no significa que esa obra dejará de ser arte (en el caso de que lo fuera), simplemente significa que para mí, cuando la caté y establecí mi conversación silenciosa de tú a tú con ella, no lo fue. Pero, lo que para mí quizás resulte feo, deleznable o ininteligible, para otro pudiera resultar bello, meritorio y descifrable. Ya lo decía David Hume nada más comenzar su ensayo Sobre la norma del gusto:

«La gran variedad de gustos, así como de opiniones, que prevalece en el mundo, es demasiado obvia como para que haya quedado alguien sin observarla. Hasta hombres de limitados conocimientos serían capaces de señalar una diferencia de gustos en el estrecho círculo de sus amistades, incluso cuando las personas no hayan sido educadas bajo el mismo tipo de gobierno y hayan embebido pronto los mismos prejuicios.»

Pero no hay que ahondar mucho filosóficamente, tenemos un refrán que resume esta norma a la perfección: «Para gustos, los colores», o, como reza la frase latina horaciana: «De gustibus non disputandum est». O sea, en cuestión de gustos no hay discusión alguna. Todo debate de este tema es como caer en arenas movedizas, sería estéril, porque tratándose de gustos cada cual intentará anteponer su opinión, su gusto. Para Voltaire, por ejemplo, la cosa iba un poco más allá. Así nos lo legó en su ensayo para La Encyclopédie:

«Se dice que no hay que disputar sobre los gustos; y se tiene razón, siempre que no se trate más que del gusto sensual…»

«No ocurre lo mismo con las artes, pues como estas tienen bellezas reales, hay un buen gusto que las discierne y un mal gusto que las ignora; y a menudo se corrige el defecto del espíritu que da un gusto al revés. También hay almas frías, espíritus falsos que ni se pueden enardecer ni enderezar; es con estos con los que no hay que disputar sobre los gustos, pues no tienen ninguno.»

II

Después de que Duchamp rompiera, para decirlo de una manera coloquial, «los Moldes», muchos se creen que vale todo, pero Marcel Duchamp ya hubo uno, no se puede jugar a ser Duchamp porque la fórmula, me parece a mí, ya está bastante agotada. El arte se ha ido denigrando de manera tal que ha creado un espacio, un saco sin fondo donde todo cabe y donde se han refugiado «orbanejas»* y «hampartistas»*. El público, al enfrentarse a este tipo de obras queda sumido en la perplejidad, se siente obtuso. Por lo general, ante una obra donde el trabajo físico, artesano y artístico del autor no se puede apreciar porque brilla por su ausencia, ya que es algo fabricado de antemano de manera industrial (y no estoy hablando de las Brillo box de Warhol ni de las sillas de Kosuth que, supuestamente, fueron «hitos» en la historia del arte, sino, por ejemplo, de una caja vacía de zapatos, una tapa de yogurt pegada a la pared, restos de basura y colillas, etc,) la actitud del espectador enseguida es de rechazo y desconcierto, y luego, cuando un texto kilométrico intenta explicar y travestir el objeto, la cosa, «la obra», para dotarlo de un conceptualismo embutido con calzador, las reacciones del espectador pueden ser disímiles: habrá quien se pueda sentir completamente ignaro e insipiente; quien se lo pueda tomar como una burla o una broma y puede que hasta le provoque hilaridad, o quien pueda enfadarse por que le están tomando, literalmente, el pelo. A veces pienso que si Leonardo, Rembrandt o Rubens, por sólo citar tres ejemplos, levantaran la cabeza de sus tumbas caerían de nuevo fulminados de un ataque al corazón, al ver estas supuestas «obras contemporáneas» con su recubrimiento de palabrería insulsa conceptualista que, en realidad, sólo logran regodearse en su onfaloscopia.

Los movimientos artísticos se han sucedido unos tras otros enarbolando la bandera de la vanguardia. ¿Cómo saber quién, en cada uno de sus manifiestos (los que lo tuvieron y los que no lo tuvieron) o premisas, tiene o ha tenido la razón? Yo diría que todos y ninguno (paradójicamente), ya que cada cual pertenece a un período clave de la historia, período en el cual se dieron las condiciones, tanto objetivas como subjetivas, para que estos movimientos emergieran y se desarrollaran.

Si analizamos la evolución de la pintura desde las cavernas hasta hoy, nos damos cuenta que el nivel alcanzado es extraordinario, sea cual sea por el movimiento pictórico que haya pasado. Mucho ha llovido desde los primeros petroglifos y pictogramas hasta las instalaciones, performances y videoarte de hoy en día. La cadena de «ismos» es bastante numerosa y cada eslabón, o sea, cada «ismo» por sí solo, rompió las concepciones estéticas reinantes en su época a la vez que sembró el germen de una completamente nueva que, a su vez, traería nuevos adeptos para que el gusto de la sociedad se adaptara a la vanguardia y evolucionara. El período más prolífico de todos, la gran sementera de «ismos», ha sido, sin duda, el comprendido entre los siglos XIX y XX. Genios los ha habido en todos estos movimientos artísticos, movimientos que han explorado y explotado las posibilidades de su «ismo» hasta la saciedad. Es por ello que es muy difícil, a día de hoy, ser un artista original, porque todo, o casi todo, ya ha sido experimentado, y los artistas actuales están, consciente o inconscientemente, permeados por sus antecesores. Quizás por tal causa, ahora tengamos tanto orbanejismo a la carta siguiendo los derroteros de Duchamp, aunque estos se queden en copias baratas.

¿Son ciertas obras de «arte contemporáneo, de verdad», nuevas maneras de hacer arte que aportan algo al propio arte, a la filosofía, a la estética, a la historia, a nosotros como género humano, a la sociedad, ontológicamente, epistemológicamente o hermenéuticamente o, sólo, son provocación pura y dura para llamar la atención y vender algo insulso y carente de trabajo (muchas veces ideas ya trilladas hasta el cansancio) en aras de aparentar ser original, transgresor y vanguardista? ¿Hay alguna obra de este estilo que de verdad valga la pena? ¿Me quieren decir que estos artefactos tienen el mismo status y valía que una obra de Lucian Freud, de Francis Bacon, de Egon Schiele, de Miguel Ángel, de Brancusi, Rodin o Giacometti? ¿Qué el discurso conceptual que se inventa para vestir la «cosa» es comparable a textos de Kant, Tolstoy, Baudrillard, Bourdieu, Valery o Schiller? Si me dicen que todo esto es una broma, y que los artistas de esta «ralea» en realidad son humoristas, caricatos, jodidos jocosos jodedores jacarandosos y J y J y J…. (no entiendo ni JOTA); pues lo compro… ¿Pero es el caso? ¿Los gritos de Yoko Ono, su manzana y otras estupideces varias, como la ya mencionada tapita de yogur, deben estar en el MoMa, exhibirse en una bienal de arte o en una galería, aduciendo que lo que prima es la idea y no la obra de arte en sí? No soy lesperiano, yo creo en el videoarte, la instalación y, como no, en la performance: en la bien hecha, bien pensada, con una carga actoral y una puesta en escena inteligente, pero no dejo de reconocer que, la flageladora Avelina, tiene razón en una gran parte de su discurso cuando se refiere a alguna de estas actividades artísticas y a ciertas obras contemporáneas que, la verdad, insultan nuestra inteligencia.

III

El degustador de una obra de arte, ese que visita galerías y museos sacará sus propias conclusiones de lo que observa rigiéndose, como hemos dicho anteriormente, por sus propias concepciones estéticas y, hasta cierto punto, es posible, por su nivel cultural, porque lo cierto es que la sensibilidad artística o el grado de susceptibilidad ante una obra de arte, fuese ella del género que fuese: pintura, escultura, arquitectura, literatura, música, danza, teatro o cine, no entiende de clases sociales ni de niveles culturales. En la era de Internet y de la imagen masificada, la cultura se ha democratizado, está al alcance de un clic; cualquiera tiene acceso a la página Web de un museo o a la página personal de un artista. El arte hace tiempo se ha liberado de las clases sociales ya no sólo a través de una pantalla sino en la vida real. Cualquier ciudadano común puede ir al Ballet o a la ópera, cosas que mucho tiempo atrás estaban sólo al alcance de los bolsillos pudientes. Esto no quiere decir, como bien lo sabe Bourdieu, que cada estatus social no tenga sus propios gustos. Pero hasta esto no es del todo concluyente, pues he sido testigo de obreros, sin ningún tipo de formación académica, en estado hipnótico contemplando la Capilla Sixtina, emocionados hasta la médula, y a otros, con carreras universitarias y de alto status social, despotricar de la música clásica y declarase acólitos de las películas de artes marciales o de serie B. Pero… ¿hay algo de malo en esto último? No, yo creo que no, porque la vida es muy corta, es sólo un sueño como decía Calderón, y el hombre intenta por todos los medios alcanzar la felicidad o, al menos, un estado de bienestar que se le parezca teniendo en cuenta sus circunstancias y sus posibilidades. Y si a Fulanita de Tal, después de todo un día de trabajo estresante en una cafetería, le gusta leer novela rosa, porque en ello encuentra complacencia y bienestar, pues bienvenido sea. Y si a la empleada del hogar le gustan los «culebrones» porque le alivian y le transportan hacia realidades alternativas, pues magnífico. Si al campesino, después de una dura jornada de sol a sol, le gusta sentarse frente a la tele y empacharse de concursos u otros programas de puro entretenimiento, pues oiga, no seré yo quien le diga que no. El ser humano tiene derecho a encontrar la felicidad donde le dé la gana, ajeno a los cánones estéticos que marcan aquellos que se autoproclaman cultivados. Haber leído a Proust o a Thomas Mann no te convierte en buena persona, como, de igual manera, leer las novelitas rosas no te convierte en mala persona, ni viceversa en ambos casos; como, así mismo, tener un Picasso colgado en tu salón no amerita que seas un entendido en arte. Aquí, lo inaceptable, no es que a usted le guste lo kitsch o lo popular o la pseudocultura, lo inaceptable es que galerías, museos, librerías, la televisión, el cine e instituciones varias, me quieran vender estos pseudoproductos como arte de calidad suprema o arte culto.

¿El gusto se puede educar? Sí ¿Habría que fomentar el arte de calidad? También ¿A las jóvenes generaciones habría que incentivarlas para que opten por esto último? ¡Pues claro! Pero…, me pregunto: ¿con lo complejo, globalizado y mercantilista que es el mundo en el que vivimos, sería esto posible o viable? Quizás. No obstante, digo yo, no sería mejor que haya una cierta convivencia pacífica entre los dos extremos de la cuerda, disfrutar igualmente de ambas cosas a partes iguales, de lo sublime y de lo ligero, de lo culto y de lo popular. Que no se juzgara a priori a la gente por su gusto, ni mucho menos al artista que enfoca su trabajo buscando simplemente la belleza, simplemente el placer estético. Toda forma de arte, y me refiero al buen arte, no al «orbanejismo» del que hablábamos antes, es válida, la que tiene mensaje oculto, la que tiene varias lecturas y hace devanarse los sesos y la que, simplemente, tiene un valor plástico, un valor estético, la que, simplemente, es bella y no pretende nada más. Al menos, así lo veo yo. Hay muy buen arte popular como, de igual manera, hay mucho arte culto de dudosa calidad. Muchas de las obras que hoy han llegado a afianzarse como arte culto y que se han canonizado como tal, antes habían sido obras populares. Porque, como bien dice Sixto J. Castro, siguiendo el ideario de Shusterman: «el arte popular puede ser legitimado estéticamente por medio de las experiencias que proporciona y las prácticas críticas que genera. El arte y la estética no son esencias universales y eternas, sino productos culturales transformados por condiciones sociales e históricas y la comunidad intelectual estética evoluciona a la par que las mismas, de modo que esta legitimación buscada puede no ser evidente en un momento histórico y sí en una época ulterior.»

Si los teóricos, filósofos y estetas se han preocupado porque ciertos artefactos (léase ready made) tengan cabida en el mundo del arte y han adecuado sus teorías para que así sea (ahí está Danto con su teoría del Mundo del Arte), de igual manera ya es hora de hacer lo mismo para con el arte popular. Y no es que lo diga yo, ya lo dicen los filósofos: Sixto J. Castro, J. A. Fischer o Scruton, por ejemplo.

El arte popular también tiene características estéticas, también es bello, aunque ahora resulta que la belleza ya no vale en el arte, ni lo mimético ni lo realista, porque no dicen nada; pero no dicen nada para quién, para un culterano empalagoso que entiende que el arte moderno debe ser, en exclusividad: instalaciones, performances, happenings, objet trouvé, ready made, etc, o que ha de ser abstracto, rompedor, irreverente, oscuro, trasgresor, escatológico, de denuncia social o escandaloso; lleno de simbologías, drippings, brochazos y pinceladas heredadas del expresionismo; o matérico, conceptual, surrealista, informal, etc. Sí, todo eso está genial, y me encanta, me gusta, claro que me gusta, pero también me gusta y le veo un valor inmenso a ese retrato realizado con perfección fotográfica que indaga en la psicología del retratado o que, simplemente, es un alarde de técnica ¿verdad Parrasio?, y veo mucho mérito en ese paisaje realista en el que puedes casi entrar en él porque a la vista se te hace tan real como si estuvieras «mirando por la ventana»¿verdad Alberti?. Ahí están, por ejemplo, los paisajistas cubanos Tomás Sánchez y Vladimir Gerardo Iglesias para demostrarlo.

Se ha desterrado a la belleza del arte, y con el ready made o el objet trouvé cualquier cosa puede ser arte, con ello se socavan los cimientos del propio arte y se niega al arte en sí mismo, a la vez que nos machacan con la salmodia de la «muerte del arte» desde Hegel hasta Danto. Entonces por qué tanto interés en que estos «artefactos» sean considerados arte y estén en las galerías y en los museos. ¿No es esto una verdadera contradicción, una paradoja hipócrita e incomprensible hasta más no poder? Yo hago anti-arte, pero, por favor, institucionalízame y acógeme en el museo, quiero que me consideres arte y ser parte de la historia que quiero negar.

Si usted quiere ser acólito de los ladrillos de Carl Andre, de la basura arrinconada de Gustav Metzger, de los puntos de colores de Damien Hirst (que ni pinta él mismo), de las obras kitsch de Jeff Koons, de las provocaciones de Tracey Emin, de la caja de zapatos vacía de Gabriel Orozco, de la mierda enlatada de Manzoni, de las cirugías estéticas de Orlan, de los inmensos mojones de Paul McCarthy y hasta de la última «gracia», Comediante, de Mauricio Cattleman, me parece estupendo, está en todo su derecho, es su gusto, y ellos, los artistas, están en su derecho de cultivar ese tipo de arte para usted. Tienen todo mi respeto; cada cual ha de encontrar el tipo de arte o «arte» que le hace reflexionar o que le agrada, y ser fiel a él y a sí mismo. En lo que no estoy de acuerdo es en que me quieran imponer el gusto por este «arte contemporáneo, rompedor e irreverente» que, generalmente, por no decir siempre, responde a una estrategia de mercado de las galerías y de las casas de subastas, del llamado por Danto «mundo del arte», para obtener beneficios exorbitantes, o que los supuesto amantes y defensores de este «orbanejismo» de salón, traten el arte clásico o académico, el arte figurativo (independientemente de su ismo) como anacrónico, como algo del pleistoceno o como las mismas heces fecales de Manzoni, y que al público consumidor del arte convencional se le trate de cromañón, antiguo, conservador o «carca». Qué debemos hacer, quemar los Velázquez , los Goyas, los Ingres, los Delacroix, los Balthus, los Kandinsky, los Picasso, los Klimt y Matisse y llenar los museos de cáscaras de plátano sobre jabón y grasa, de camas sucias, de ladrillos, de aspiradoras en una urna, de tapas de yogurt, de neumáticos usados, de ceniceros llenos de colillas, de una alfombra de mantequilla de cacahuete, de animales en urnas de formaldehído… etc, etc, Si es para el museo de la decadencia, me apunto, pues basta con encerrar entre cuatro paredes cualquier basurero de cualquier ciudad y ya tenemos nuestro museo de «arte contemporáneo».

No vamos a clasificar el arte ni de bueno ni de malo, aunque de este último lo haya (a montones), ya ni siquiera en bello o feo, porque existen distintas formas de observar y distintas formas de hacer; existen diferentes formas de enjuiciar; la belleza no es una cualidad intrínseca del objeto, es una apreciación subjetiva añadida por el hombre, por lo tanto vamos a clasificar el arte en arte que gusta y que no gusta. Encontremos un consenso, también, entre el arte culto y el arte popular; soy del criterio de que ambos son válidos, porque ambos satisfacen el espíritu. Una abuela cubana es feliz contemplando en su pared una litografía enmarcada de sendos cisnes posados en un idílico lago cubierto de nenúfares, de la misma manera que un profesor de música francés contempla arrobado, también, en su pared, la reproducción de otros nenúfares, los de Monet. ¿Nos convierte en mediocres, en hombres o mujeres grises el tener gustos diferentes? ¿Acaso es mejor Ser humano el barcelonés de clase media que va al Palau de la Música a escuchar un concierto de Brahms que el joven latino que se descoyunta y goza de cuerpo y espíritu al compás de una bachata? Son otras aptitudes de la condición humana las que nos convierten en buenas o malas personas, no los gustos con respecto al arte.

Lo que sí está claro (y tengo claro) es que es el gusto individual el que rige a la hora de hacer una valoración estética. Todo, absolutamente todo, se reduce a nuestro gusto.

NOTAS:

* Hamparte: Término ideado por el pintor español Antonio García Villarán para referirse a ciertas obras de arte contemporáneo.

* Orbanejas: Término utilizado por el filósofo español Sixto J. Castro y extraído de un pasaje de El Quijote, para referirse a los artistas de arte contemporáneo de dudosa calidad.

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